Exámenes para ascender de grado
El profesor de geografía,
Galkin, me tiene inquina; créame, hoy no me aprobará -decía, frotándose
nerviosamente las manos, sudoroso, el empleado de la estafeta de correos de X,
Efim Zajárich Féndrikov, hombre canoso, barbudo, con una respetable calva e
imponente abdomen-. No aprobaré... ¡Como hay Dios!... Y me tiene inquina por
una verdadera tontería. Se me presenta una vez con una carta para certificar y
se cuela ante todos para que le tome a él primero la carta. Eso no está bien...
Aunque pertenezca a la clase instruida, ha de observar el orden establecido y
esperar. Yo le hice una observación muy correcta. «Tenga la bondad de esperar
en la cola -le digo-, señor mío.» Se sonrojó, y desde entonces me pone la
proa, como Saúl. A mi pequeño Egórushka le abrasa con malas notas y a mí me
saca motes que luego hace correr por la ciudad. Una vez iba yo por delante de
la posada de Kutjin, y Galkin, borracho, asomándose por una ventana con el taco
de billar en la mano, gritó de modo que se le oyera por toda la plaza: «Miren,
señores: ¡ahí va un sello retirado de la circulación!»
El profesor
de lengua rusa Pivomiódov, de pie en el vestíbulo de la escuela de X, fumando,
condescendiente, un pitillo de Féndrikov, se encogió de hombros y respondió
tranquilizador:
-No se preocupe. No ha
habido ni un solo suspenso en
estos exámenes. ¡Son pura forma!
Féndrikov se tranquilizó, pero no por mucho tiempo. Cruzó el vestíbulo
Galkin, hombre joven de barbita rala, como si le hubieran arrancado pelos, con
pantalones de tela blanca y un nuevo frac azul. Miró severamente a Féndrikov y
siguió su camino.
Luego se
corrió la voz de que venía el inspector. Féndrikov sintió escalofríos y se
puso a esperar con el miedo que tan bien conocen todos los procesados y todos
los que se examinan por primera vez. Por el vestíbulo salió apresuradamente a
la calle el prefecto de plantilla de la escuela del distrito, Jámov. Tras él
fue, diligente, al encuentro del inspector, el profesor de religión Zmiezhálov,
con su birreta y su cruz pectoral. Acudieron en seguida los demás maestros. El
inspector de escuelas públicas Ajádov saludó con fuerte voz, manifestó su descontento por el polvo y entró en la escuela.
Cinco minutos más tarde dieron
comienzo los exámenes.
Examinaron a
dos hijos de pope para maestros de escuela rural. Uno, aprobó, el otro
suspendió. El suspenso se sonó con un pañuelo rojo, se quedó unos momentos
parado, reflexionó un poco y se fue. Examinaron a dos soldados voluntarios de
tercera categoría. Después sonó la hora de Féndrikov...
-¿Dónde presta usted sus servicios? -le preguntó el inspector.
-En la estafeta de correos del distrito, Señoría; en la sección de
recepción -articuló irguiendo la cabeza y procurando ocultar del público sus
temblorosas manos-. Llevo veintiún años de servicio, Señoría, y ahora me piden
documentación para solicitar el título de registrador colegiado; y por esto me
atrevo a presentarme a los exámenes a rango de primera clase.
-Está bien...
Escriba el dictado.
Pivomiódov se
levantó, carraspeó y empezó a dictar con su pastosa y penetrante voz de bajo
procurando cazar al examinando con palabras que no se escriben como se
pronuncian: «El benerable abad ebangelizó el salbajismo indíjena de los
barrios estremos», y así por el estilo.
Mas, pese a
las tretas del astuto Pivorniódov, el dictado salió bien. El futuro
registrador colegiado hizo pocas faltas, aunque puso más atención en la
hermosura de la letra que en la gramática. En la palabra «conciencia» añadió una
«s» antes de la primera «c»; puso «h» después de «x» en «exornar», y las
palabras «la conveniencia axiomática de la práctica del bien» arrancaron una
sonrisa al inspector, pues Féndrikov había escrito «la connivencia
axiomática...», pero éstas, al fin y al cabo, no eran faltas graves.
-El dictado
puede pasar -dijo el inspector.
