Cacos y canes
Santa Cruz tenía un sobrenombre: vecinos viejos lo
llamaban Matagente. Esto era exagerado, pues los anales policiacos del barrio
solo registraban un crimen, el de un chofer de taxi que descuartizó a una mujer
y tiró sus restos por los acantilados. Mejor le hubiera caído el tilde de
Robagente pues no hubo casa, al comienzo, que no fuera visitada por los cacos.
La nuestra, entre otras, pues fue una de las primeras en edificarse, cuando el
alumbrado público era incipiente y no había vigilancia policial.
Ni sé cuántas veces nos robaron, cerca de diez en
todo caso. Fueron robos menores en general, cosas que habíamos dejado en el
jardín que rodeaba la casa -la manguera, algunas sillas, una bicicleta-.
Bastaba que los ladrones pasaran por el muro que daba a la avenida Espinar para
barrer con todo lo que había en el jardín. Pero a la casa misma entraron solo
una vez y de pura suerte.
En esa época papá había hecho construir un cuarto
para la empleada separado del cuerpo de la casa, en un ángulo del jardín. Para
que al levantarse pudiera entrar a la casa se le dejaba todas las noches las
llaves en el alféizar de la ventana alta de la cocina. Los cacos entraron de
noche una vez más al jardín y como ya no había allí nada que llevarse
empezaron a tantear las ventanas, con la esperanza de encontrar una abierta o
mal cerrada. Encontraron algo mejor: las llaves de la casa. Mamá fue la que dio
la voz de alarma. Se despertó en plena noche y distinguió por la puerta abierta
de su dormitorio una lucecita que vacilaba en el hall. Sin despertar a
papá se levantó y salió a ver qué ocurría.
Al entrar al living se encontró de bruces con
alguien que avanzaba con una linterna en la mano. Su primera reacción fue dar
un chillido, lo que bastó para que ese alguien apagara su linterna y saliera
disparado hacia el jardín, del jardín de la calle y de la calle hacia la noche
tenebrosa. Mamá lanzó unos cuantos gritos más desde la calzada y volvió a la
casa cuando ya papá había encendido las luces y nosotros habíamos saltado de
la cama.
Nos encontramos todos en el living escuchando
el relato entrecortado de mamá.
Papá cogió la única arma que tenía, una cachiporra de
goma, y salió descalzo y en pijama a la calle, pero se dio cuenta de que en la
inmensa oscuridad toda búsqueda o persecución era inútil. Regresó entonces al living
e hicimos el recuento de lo que faltaba: el radio, un reloj de mesa,
algunos marcos y ceniceros de plata, el candelabro que había sobre la chimenea,
cosas que tenían un relativo valor y que indicaban además que el caco debía
haber tenido un cómplice a quien pasó a tiempo estos objetos. Pero cuando papá
comprobó que de la percha había desaparecido su sombrero gris inglés, una
prenda que adoraba, él que era tan poco afecto a los bienes vestimentarios,
montó en cólera y decidió vestirse y salir en busca de su sombrero por donde
fuese y a costa de cualquier peligro. En ese momento escuchamos un pitazo y al
salir al jardín vimos que por la avenida Espinar venía rápidamente un policía
que tenía cogido del brazo a un pequeño hombre en civil. Papá pensó en ese
momento que el pequeño hombre en civil era el caco que había sido capturado
por el policía y se precipitó hacia él dispuesto a estrangularlo a fin de
recuperar su sombrero. Fue un verdadero chasco: el pequeño hombre en civil era
un soplón encargado de custodiar o espiar la embajada de Brasil, que daba a la
avenida Pardo. Ambos habían escuchado los gritos de mamá y venían a ver qué
pasaba.
-¡Debían haber venido más rápido! -protestó papá.
-Disculpe -dijo el policía-. Pero esos gritos me parecieron
al comienzo el cacareo de una gallina.
La observación era poco caballeresca, pero papá
prefirió ignorarla e hizo pasar a los custodios a casa. Ambos tomaron nota del
robo, pidieron a mamá un relato circunstanciado y se retiraron diciendo que
vendría un inspector de policía para hacer las investigaciones del caso.
El inspector vino al cabo de dos o tres días y
entramos entonces al dominio del vodevil. Se trataba del inspector Fontana, en
quien reconocí de inmediato al hermano mayor de un compañero de clase. Los
Fontana era la familia más fea de Miraflores. Hombres y mujeres, por razones
genéticas u otras difíciles de elucidar, tenían las narices más grandes, los
ojos más salidos, las orejas más separadas, las articulaciones más nudosas y
la facha más desgarbada de todo el balneario. No había Fontana que no fuera el
remedo de otro Fontana. Pedro Fontana debía haber leído muchas novelas de Conan
Doyle o visto muchas películas de Sherlock Holmes, pero lo cierto es que vino
a casa disfrazado del actor Basil Rathbone, que encarnaba al célebre detective
en El mastín de los Baskerville, film estrenado hacía poco en Lima.
