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domingo, 2 de noviembre de 2014

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La tortuga

Había un hombre que era muy dueño de su voluntad. Andaba a veces solo por los caminos paseando. Una de esas veces vio en medio del camino un animal que parecía no venir a cuento: una tortuga.
El hombre era muy dueño de su voluntad, nunca había visto una tortuga; sin embargo, ahora estaba dando crédito. Se acercó más y vio con los ojos de la cara que aquello era,  en verdad, la tal tortuga de la zoología.
El hombre que era muy dueño de su voluntad se puso radiante, ya tenía novedades para contar durante el almuerzo y se echó a correr hacia su casa. A mitad de camino pensó que la familia era capaz de no aceptar la novedad por no llevar a la tortuga consigo y se detuvo de repente. Como era muy dueño de su voluntad, no podría soportar que la familia imaginase que lo de la tortuga era una historia suya y volvió atrás. Cuando estuvo cerca del sitio aquel, la tortuga, que ya había desconfiado la primera vez, se deslizó hueco abajo como quien no quiere la cosa. 
El hombre que era muy dueño de su voluntad se puso a husmear hacia dentro y después de mucho husmear no llegó a ver más que lo que se puede ver dentro de los huecos, es decir, muy oscuro. De la tortuga, nada. Metió la mano con cuidado y nada; después hasta el codo y nada; por fin todo el brazo y nada. Había experimentado todas las precauciones y los recursos naturales de los que un hombre dispone hasta el largo del brazo y nada. Entonces acudió a una vara muy larga, y no es común  que haya varas así de largas, la metió hueco abajo, pero la tortuga vivía aún mucho más al fondo. Cuando soltó la vara, se fue hasta abajo, exactamente como lo haría una vara perdida.
Después de estudiar nuevas maneras, la ofensiva se quedó de hecho sometida a una nueva orientación. Había un gran pilón de lavanderas a dos pasos y, al lado del pilón, un buen cubo, de los más grandes que hay. Sumergió el cubo en el pilón y, llenó hasta más no poder, lo vació entero dentro del hueco de la tortuga. Ya sabía él que un cubo solo no bastaba, ni diez, pero cuando llegó a noventa y ocho cubos y sólo faltaban dos para cien y no había forma de que el agua llegase hasta arriba, el hombre que era muy dueño de su voluntad se puso a pensar en todas las especies de huecos que puede haber.
-¿Y si le dijese a mi familia que he visto a la tortuga? -pensaba para sus adentros el hombre que era muy dueño de su voluntad-. ¡Pero no! Todo el mundo puede pensar así menos yo, que soy muy dueño de mi voluntad.
El maldito sol tampoco ayudaba demasiado. Tal vez fuese mejor no decir nada sobre la tortuga durante el almuerzo. Pensando si sí o si no, sus pasos se dirigían involuntariamente hacia la hora del almuerzo.
-Ya no se trata de que yo sea un incomprendido por la historia de la tortuga, no; ahora se trata solamente de mi fuerza de voluntad. ¡Es mi fuerza de voluntad la que está en juego, ésta es la ocasión propicia, no perdamos tiempo! ¡Nada de flaquezas!
Al lado del hueco había una pala de hierro, de esas de los trabajadores rurales. Cogió la pala y se puso a deshacer el hueco. La primera palada de tierra, la segunda, la tercera, y era una maravilla contemplar aquella majestuosa visibilidad que ponía a nuestros ojos en presencia del más eficaz testimonio de tenacidad, después de los antiguos. En verdad, cada vez que clavaba la pala en tierra, con fe, con robustez, y sin otras intenciones aparte, se veía perfectamente que allí había una voluntad íntegra; y aunque sea científicamente imposible que la tierra se abriese cada vez que él hundía la pala, esa era la impresión irrefutable que le daba. ¡Ah, no! No era un vulgar trabajador rural. Se veía perfectamente que era alguien muy dueño de su voluntad y que estaba por allí por casualidad, por imposición propia, forzado, por necesidad del espíritu, por otras razones diferentes de las de los trabajadores rurales, el cumplimiento de un deber, un deber importante, una cuestión de vida o muerte: la voluntad.
Ya estaba en la nonagésima palada de tierra; sin aflojar, con el mismo ímpetu de la inicial, se sintió completamente indiferente por un almuerzo menos. Fuese por una tortuga o no, la humanidad vería consolidada la voluntad de un hombre.
A mil metros de profundidad a plomo, el hombre que era muy dueño de su voluntad fue sorprendido por una duda dolorosa: ya no tenía siquiera la certeza de si era la quincuagésima millonésima octogésima cuarta. Era imposible recomenzar, más valía perder una palada. Hasta allí no había indicios del paso ni de la vara, ni del agua ni de la tortuga. Todo hacía creer que se trataba de un hueco superfluo; sin embargo, el hombre era muy dueño de su voluntad, sabía que tendría que vérselas de frente con todas las malas impresiones. De hecho, si aquella tarea no fuese ardua y difícil, tampoco la voluntad podría resultar superlativamente dura y preciosa. Todas las nociones de tiempo y de espacio, y las otras nociones por las cuales un hombre constata el curso cotidiano, todas, una a una, fueron eximidas de participar en el ahuecamiento. Ahora que los músculos disciplinados en un ritmo único estaban hechos a lo que se les quiera pedir, eran innecesarios todos los raciocinios y otros arabescos cerebrales, no había otra necesidad fuera de la de los propios músculos.
