Finalmente, hacían
su aparición, por en medio de la emocionada muchedumbre, dos hombres que
transportaban el arroz y la carne en una especie de gran fuente de cobre o
profundo barreño, de cinco pies de ancho, a modo de un gran brasero de un solo
pie. En toda la tribu sólo había una fuente de semejante tamaño, y por su borde
podía leerse cincelada en floridos caracteres árabes esta inscripción: «A la
gloria de Dios, y confiando en su última misericordia, la propiedad de su pobre
suplicante, Auda abu Tayi.» Cada anfitrión que debía agasajarnos se la pedía
prestada; y como mi cerebro y mi cuerpo acelerados me producían insomnio, desde
mis mantas veía yo bajo la primera luz cómo cruzaba el campo la famosa fuente
en una u otra dirección, averiguando por su meta dónde íbamos a comer aquel
día.
El cuenco
aparecía lleno hasta los bordes, formando el blanco arroz en torno una orla de
un pie de ancho y seis pulgadas de profundidad, que encerraba patas y costillas
de carnero hasta rebosar. Se necesitaban dos o tres víctimas para formar un
centro piramidal de carne a la altura de lo que prescribía la etiqueta. Las
piezas del centro eran las cabezas hervidas, sostenidas verticalmente sobre sus
degollados cuellos, de modo que las orejas, marronáceas como hojas secas,
sobresalían sobre la orla de arroz. Las mandíbulas abiertas hacia arriba
dejaban ver el interior de la garganta junto con la lengua, aún rosada, que
colgaba sobre los dientes inferiores, y sus blancos incisivos daban a la
pirámide una blanca corona, que sobresalía ampliamente sobre los pelos del
morro y los labios, que parecían abrirse en una negra mueca de burla.
Todo este montón
de carne y arroz era depositado sobre el suelo en el espacio vacío que había
ante nosotros, donde quedaba humeando, mientras una procesión de ayudantes
aparecía llevando las pequeñas ollas y sartenes de cobre donde se había
efectuado el asado. De ellas, y ayudándose con descascarillados cuencos de
peltre, sacaban y colocaban sobre la fuente principal el interior y el exterior
de la oveja; pequeños trozos de amarillo intestino, blancos trozos de unto de
la cola, marronáceos músculos y brillosos trozos de piel, todo ello nadando en
la manteca líquida y la grasa del cocimiento. Los circunstantes observaban con
ansiedad, musitando exclamaciones cuando sobrenadaba algún trozo jugoso.
La grasa
quemaba. De vez en cuando alguno de los ayudantes dejaba caer su
correspondiente asa con una exclamación, y se introducía sin la menor
vacilación los dedos en la boca para enfriárselos; pero seguían con su faena,
hasta que sus cucharones empezaban a resonar en el fondo de las perolas, y con
un gesto de triunfo rescataban intactos los hígados de un escondite en el
fondo, y coronaban con ellos las bostezantes mandíbulas.
Entre dos
levantaban cada olla y la inclinaban, dejando caer el líquido sobre la carne,
hasta que el cráter de arroz quedaba colmado, y los granos sueltos de los
bordes nadaban en la abundancia; y aún seguían vertiéndolo, hasta que, en medio
de gritos de asombro de todos, resbalaba sobre los bordes, y formaba un pequeño
charco sobre el polvo. Era el toque final de derroche, y el momento señalado
para que el anfitrión nos llamara a comer.
Fingíamos
nosotros no haber oído, como exigían las buenas maneras; finalmente lo oíamos y
nos mirábamos con sorpresa entre nosotros, urgiéndonos unos a otros a acudir
los primeros; Nasir se alzaba tímidamente, y tras él íbamos todos a hincar una
rodilla en torno a la fuente, arracimándonos y apretujándonos los veintidós para
los que apenas había espacio en torno a la comida. Nos remangábamos las mangas
hasta el codo, y precedidos por Nasir con un «En nombre de Dios, el
Misericordioso, el Compasivo», empezábamos a meter todos los dedos a la vez.
