9
de julio. - Es incontable el número de personas que piensan que no se
han de morir nunca, que están absolutamente seguras -en virtud de la seguridad
inconsciente, que es la más fuerte- de quedarse para siempre en esta tierra.
Casi todo el mundo, quizá todo el mundo. El hombre no está construido para
pensar en la muerte. No solamente no piensa que ha de morir, sino que -si por
azar lo piensa- lo encuentra inconcebible.
Cada
día pasa ante nuestros ojos uno u otro entierro.
Lo
encontramos natural. Es decir: encontramos natural que los otros se mueran;
absurdo que, personalmente, la muerte nos golpee. En virtud de este curioso
fenómeno defensivo, la capacidad racional del hombre se encuentra
permanentemente minimizada por esta amnesia. Vivir implica una capacidad
racional limitada, incompleta. Así, la razón humana, abstraída de la presencia
de la muerte, se convierte en lo que exactamente es: un puro juego pedante.
En todo aquello, en cambio, que es inaccesible a la proyección de la muerte -en
el sistema de las constataciones de la matemática, por ejemplo- la razón juega
un gran papel y sus construcciones parecen marmóreas y definitivas.
Me
ha gustado siempre convivir con personas de más edad que la que reza en mi fe
de bautismo. Los jóvenes de mi edad me han aburrido siempre. No he conseguido
nunca hacer el menor caso a algún condiscípulo mío. Todos mis amigos me
aventajan, al menos, en quince años. Esto me ha llevado a ver de cerca algunas
cosas. Casi todos los errores que he visto cometer a mis amigos han tenido por
origen la creencia de que habían de vivir siempre. Y al contrario: casi todos
sus aciertos han sido producidos por la misma ilusión, por idéntica
fantasmagoría.
La
creencia individual en la permanencia física en esta tierra es el motor de las
acciones de los hombres y de las mujeres. La posibilidad de que estas acciones
acaben en fracaso o acaben en éxito apenas se plantea. Nuestro organismo vive
cegado por la ilusión de la permanencia física. Lo que los observadores y
naturalistas presentan como móviles de las acciones humanas -el dinero, la sensualidad,
el vientre- son las formas externas de una vanidad más profunda: la ilusión de
permanecer.
Los
idealistas postulan el hambre de inmortalidad de nuestro espíritu como una
realidad viva. En la práctica, este sentimiento apenas lo comprende nadie y
muy poca gente lo obedece. No podría ser de otra manera, cegados como estamos
por la ilusión de que personalmente somos indestructibles. Es decir: la
ilusión de la inmortalidad del espíritu se hace, en general, mucho más difícil
de entender que la ilusión de la inmortalidad de la materia individualizada y
concreta. El espectáculo del mundo nos lleva, en cada momento, a constatar
nuestra propia destrucción. Pero no lo creemos. No es que la naturaleza se
esconda a nuestros ojos: son nuestros ojos los que se cierran ante la
naturaleza. Somos nosotros los que nos ocultamos -puerilmente.
Ahora
bien: sin la creencia en que no moriremos nunca, ¿qué habría en este mundo?
Habría una vida átona, pasiva, incierta. En virtud de aquella ilusión, el
hombre acomete las cosas más absurdas, las más enormes y dolorosas empresas.
Algunos, los avaros, por ejemplo, llevan una vida de perros, pensando que vivirán
siempre. Sea como sea, este espejismo es enormemente positivo. El hecho de que
el hombre pueda aplicar el cálculo a muchas de sus acciones superficiales y no
lo pueda aplicar a sus profundas locuras, es, desde el punto de vista general,
un gran bien.
Cuando
las facultades literarias creadoras se le oscurecieron, Tolstoi escribió el Diario,
que es un documento elaborado con la obsesión de la presencia de la muerte.
Parece que él solía escribir de noche. Después de haber anotado lo que la
jornada le había dado de sí, el escritor cerraba su escrito añadiendo la fecha
del día siguiente seguida de las tres iniciales que en ruso corresponden a las
tres letras: s.m.v., o sea: si mañana vivo. No seré yo, después de lo que acabo
de escribir, quien encuentre esta obsesión incomprensible. Lo único que digo es
que es una obsesión inútil, insoportable, horrible.
Josep Pla - El cuaderno gris
Cuarteta
Murieron otros, pero ello
aconteció en el pasado,
que es la estación (nadie lo
ignora) más propicia a la muerte.
¿Es posible que yo, súbdito de
Yaqub Almansur,
muera como tuvieron que morir las
rosas y Aristóteles?
Jorge Luis Borges - Del Diván de Almotásim el Magrebí (siglo XII)
Marcapaginasporuntubo dedica esta entrada a Joan Martí