Llevaba gorra, fumaba pipa y lucía un saco a cuadros con martingala y botones
de cuero, que podía pasar muy bien por una chaqueta británica. Lo primero que
hizo fue sacar una lupa y advertirnos que no debíamos tocar nada, para no
borrar la huella de los ladrones. Advertencia inútil pues hacía ya dos días
que se había producido el robo y todo el mundo había tocado todo lo que había
en la casa. Con su lupa examinó mueble por mueble, objeto por objeto y cuarto
por cuarto, seguido pacientemente por papá que, con las manos cruzadas en la
espalda, se interrogaba sobre las conclusiones que podría sacar de esa
pesquisa. Luego de examinar en cuclillas hasta los botones de la cocina
eléctrica, el inspector Fontana se puso de pie, carraspeó, se ajustó la gorra y
le preguntó a papá:
-¿No tiene usted una idea de quién es el ladrón?
Papá tuvo que recurrir a toda su sangre fría para no
echarlo a patadas, le agradeció su visita, lo acompañó hasta la puerta y le dijo
con ironía que ya le pasaría la voz cuando descubriera al caco. Regresando al
living se despatarró en un sillón suspirando:
-Puesto que los detectives son más brutos que los animales,
tengamos animales.
Y fue así como llegaron los canes a la casa. El
primero fue Tony, un perro chusco y descastado, incompetente además, pues
durante su custodia volvieron a entrar ladrones y se llevaron el farol de
fierro forjado que daba luz a la entrada. Para reforzar la guardia, papá
consiguió un hermoso perro lobo, Rintintín, quien lo primero que hizo, para
sentar su autoridad, fue sacarle la mugre al pobre Tony. Poco después eran
amigos y dormían en el jardín, en una caseta de madera que se les construyó
bajo las parras. Rintintín cumplió perfectamente su función de ahuyentar a los
cacos y de paso se convirtió en nuestro compañero de juegos y paseos. Los
sábados y domingos le poníamos su collar y nos íbamos por las chacras,
escalábamos la huaca Juliana y si hacía calor bajábamos por los barrancos a La
Pampilla y nos bañábamos en la playa desierta. Tony nos seguía en estas
caminatas, solo y suelto, sin derecho a collar, triste y olvidado. Algún
complejo debió crearle esta segregación pues adquirió la mala costumbre de
comer sus excrementos. Papá lo descubrió un día en esta faena e ipso facto lo
regaló al cuartel militar de Chorrillos. Rintintín quedó solo en casa y a
partir de entonces se volvió bravo, al punto que nuestro problema ya no era
protegernos de los ladrones sino protegernos de Rintintín. Pasaba todo el día
encadenado en su caseta y solo se le soltaba de noche para que corriera por el
jardín. Una tarde rompió su cadena cuando había amigos en casa y atacó a uno
de ellos, mordiéndolo en ambos muslos. Fue un asunto tan grave que papá optó por
deshacerse también de Rintintín, enviándolo a la chacra de un pariente, en las
afueras de Lima. Pero como entre tanto un caco sutil entró nuevamente a casa y
se robó la bandera que habíamos izado en la azotea por Fiestas Patrias, papá aceptó
un segundo perro lobo, Rintintín II. Su reinado fue largo y pacífico. Copia
exacta del primero, pero mucho más sereno e inteligente; sabía distinguir entre
aliados e intrusos y mientras estuvo con nosotros no volvió a saltar el cerco
ningún amigo de lo ajeno. Una mañana que mi hermano y yo salimos muy temprano
rumbo al colegio nos sorprendió no ver a nuestro fiel can surgir de su caseta a
despedirnos. Lo buscamos por el jardín y lo encontramos muerto detrás de los
cipreses, al lado de restos de comida. Tenía la lengua muy salida y casi negra.
Lo habían envenenado.
Tanto nos apenó esta muerte que papá decidió no tener
más perros en casa. Los perros por lo general se mueren antes que sus amos,
dijo, de modo que uno se expone a tener muchos duelos en su vida. Nos libramos
así de nuevos duelos, pero quedamos sin perros y por ello mismo a merced de nuevos
ladrones. Papá recurrió entonces a su imaginación e intentó un dispositivo
genial capaz de protegernos para siempre de las incursiones nocturnas.
