Los cien cruzados
Un cavador, habiéndose levantado
muy de mañana para ejercitar su pobre oficio, yendo cargados sus asnos vio en
medio de la calle un talegón; dándole con el pie, vio que eran dineros, y que a
gran prisa venía uno de a caballo en busca de ellos. Para mejor cogerlos sin
peligro echóle la tierra encima. Como juntase el mercader y le dijese:
-Buen hombre ¿habéisme visto un talegón que se me ha
caído, con cierta cantidad de moneda?
Le respondió:
-¡Dejadme, cuerpo de tal, con
vuestra talega o talegón, que harto tengo que ver en volver a cargar esta
tierra que me ha echado el asno!
Ido el mercader, cargó el astuto
hombre su tierra con el talegón, y llevándolo a casa, él y su mujer, de muy
regocijados se pusieron a contar los dineros, y de ver que eran cruzados de oro
de Portugal, regostáronse con ellos de tal manera que, sin darse cuenta, se les
cayó uno detrás de la caja que estaban contando, y vueltos en el talegón como
estaban, alzólos la mujer.
El mercader, por parte del
alcalde, mandó publicar que cualquier que se hubiese hallado un talegón con
cien cruzados de oro, que los manifestase y que le darían diez por buen
hallazgo. Venido a noticia del cavador, díjolo a su mujer; ella no
queriéndoselos dar en ninguna manera; él, con buenas palabras, inducióla que de
más conciencia y más provecho les sería tomar diez ducados de hallazgo, que los
cien cruzados no siendo suyos, y así, se los dio. El buen hombre, venido
delante del alcalde, manifestó los dineros, los cuales, vista la presente, libró
en poder del mercader, habiendo dado sus testigos y razón satisfactoria que
eran suyos. Y como el mercader los reconociese y hallase uno menos, dijo:
-Mire vuestra señoría que aquí no
hay sino noventa y nueve cruzados, y los míos son ciento. ¿Cómo quiere que se
termine este negocio?
Pensando el alcalde que no fuese
maña del mercader por no pagar el hallazgo prometido, dijo:
-¡Sus! Ya lo entiendo, que no
deben de ser esos los vuestros dineros. Volvédselos al buen hombre.
Vueltos, más por fuerza que por
grado, fuese el cavador muy alegre a su casa, y antes que a ella llegase,
encontró con un aguador, gran amigo suyo, que se le había caído el asno en un
lodo, y rogándole que se lo ayudase a levantar, tomóle de la cola, y tirando de
ella quedósele en las manos, por lo que el aguador empezó a dar voces:
-¡Don traidor! ¡Pagadme mi asno
que me habéis desrabado.
El cavador, medio turbado de lo
que le había acontecido, dando a huir encontró con una mujer preñada, de tal
manera que cayó, y fue cogido por la justicia y la mujer, del encuentro,
malparió, vista la presente. Así, que apresado el cavador, y detrás de él el
amo del asno, y la mujer y su marido, fueron ante el alcalde. Oída la queja,
tan graciosa, del amo del asno, que se lo pagase porque se lo había desrabado,
y la necia demanda del marido, porque se afligía en extremo, diciendo que de
qué manera podía sentenciar su señoría que su mujer estuviese preñada como se
estaba, oídas las partes, dio por sentencia: que en cuanto a la demanda del
asno, que se lo llevase el cavador a su casa, y que se sirviese de él hasta en
tanto le saliese la cola; y porque el marido reprochó de qué suerte
sentenciaría que su mujer estuviese preñada como se estaba, sentenció que se la
llevase el cavador a su casa y que tratase de devolvérsela preñada, con tal que
su mujer fuese contenta. La cual sentencia fue muy aprobada y reída del pueblo,
y obedecida, aunque le pesase, del ignorante marido. Viniéndose el cavador a su
casa, alegre y regocijado por verse señor de dineros y de asno y de mujer
nueva, salió la mujer a recebirle, diciendo:
-¿Qué es esto, marido?
Respondió:
-Ventura, mujer; toma ese talegón
que los cruzados son nuestros.
Pidióle más:
-¿Y el asno?
-También es ventura, porque me ha
de servir hasta que le salga la cola.
Replicóle:
-¿Y la mujer?
Respondió:
-También es ventura, pues la
tengo que devolver preñada a su marido.
-¿Cómo que devolver preñada? -dijo la mujer-. ¿A eso llamáis ventura? No
es sino desventura. ¿Dos mandadoras en
una casa?
Respondió el marido:
-Mirad mujer, que el juez lo ha
mandado.
-¡Aunque lo mande y lo remande!
-dijo la mujer-. Yo soy la que mando en mi casa y ¡por el siglo de mi madre!
tal no entre de las puertas adentro.
Despidiéndola, como el marido de
ella la hubiese seguido, ya presumiendo 1o que se podía seguir, cobró su mujer
muy satisfecho y contento. A cabo de días, tornó el mercader a suplicar al
alcalde, dando otros testigos de fe y de creencia, cómo eran suyos los
cruzados, por lo cual mandó llamar al cavador y que trajese el talegón con los
cruzados. Traídos, mandó el alcalde que se los diese. Dijo el cavador al punto
que se los dio, pensando que tampoco los recibiría.
-Mire, señor, que no hay sino
ochenta, porque los otros se han gastado en alhajas de mi casa.
Respondió el mercader:
-Ochenta o setenta, dad acá, que
no quiero contarlos, que más vale tuerto que ciego, que yo los recibo por
ciento. Anda con Dios.
Contentas las partes, cada cual
se fue a su posada.
Oyendo el aguador que todos
habían cobrado sus haciendas, así el mercader sus dineros como el otro su
mujer, apareció ante del alcalde suplicando que le mandase restituir el asno,
que él era contento de recibirlo desrabado, así como estaba. Proveído, cobró su
asno, y el cavador se quedó con veinte ducados, y libre de los querellantes.
Juan Timoneda