El invierno se fue y dejó tras de
sí los dolores reumáticos. Un ligero sol meridiano acudía a alegrar las
jornadas, y Marcovaldo permanecía alguna que otra hora contemplando el
despuntar de las hojas, sentado en un banco, en espera de la vuelta al trabajo.
Junto a él solía sentarse un vejete, engibado en su gabán que era un puro
remiendo: tratábase de cierto señor Rizieri, jubilado y solo en el mundo,
asiduo él también a los bancos soleados. De vez en cuando ese señor Rizieri
daba un respingo, exclamaba «¡Ay!» y se engibaba todavía más en su gabán.
Estaba cargado de reumatismos, de artritis, de lumbagos, que pescaba en el
invierno húmedo y frío y le seguían acompañando el resto del año. Para
consolarle, Marcovaldo le contaba las diversas fases de los reumatismos suyos,
y los de su mujer y de su hija mayor Isolina, que, la pobrecilla, no
crecía demasiado sana.
Marcovaldo llevaba cada día la
comida en un paquete de papel de periódico; sentado en el banco lo desenvolvía
y pasaba el trozo de ajado diario al señor Rizieri, quien tendía impaciente la
mano, diciendo:
-Veamos qué noticias trae -y lo
leía con no disminuido interés, aunque datara de dos años antes.
De ese modo topó un día con un
articulo sobre el sistema de curar el reúma con el veneno de las abejas.
-Será con la miel -dijo
Marcovaldo, siempre propenso al optimismo.
-No -objetó Rizieri-, con el
veneno, dice aquí, con el del aguijón -y le leyó algunos pasajes. Conversaron
largo rato en torno a las abejas, sus virtudes y sobre cuanto podría costar
aquella cura.
A partir de entonces, al
transitar por los paseos, Marcovaldo aguzaba el oído al menor zumbido, seguía
con la vista a cualquier insecto que le volara alrededor. Así, observando los
giros de una avispa de considerable abdomen listado de negro y amarillo, vio
que se metía por la oquedad de un árbol y que por allí salían otras avispas: un
jaleo, un ir y venir que anunciaba la presencia de todo un avispero dentro del
tronco. Marcovaldo se aprestó, sin perder momento, a la caza. Tenía un bote de
cristal, todavía con dos dedos de mermelada. Lo depositó, destapado, junto al
árbol. De allí a poco una avispa le andaba zumbando alrededor, y entró, atraída
por el olor azucarado; Marcovaldo se apresuró a tapar el bote con un trozo de
papel.
Y al señor Rizieri, en cuanto le
vio, pudo soltarle:
-¡Ea, ea, ahora mismo le pongo la
inyección! -mostrándole el tarro con la enfurecida avispa prisionera.
El vejete estaba indeciso, pero
Marcovaldo por nada del mundo se avenía a aplazar el experimento, e insistía en
hacerlo allí mismo, en su banco: ni siquiera hacía falta que el paciente se
desnudase. Con temor y a la vez esperanza, el señor Rizieri levantó un faldón
del abrigo, de la chaqueta, de la camisa, y abriéndose paso entre las agujereadas
prendas de punto destapó la parte de los lomos que le dolía. Marcovaldo le puso
allí la boca del frasco y quitó de un tirón el papel que hacía de tapadera. Al
principio nada sucedió; la avispa permanecía quieta: ¿se habría dormido?
Marcovaldo, para despertarla, dio un manotazo en el fondo del bote. Exactamente
el golpe necesario: el insecto salió como una flecha y clavó el aguijón en los
lomos del señor Rizieri. El vejete soltó un alarido, se incorporó de un salto y
echó a andar como un soldado a paso de marcha, frotándose el lugar del pinchazo
y articulando una serie de confusas imprecaciones.
Marcovaldo estaba más que
satisfecho, jamás el vejete se había visto tan erguido y marcial. Pero un
guardia se había parado allí cerca, y miraba con los ojos como platos;
Marcovaldo tomó a Rizieri del brazo y se alejó silbando.
De regreso a casa llevaba otra
avispa en el bote. Convencer a su mujer de que se dejara pinchar no fue empresa
de poca monta, mas al fin lo consiguió. Y durante un buen rato, Domitilla se
quejó sólo, algo es algo, del escozor de la avispa.
Marcovaldo se dedicó a capturar
avispas a troche y moche. Puso una inyección a Isolina, otra a Domitilla, pues
únicamente una cura sistemática procuraría alivio. A continuación se decidió a
hacerse punzar también. Los niños, ya sabemos cómo son, decían: "Yo también, yo
también", pero Marcovaldo prefirió dotarles de tarros y encomendarles la
captura de más avispas para proveer al consumo cotidiano.