Se trataba de una larga plancha de madera que hizo
colocar al pie del muro que daba a la avenida Espinar. Debajo de la plancha
habían varios conmutadores eléctricos, de modo que bastaba la más leve presión
sobre la madera para que de inmediato sonara un timbre y se encendiera una luz
en el dormitorio de papá. Como ese era el camino obligado de los cacos para
entrar a casa, estaban condenados a pisar la plancha y desencadenar la alarma.
Papá quedó orgulloso de su invención. Él mismo la
ensayó varias veces escalando el cerco e hizo que nosotros la ensayásemos.
Cuando venían familiares o amigos a casa no perdía la oportunidad de hacerles
una demostración. Los cacos olfatearon algo o sería una coincidencia, pero lo
cierto es que pasaron semanas y meses sin que se aventurasen a saltar el muro.
Papá, decepcionado, atribuyó esto a que los cacos no tenían nada que llevarse
del jardín, puesto que de noche guardábamos todo en casa. Pensó entonces que lo
mejor era dejar algo visible y codiciable, un parasol, una mecedora, la cortadora
de pasto. De lo que se trataba ahora, por un razonamiento aberrante, no era de
evitar que los rateros entraran sino de invitarlos a que entraran. Solo por el
gusto de que papá pusiera a prueba su invención.
Al fin una noche sonó el timbre y se encendió la luz
en su dormitorio. Papá cogió su cachiporra de goma, que dejaba siempre en su
velador y se precipitó al jardín. Llegó corriendo al lugar donde estaba la
plancha, entre los cipreses y el muro, y apenas tuvo tiempo de ver dos grandes
gatos que huían despavoridos por encima del cerco lanzándole de paso un chorro
de orines pestilentes.
Papá quedó mortificado y humillado por este incidente
que no solo echaba por tierra sus expectativas sino que lo ridiculizaba. Hizo
revisar el sistema eléctrico para hacerlo menos sensible, pero aun así no
pasaba semana sin que sufriera un chasco cuando manadas de gatos e incluso
perros que venían a husmear en el cubo de basura saltaban el muro desencadenando
la alarma. Aparte de eso, con las primeras garúas que mojaron la plancha se
produjo un cortocircuito y el dispositivo eléctrico se fue al diablo. Papá lo
hizo arreglar un par de veces, pero al final renunció.
Quedó al pie del muro esa
larga plancha de madera carcomida, sin uso ni función.
Pero también quedaron
en el jardín el parasol, unas sillas y otras cosas que una noche
desaparecieron. Papá entró en crisis: no sabía si recurrir nuevamente a los
perros o si inventar un sistema de alarma más eficaz. Al fin optó por comprarle
a un amigo una Colt usada, convencido que si el Estado no garantizaba su
seguridad no quedaba otro recurso que la autodefensa. No tardó en tener que
ejecerla. Escuchó una noche ruidos sospechosos en el jardín y al asomarse a la
ventana de su dormitorio vio a un hombre que trataba de forzar la puerta de
entrada al living. Cogiendo su Colt sacó el brazo por la ventana y gritó
«¡Manos arriba!». El sujeto, que no estaba en el oeste americano sino en el
barrio de Santa Cruz, no levantó los brazos en alto sino que puso sus piernas
en funcionamiento y en una fracción de segundo cruzó el portón entreabierto y
se perdió en lo oscuro. Entre tanto papá apretó el gatillo y de su Colt no
salió estampido ni bala sino un miserable susurro. Esa vieja pistola era más
inservible que un cohete mojado.
No había pues nada que hacer. La única esperanza para
librarse de los cacos era que construyeran más casas en el barrio -pues la
masa de habitantes sería una fuerza de disuasión-, que mejorara el sistema de
alumbrado público y que se implantara una verdadera vigilancia policial. Fue
lo que ocurrió, paulatinamente. Aun así volvieron una noche a entrar ladrones
al jardín, para llevarse no sé qué, pues ya se habían llevado todo. Papá se
apercibió del hecho y salió en calzoncillos, esta vez sin armas de ninguna
clase y al ver a un hombre de espaldas no se le ocurrió otra cosa que ponerse
en cuatro pies y lanzar un estruendoso rugido, imitando a un león. El tipo se
llevó tal susto que de un salto salvó el cerco y desapareció sin volver la
cabeza. Nunca más volvieron a entrar ladrones. Papá decía muy ufano e irónico
cuando recordaba este incidente -aunque también muy filosóficamente- que para
proteger bienes o personas más útil que perros o pistolas era recurrir al
animal que hay en cada uno de nosotros.
Julio Ramón Ribeyro
Marcapaginasporuntubo dedica esta entrada a Antonio y Rosana