Yo era siempre
cauto, ya que la grasa líquida estaba tan caliente para mis inhabituados dedos
que raramente podía resistirla, así que me dedicaba a jugar con algún trozo de
carne que sobresaliera y estuviera más frío, hasta que las excavaciones de los
demás me permitían recoger una porción de arroz. Podíamos amasar entre los
dedos (con tal de no emplear las palmas) buenas bolas de arroz y grasa, o
hígado y carne, suavemente apelmazadas, y llevárnoslas con ayuda del pulgar y
el índice doblado hasta la boca. Con la habilidad precisa y el amasado correcto
la albóndiga se desprendía limpiamente de la mano; pero, cuando un exceso de
manteca y fragmentos sueltos quedaban pegados a los dedos, había que lamerlos
cuidadosamente para que el siguiente intento se desprendiera con mayor
facilidad.
Según la pila de
carne iba consumiéndose (nadie se preocupaba por el arroz: el lujo era la
carne) uno de los principales howeitat que comía con nosotros sacaba su daga,
con empuñadura de plata incrustada de turquesas, pieza firmada por Mohammed ibn
Zari, de Yauf, y empezaba a cortar la carne de los huesos más largos en
grandes tacos fáciles de arrancar con los dedos, ya que era necesario asarla
muy tierna, para poder cogerla fácilmente con la mano derecha, que es la única
honorable.
Nuestro
anfitrión se mantenía en pie cerca del círculo, animando a todos a comer con
piadosas expresiones. A toda velocidad masticábamos, arrancábamos, cortábamos y
tragábamos, sin pararnos siquiera a hablar, ya que la conversación podía
resultar un insulto para la calidad de la comida, aunque era educado sonreír a
modo de gracias cuando algún huésped amigo pasaba un trozo escogido, o cuando
Mohammed el Dheilan con toda gravedad alcanzaba algún hueso mondo con una
bendición. En tales ocasiones solía yo devolver el cumplido con algún
intragable y espantoso montón de tripas, ligereza que era muy del gusto de los
howeitat, pero que el grave y aristocrático Nasir veía con desaprobación.
Al cabo algunos
quedábamos casi hartos, y empezábamos a jugar y a escarbarnos los dientes,
mirando a uno y otro lado, hasta que el resto dejaba al fin de comer, el codo
sobre la rodilla, la mano colgando de la muñeca sobre la fuente para escurrirla
mientras grasas, manteca y granos sueltos de arroz empezaban a coagularse en
forma de una masa blanca que dejaba los dedos pegados. Cuando todos habían
dejado ya de comer, Nasir se aclaraba significativamente la garganta, y todos
nos levantábamos apresuradamente con un: «¡Dios te lo premie, oh anfitrión!»,
para ir a agruparnos entre los vientos de las tiendas, mientras los siguientes
veinte huéspedes heredaban nuestros restos.
T. H. Lawrence - Los siete pilares de la sabiduría
¡Bueno, ya estábamos sentados alrededor del
cordero! Cogí el tenedor y el cuchillo que me ofrecían, y me dispuse a trinchar
el pedazo de carne más próximo. Me costaba trabajo, la mesita era demasiado
baja, y también lo era el asiento: hundido en él, los codos me tropezaban con
las rodillas. Además, yo no tenía ganas: era temprano, el cordero estaba ya
frío, se había solidificado la grasa en espesos pegotes sobre la fuente, y, a decir
verdad, los tendones, los tejidos amarillentos, la piel reseca, no hacían demasiado
apetitosa aquella masa negruzca de carne. A mí se me resistía, a decir verdad.
Y era sobre todo la cabeza, ahí en el centro de la fuente, con el hueco del ojo
vaciado y la risa de los descarnados dientes, lo que más me quitaba el apetito.
Pero ¿cómo rehusar al convite? Me ayudaría —pensé— con el arroz blanco, por más
que, según pude comprobar apenas me llevé un poco a la boca, estaba todo impregnado
de la misma grasa. Haciendo de tripas corazón, y demorándome cuanto podía en
cada bocado, me atuve al deber de no desairarles el festín, mientras ellos, por
su parte, se aplicaban al cordero con un placer que no admitía disimulo.
Francisco Ayala - La cabeza del cordero