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miércoles, 26 de noviembre de 2014

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9 de julio. - Es incontable el número de personas que piensan que no se han de morir nunca, que están abso­lutamente seguras -en virtud de la seguridad incons­ciente, que es la más fuerte- de quedarse para siempre en esta tierra. Casi todo el mundo, quizá todo el mundo. El hombre no está construido para pensar en la muerte. No solamente no piensa que ha de morir, sino que -si por azar lo piensa- lo encuentra inconcebible.
Cada día pasa ante nuestros ojos uno u otro entierro.
Lo encontramos natural. Es decir: encontramos na­tural que los otros se mueran; absurdo que, personal­mente, la muerte nos golpee. En virtud de este curioso fenómeno defensivo, la capacidad racional del hombre se encuentra permanentemente minimizada por esta amnesia. Vivir implica una capacidad racional limita­da, incompleta. Así, la razón humana, abstraída de la presencia de la muerte, se convierte en lo que exacta­mente es: un puro juego pedante. En todo aquello, en cambio, que es inaccesible a la proyección de la muerte -en el sistema de las constataciones de la matemática, por ejemplo- la razón juega un gran papel y sus cons­trucciones parecen marmóreas y definitivas.
Me ha gustado siempre convivir con personas de más edad que la que reza en mi fe de bautismo. Los jó­venes de mi edad me han aburrido siempre. No he con­seguido nunca hacer el menor caso a algún condiscípu­lo mío. Todos mis amigos me aventajan, al menos, en quince años. Esto me ha llevado a ver de cerca algunas cosas. Casi todos los errores que he visto cometer a mis amigos han tenido por origen la creencia de que habían de vivir siempre. Y al contrario: casi todos sus aciertos han sido producidos por la misma ilusión, por idéntica fantasmagoría.
La creencia individual en la permanencia física en esta tierra es el motor de las acciones de los hombres y de las mujeres. La posibilidad de que estas acciones acaben en fracaso o acaben en éxito apenas se plantea. Nuestro organismo vive cegado por la ilusión de la permanencia física. Lo que los observadores y naturalistas presentan como móviles de las acciones humanas -el dinero, la sensualidad, el vientre- son las formas externas de una vanidad más profunda: la ilusión de permanecer.
Los idealistas postulan el hambre de inmortalidad de nuestro espíritu como una realidad viva. En la prác­tica, este sentimiento apenas lo comprende nadie y muy poca gente lo obedece. No podría ser de otra manera, cegados como estamos por la ilusión de que personal­mente somos indestructibles. Es decir: la ilusión de la inmortalidad del espíritu se hace, en general, mucho más difícil de entender que la ilusión de la inmortalidad de la materia individualizada y concreta. El espectáculo del mundo nos lleva, en cada momento, a constatar nuestra propia destrucción. Pero no lo creemos. No es que la naturaleza se esconda a nuestros ojos: son nues­tros ojos los que se cierran ante la naturaleza. Somos nosotros los que nos ocultamos -puerilmente.
Ahora bien: sin la creencia en que no moriremos nunca, ¿qué habría en este mundo? Habría una vida átona, pasiva, incierta. En virtud de aquella ilusión, el hombre acomete las cosas más absurdas, las más enor­mes y dolorosas empresas. Algunos, los avaros, por ejemplo, llevan una vida de perros, pensando que vivi­rán siempre. Sea como sea, este espejismo es enorme­mente positivo. El hecho de que el hombre pueda apli­car el cálculo a muchas de sus acciones superficiales y no lo pueda aplicar a sus profundas locuras, es, desde el punto de vista general, un gran bien.
Cuando las facultades literarias creadoras se le oscu­recieron, Tolstoi escribió el Diario, que es un documento elaborado con la obsesión de la presencia de la muerte. Parece que él solía escribir de noche. Después de haber anotado lo que la jornada le había dado de sí, el escritor cerraba su escrito añadiendo la fecha del día siguiente seguida de las tres iniciales que en ruso corresponden a las tres letras: s.m.v., o sea: si mañana vivo. No seré yo, después de lo que acabo de escribir, quien encuentre esta obsesión incomprensible. Lo único que digo es que es una obsesión inútil, insoportable, horrible.
Josep Pla - El cuaderno gris


Cuarteta
  
Murieron otros, pero ello aconteció en el pasado,
que es la estación (nadie lo ignora) más propicia a la muerte.
¿Es posible que yo, súbdito de Yaqub Almansur,
muera como tuvieron que morir las rosas y Aristóteles?

Jorge Luis Borges - Del Diván de Almotásim el Magrebí (siglo XII)

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