El señor Rizieri vino a casa en
su busca; le acompañaba otro vejete, el caballero Ulrico, que arrastraba la
pierna y quería empezar de inmediato la cura.
Se corrió la voz; Marcovaldo ya
trabajaba en serie: tenía siempre su media docena de avispas de reserva, cada
una en su bote de cristal, dispuestas en una mesilla. Aplicaba el tarro en la
espalda del paciente como si fuera una jeringuilla, tiraba de la tapa de papel,
y después del picotazo de la avispa frotaba con un algodón empapado de alcohol,
con la soltura de mano de un médico experto. Su casa constaba de una sola
habitación, en la que dormía toda la familia; la dividieron con un biombo
improvisado, acá sala de espera, allá gabinete. En la sala de espera, la mujer
de Marcovaldo acomodaba a los clientes y recibía los honorarios. Los chicos
tomaban los tarros vacíos y corrían hacia el avispero a hacer provisión. A
veces alguna avispa los picaba, pero casi ni les daba ganas de llorar, porque
ya sabían que era bueno para la salud.
Aquel año los reumatismos
culebreaban entre la población como los tentáculos de un pulpo; la cura de
Marcovaldo cobró mucha fama; y el sábado por la tarde vio su pobre buhardilla
invadida por un pequeño tropel de hombres y mujeres afligidos, alguno
apretándose con una mano la espalda o el costado, unos con aspecto astroso de
mendigos, otros con aire de personas acomodadas, atraídos todos por la novedad
de aquel remedio.
-Aprisa -dijo Marcovaldo a sus
tres hijos varones-, tomad los botes y a ver si atrapáis el mayor número de
avispas posible -los muchachos allá se fueron.
Era un día de sol, infinidad de
avispas revoloteaban por el paseo. Los muchachos solían darles caza a cierta
distancia del árbol en que se hallaba el avispero, dedicándose a los insectos
aislados. Pero Michelino aquel día, por acabar antes y agarrar más, se puso a
cazar precisamente alrededor de la entrada del avispero.
-Así es como se hace -decía a sus
hermanos, e intentaba atrapar una avispa poniéndole encima el tarro en cuanto
se posaba. Pero ésta escapaba cada vez y volvía a posarse más y más cerca del
avispero. Se hallaba ya en el propio borde de la cavidad del tronco, y
Michelino se disponía a ponerle el frasco encima cuando advirtió que otras dos
avispas gordas se lanzaban contra él como si quisieran picarle en la cabeza. Se
hizo a un lado, pero sintió la puñalada de los aguijones y, gritando de dolor,
soltó el bote. Al instante, la aprensión por lo que acababa de hacer le quitó
el dolor: el tarro había caído dentro de la boca del avispero. Ya no se oía el
más leve zumbido, no volvió a salir ninguna avispa; Michelino, sin fuerzas
siquiera para gritar, retrocedió un paso cuando del avispero brotó de súbito
una nube negra, espesa, con un zumbido ensordecedor; ¡era la totalidad del
enjambre que avanzaba en furioso jabardillo!
Los hermanos oyeron que Michelino
lanzaba un alarido y le vieron salir por pies como jamás había corrido en toda
su vida. Parecía movido a vapor, a tal punto la nube que arrastraba consigo
recordaba el humo de una chimenea.
¿Adónde escapa un niño a quien
persiguen? ¡Corre para casa! Así lo hizo Michelino.
A los transeúntes no les daba
tiempo de entender qué era aquella aparición, mitad nube y mitad ser humano,
disparada por las calles con un retumbo acompañado de zumbido.
Marcovaldo estaba diciendo a sus
pacientes:
-Tened paciencia, en seguida
llegan las avispas -cuando la puerta se abrió y el enjambre invadió la
habitación. No vieron siquiera a Michelino que corría a sumergir la cabeza en
un barreño de agua: toda la habitación se llenó de avispas y los pacientes
agitaban sus brazos en el vano intento de sacudírselas, y los reumáticos hacían
prodigios de agilidad y los miembros tullidos se desataban en movimientos
furiosos.
Acudieron los bomberos y después
la Cruz Roja. Tendido en su catre del hospital, irreconocible de tan hinchado
por las picaduras, Marcovaldo no se atrevía a responder a las imprecaciones
que, de los demás catres de la sala, le lanzaban sus clientes.
Italo Calvino