La pobre mesa, la frugal
comida
Cuando
volvías de fuera, después de una larga ausencia, y al saludarte las mujeres en
la calle te decían «¡qué gordo estás!», había que recibirlo como el mayor
elogio, el reconocimiento de que no habías fracasado y te iba bien. La gordura
era una señal de distinción, una demostración de poderío económico, una prueba
de que no trabajabas mucho y comías bien. Esto valía para hombres y mujeres.
Una moza rolliza y lozana era una bendición, una criatura hermosa que
despertaba a su paso miradas de admiración y de deseo.
En
el pueblo todos estaban flacos, enjutos, con las carnes apretadas. Ni uno solo
de aquellos campesinos, que yo recuerde, podía presumir de curva de la
felicidad. Es verdad que el trabajo del campo era duro y desgastaba mucho. Para
ellos sólo el trabajo físico, el que hacía sudar, encallecía las manos y dejaba
desriñonado, se podía considerar propiamente trabajo. Lo otro era cosa de
señoritos, que habían tenido más suerte en la vida, lo que les permitía echar
barriga. Pero también influía, sin duda, en aquella magra delgadez la pobre
mesa, la frugal comida.
Por entonces comían todos en la misma cazuela o escudilla. Se sentaba la familia
en torno a la mesa de la cocina, una mesa sin mantel, colocada cerca del
hogaril y cubierta de un hule gastado. Cada cual metía por su lado la cuchara
en la comida humeante, en el gazpacho o en la sopa fría de leche con un ritmo
homogéneo hasta que se acababa el humilde festín. Nunca sobraba nada, siempre se
apuraba todo. Los gatos, que ronroneaban alrededor, recibían su ración en el
suelo, y los huesos eran para los perros con algunos pequeños trozos de pan sobrantes.
Durante
la comida había que espabilar y no hablar demasiado si no querías quedarte a dos
velas. «Oveja que bala, bocado que pierde», era el consejo habitual en aquella
tierra de pastores cuando uno de los comensales se mostraba demasiado locuaz.
No molestaba sorber la cuchara, pero estaba muy mal visto cantar en la mesa.
«El que canta en la mesa, tarde asesa», saltaba inmediatamente la abuela. Se
servía directamente del fuego. En la lumbre, desde por la mañana, había siempre
unos pucheros arrimados, de barro o de porcelana, o una olla de hierro
borbollando colgada de las llares.
El
padre de familia partía el pan en gruesas rebanadas apoyando la hogaza en el
pecho. Cada cual solía llevar el cantero de pan en la mano izquierda, salvo
que fueras zurdo, y la cuchara o el tenedor en la derecha. El pan era santo y no estaba bien dejar la hogaza boca abajo.
El vino se bebía en porrón, que pasaba de mano en mano y acababa grasiento, y
el agua, en botijo, que se llenaba en la fuente. Sólo los abuelos, a los que
les fallaba ya la vista y les temblaban las manos, y los niños pequeños
disponían de unas jarritas de aluminio normalmente compartidas.
Éste
era, hija, todo el menaje del hogar en las casas de Sarnago cuando yo era niño.
En la alacena de la cocina se guardaban, negras como el tizón y grasientas, las
sartenes y los cazos. En el aparador de la sala no había apenas platos ni
copas. Si acaso dos o tres copas antiguas de cristal descabaladas, parecidas a
las del rey de la baraja, unos vasos bajos de culo gordo y unas copillas para
el coñac y el aguardiente, además de alguna media fuente de porcelana con unos
platos sueltos, unas cuantas cazuelas de barro y lo que quedaba de una antigua
colección de tazas de café, reservadas para las fiestas y que se transmitían
de padres a hijos perdiendo unidades a medida que pasaban de una generación a
otra. Aún guarda mi hermano en casa alguna taza desportillada de aquellas con
graciosos dibujos de liebres y cazadores.