-Me tomo la libertad de poner en conocimiento de Su Señoría -dijo
Féndrikov sintiéndose algo animado y mirando de soslayo a su enemigo Galkin-,
me tomo la libertad de informarle que he estudiado la geometría por el manual
de Davídov y, en parte, me la ha enseñado mi sobrino Varsonofi, que ha venido
de vacaciones del seminario de Troitsa-Serguiévski, llamado también de
Vifanski. Y he estudiado planimetría y estereometría... todo tal como está en
el libro.
-La
estereometría no está incluida en el programa.
-¿No está
incluida? Y me he pasado un mes entero estudiándola... ¡qué lástima! -suspiró
Féndrikov.
-Dejemos por ahora la geometría. Vamos a
ocuparnos de una ciencia por la que usted, como empleado de correos, debe
sentir especial predilección. La geografía es la ciencia de los carteros.
Todos los
maestros se sonrieron deferentemente. Féndrikov no estaba de acuerdo con que
la geografía fuera la ciencia de los carteros (eso no estaba escrito en ningún
lugar: ni en las normas para los empleados de correos ni en las circulares
regionales), mas por cortesía respondió: «Así es». Tosió nerviosamente y se
puso a esperar las preguntas, horrorizado. Su enemigo Galkin se repantigó en su
asiento y, sin mirarle, preguntó pausadamente:
-Bueno... dígame, ¿qué régimen gubernamental hay en Turquía?
-Pues, ya se sabe... el turco...
-¡Vaya!... el
turco... Éste es un concepto muy elástico. Allí hay un régimen constitucional.
¿Y qué afluentes del Ganges conoce usted?
-He estudiado la geografía por el manual de Smirnov y,
usted perdone, no la he aprendido con mucho detalle... El Ganges es el río que pasa por la India... ese río
desemboca en el océano.
-No es esto
lo que le pregunto. ¿Qué afluentes tiene el Ganges? ¿No lo sabe? ¿Y por dónde
pasa el Araxes? ¿Tampoco sabe esto? Es raro... ¿A qué provincia pertenece
Zhitomir?
-Distrito
postal 18, punto 121.
La frente de Féndrikov se cubrió de sudor frío. El hombre parpadeó
aceleradamente, e hizo un movimiento de deglución como si se hubiese tragado
la lengua.
-Lo juro por el verdadero Dios, Señoría
-balbuceó-. Hasta el padre arcipreste lo puede confirmar... Llevo veintiún
años de servicio y ahora eso, que... Rogaré a Dios toda la vida...
-Está bien, dejemos la geografía. ¿Qué ha
preparado usted de aritmética?
-Tampoco he
aprendido la aritmética con mucha precisión... Hasta el padre arcipreste puede
confirmar... Rogaré a Dios toda la vida... Vengo estudiando desde la fiesta de la Intercesión de la Santa Virgen ;
estudio... y no me entra nada... He envejecido ya para los estudios.... Sea
bondadoso, Señoría, toda la vida le tendré presente en mis oraciones.
Las lágrimas quedaron prendidas en las pestañas de Féndrikov.
-He servido
con honradez y sin tacha... Comulgo todos los años... Hasta el padre arcipreste
lo puede confirmar... Sea magnánimo, Señoría.
-¿No ha preparado nada?
-Lo he preparado todo, pero no recuerdo nada...
Pronto
cumpliré los sesenta, Señoría, ¿cómo van a entrarme las ciencias en la cabeza? ¡Hágame la merced!
-Y pensar que
ya se ha encargado la gorra con escarapela... -comentó el arcipreste
Zmiezhálov sonriéndose.
-Está bien, ¡retírese! -dijo el inspector.
Media hora
más tarde, Féndrikov iba, triunfador, con los maestros a tomar el té en la
posada de Kutjin. Tenía radiante la cara, le brillaba la felicidad en los ojos,
mas el hecho de que a cada momento se rascara el pescuezo demostraba que se
sentía atormentado por alguna idea.
-¡Qué
lástima! -balbuceó-. ¡Qué tontería la que he hecho, Señor mío!
-¿A qué se refiere
usted? -preguntó Pivomiódov.
-¿De qué me
ha servido estudiar la estereometría si no figura en el programa? Un mes entero
estuve peleando con ella, ¡la condenada! ¡Qué lástima!
Anton Chejov