Unas veces la tierra era más apta para dejarse agujerear por causa de las grandes capas de arena y de barro; no obstante, esta facilidad se interrumpía cuando llegaba el momento de atravesar una de esas rocas gigantescas que hay en el subsuelo. Sin incitación ni estimulo posible por aquellos parajes, es absolutamente indispensable recordar la decisión con la que el hombre muy dueño de su voluntad cogió al principio la pala del trabajador rural para que justifiquemos la intensidad y la duración de esta perseverancia. Incluso el propio descubrimiento del centro de la Tierra, que también podía servir de regocijo al que se aventura por las entrañas de nuestro planeta, pasó lamentablemente inadvertida al hombre que era muy dueño de su voluntad. El hueco de la tortuga era efectivamente interminable. Por más que se avanzase, el hueco no se acababa nunca. Solo así se explica que sea tan rara la presencia de tortugas en la superficie debido a la extensión de los corredores desde la puerta de la calle hasta los aposentos propiamente dichos. Mientras tanto, aquí encima en la Tierra, la familia del hombre que era muy dueño de su voluntad, habiendo comenzado a darlo por desaparecido, había optado, finalmente, por el luto riguroso, no permitiendo la entrada en la habitación donde él solía dormir todas las noches.
Hasta que una vez, cuando él ya no confiaba en el fin de las cuevas, el hueco dejó de extenderse, ya no continuaba, en efecto, se detenía exactamente allí, sin apoteosis, sin celebración, sin victoria, exactamente como un simple hueco del camino en el que se ve el fondo al sol. En fin, en aquel sitio ni la rebelión servía para nada.
Volviendo en sí, el hombre que era muy dueño de su voluntad le pidió decisiones, nuevas decisiones, otras; pero allí no había nada que hacer, había olvidado todo, estaba desprendido de todas las cosas, sólo le restaba cavar con una pala. ¡Tenía, sobre todo, mucho sueño, se acordó de la cama con sábanas, almohada y cojín mullidos, tan lejos! ¡Maldita pala! ¡La tortuga! Y dio con la pala con fuerza en el fondo de la cueva. Pero la pala se le escapó de las manos y fue más al fondo de lo que él suponía, dejando una grieta abierta por donde entraba algo de lo que ya se había olvidado hacía mucho: la luz del sol. La primera sensación fue de alegría, pero duró apenas tres segundos; la segunda fue de asombro: ¿habría en realidad horadado la Tierra de un extremo al otro?
Para comprobarlo, ensanchó la grieta con las uñas y miró hacia fuera. Era un país extranjero; hombres, mujeres, árboles, montes y casas tenían otras proporciones, diferentes de las que él guardaba en la memoria. El sol tampoco era el mismo, no era amarillo, era de cobre lleno de verdete y chirriaba en sus reflejos. Pero la sensación más extraña aún estaba por llegar: fue que, cuando quiso salir de la cueva, creía que quedaba en pie encima del suelo como los habitantes de aquel país extranjero, pero la verdad es que la única manera de poder ver las cosas naturalmente era poniéndose patas arriba...
Como tenía mucha sed, decidió ir a beber agua allí cerca y tuvo que ir con las manos en el suelo y el cuerpo haciendo el pino, porque de pie le subía la sangre a la cabeza. Entonces comenzó a ver que no tenía nada que esperar de aquel país donde ni siquiera se hablaba con la boca, se hablaba con la nariz.
Le vinieron de una vez todas las añoranzas de la casa, de la familia y del dormitorio. Afortunadamente estaba abierto el camino a casa, él mismo lo había abierto con una pala de hierro. Se decidió. Comenzó a desandar por el hueco. Anduvo, anduvo, anduvo; subió, subió, subió...
Cuando llegó aquí arriba, al lado del hueco había algo que no estaba antes: el mayor monte de Europa, hecho por él, poco a poco, palada tras palada de tierra, una por una, hasta hacerse enorme, colosal, sin querer, el mayor monte de Europa. Este monte no dejaba ver ni la ciudad donde estaba la casa de la familia, ni el camino que daba a la ciudad, ni los alrededores de la ciudad que formaban un hermoso panorama. El monte estaba por encima de todo esto y de mucho más. El hombre que era muy dueño de su voluntad estaba cansadísimo por haber hecho dos veces el diámetro de la Tierra. Le apetecía dormir en su querida cama, pero para ello era necesario sacar aquel monte más grande de Europa de encima de la ciudad, donde estaba la casa de su familia. Entonces fue a buscar otra pala de los trabajadores rurales y comenzó enseguida a deshacer el monte mayor de Europa. Fue restituyendo a la Tierra, una por una, todas las paladas con las que la había horadado de un extremo al otro. Comenzaban ya a aparecer las cruces de las torres, los tejados de las casas, las cumbres de los montes naturales, la casa de su familia, mucha gente sucia de tierra, por haber estado enterrada, otros que quedaron lisiados, y el resto como antes.
El hombre que era muy dueño de su voluntad ya podía entrar en casa a descansar, pero quiso más, quiso restituir a la Tierra todas las paladas, todas. Faltaban pocas, apenas unas doce. Valía la pena ahora hacerlo todo bien hasta el final. Cuando ya iba a meter en el hueco la última palada de tierra, por tanto la primera que había quitado al principio, reparó en que los terrones se estaban moviendo por sí solos, sin que nadie los tocase; curioso, quiso ver porque era..., era la tortuga.

Almada Negreiros