Episodio del enemigo
Tantos años huyendo y esperando y ahora el enemigo estaba en mi casa.
Desde la ventana lo vi subir penosamente por el áspero camino del cerro. Se
ayudaba con un bastón, con un torpe bastón que en sus viejas manos no podía
ser un arma sino un báculo. Me costó percibir lo que esperaba: el débil golpe
contra la puerta. Miré, no sin nostalgia, mis manuscritos, el borrador a medio
concluir y el tratado de Artemidoro sobre los sueños, libro un tanto anómalo
ahí, ya que no sé griego. Otro día perdido, pensé. Tuve que forcejear con la
llave. Temí que el hombre se desplomara, pero dio unos pasos inciertos, soltó
el bastón, que no volví a ver, y cayó en mi cama, rendido. Mi ansiedad lo había
imaginado muchas veces, pero sólo entonces noté que se parecía, de un modo
casi fraternal, al último retrato de Lincoln. Serían las cuatro de la tarde.
Me incliné
sobre él para que me oyera.
-Uno cree que
los años pasan para uno -le dije-, pero pasan también para los demás.
Aquí nos
encontramos al fin y lo que antes ocurrió no tiene sentido.
Mientras yo
hablaba, se había desabrochado el sobretodo. La mano derecha estaba en el
bolsillo del saco. Algo me señalaba y yo sentí que era un revólver.
Me dijo
entonces con voz firme:
-Para entrar en su casa, he recurrido a la compasión. Lo tengo ahora a
mi merced y no soy misericordioso.
Ensayé unas
palabras. No soy un hombre fuerte y sólo las palabras podían salvarme. Atiné a
decir:
-En verdad
que hace tiempo maltraté a un niño, pero usted ya no es aquel niño ni yo aquel
insensato. Además, la venganza no es menos vanidosa y ridícula que el perdón.
-Precisamente
porque ya no soy aquel niño -me replicó- tengo que matarlo. No se trata de una
venganza, sino de un acto de justicia. Sus argumentos, Borges, son meras
estratagemas de su terror para que no lo mate. Usted ya no puede hacer nada.
-Puedo hacer
una cosa -le contesté.
-¿Cuál? -me
preguntó.
-Despertarme.
Y así lo
hice.
J. L. Borges