Creo que fue nuestra casa la primera en que se utilizaron platos
individuales
por iniciativa de mi madre, que era una mujer que leía y que había sido amiga
de las hijas de don Vicente, el maestro. Pero fue su experiencia como mujer del
secretario de Ayuntamiento la que le abrió los ojos e hizo que fuera siempre
por delante. Andando el tiempo compramos en Francia, en
una peregrinación a Lourdes, dos docenas de platos de duralex, que era entonces
una novedad y que se consideraba un verdadero lujo. Costó trabajo
convencer al aduanero de que era un regalo para uso familiar. Para nosotros era
como traer la vajilla de Versalles: no sabes con qué cuidado transportamos aquella
caja de cartón hasta el pueblo. Estábamos convencidos de que era una manera
como otra cualquiera de entrar en la modernidad, y a lo mejor no nos faltaba
razón.
La
alimentación básica de aquellos campesinos era el cerdo y los productos de la
tierra: patatas y verduras de la huerta, siempre de temporada, lentejas y
garbanzos, cultivados en secano y seleccionados por la noche uno a uno, huevos
de las gallinas propias, algo de caza, si había suerte, el gallo para una
ocasión señalada, un cordero o un cabrito para la fiesta, la leche recién ordeñada
de las cabras, el queso elaborado en casa, con riesgo de contraer las fiebres
de Malta, y prácticamente todos los días, el torrezno. El tocino proporcionaba
además la grasa necesaria para los guisos, por eso en las familias más pobres o
con más hijos no probaban el jamón y lo cambiaban por tocino. Lo recuerdo muy
bien: dos kilos de tocino por uno de jamón. Con aquellos perniles resistían el
hambre. En la plaza, cuando el baile, cantaban siempre una letrilla que parecía
absurda y que ahora comprendo:
Ay
chíbiri, chíbiri, chíbiri,
ay
chíbiri, chíbiri, chan.
Alpargatas
con tocino
es
un plato regular.
Ay
chíbiri, chíbiri, chíbiri,
ay
chíbiri, chíbiri, chan.
Etcétera.
Hasta
los huevos eran un lujo y en cuanto las amas de casa juntaban una docena,
cogidos calientes en el nidal, los vendían al huevero, que tenía la habilidad
de contarlos sacándolos de la cesta de tres en tres en cada mano. El bacalao y el congrio seco, los arenques saladísimos
exhibidos en cajas redondas de madera, y el bonito en escabeche eran los
productos del mar que más se consumían; de vez en cuando subía el Mario
de San Pedro con una caja de sardinas o chicharros, conservados en hielo. El
besugo, cuando se podía, era el lujo de mi casa en Navidad.
Por
la noche se cenaba invariablemente un puchero de patatas «viudas» -las patatas
eran la otra base de la alimentación- o unas sopas de ajo, y por la mañana eran
característicos los hormigos -una especie de gachas de harina de trigo
aderezadas con una sartén de tocinillos fritos con pimentón- y las migas del
pastor, preparadas siempre en calderillo, cortadas por la noche y dejadas al
sereno en una media fuente, y que se acompañaban de chorizo de olla, de uvas o
de trozos de manzana fritos en manteca. Esos eran nuestros regalos
gastronómicos. La comida se consideraba el objetivo fundamental de la vida: se
trabajaba para comer, aunque bastaba con el pan de cada día.
Abel Hernández
La
regla general, excepto entre los ricos, era que el cabeza de familia comiera el
primero, él solo. Esto no lo hacía en una mesa de comedor, sino en una mesilla situada frente a él, al estilo
oriental. Sus hijos comían en el suelo, en cuclillas, alrededor de una cazuela
o sartén, mientras que las mujeres de la casa comían al final, los restos, y de
prisa. A veces, sin embargo, había varios hombres adultos en la misma familia,
y entonces comían de un plato común puesto en una mesa situada entre ellos.
Esta era también la costumbre establecida en ventas y posadas, y cuando se celebraba
una fiesta campestre entre amigos. Según el novelista Juan Valera, las clases
altas andaluzas comieron de esta manera hasta la mitad del siglo XIX.
Naturalmente, como ya he dicho, este modo de comer tenía también su etiqueta.
Todos seleccionaban su parte y se la iban comiendo hasta que la línea de partición
que la separaba de la parte del vecino desaparecía. Entonces, aquellos que
tenían gustos delicados dejaban la cuchara, permitiendo que los de apetito más
amplio acabaran con su parte.
Gerald Brenan - Al sur de Granada