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jueves, 20 de noviembre de 2014

Si quieres las tomas...


Finalmente, hacían su aparición, por en medio de la emocionada muchedumbre, dos hombres que transportaban el arroz y la carne en una especie de gran fuente de cobre o profundo barreño, de cinco pies de ancho, a modo de un gran brasero de un solo pie. En toda la tribu sólo había una fuente de semejante tamaño, y por su borde podía leerse cincelada en floridos caracteres árabes esta inscripción: «A la gloria de Dios, y confiando en su última misericordia, la propiedad de su pobre suplicante, Auda abu Tayi.» Cada anfitrión que debía agasajarnos se la pedía prestada; y como mi cerebro y mi cuerpo acelerados me producían insomnio, desde mis mantas veía yo bajo la primera luz cómo cruzaba el campo la famosa fuente en una u otra dirección, averiguando por su meta dónde íbamos a comer aquel día.
El cuenco aparecía lleno hasta los bordes, formando el blanco arroz en torno una orla de un pie de ancho y seis pulgadas de profundidad, que encerraba patas y costillas de carnero hasta rebosar. Se necesitaban dos o tres víctimas para formar un centro piramidal de carne a la altura de lo que prescribía la etiqueta. Las piezas del centro eran las cabezas hervidas, sostenidas verticalmente sobre sus degollados cuellos, de modo que las orejas, marronáceas como hojas secas, sobresalían sobre la orla de arroz. Las mandíbulas abiertas hacia arriba dejaban ver el interior de la garganta junto con la lengua, aún rosada, que colgaba sobre los dientes inferiores, y sus blancos incisivos daban a la pirámide una blanca corona, que sobresalía ampliamente sobre los pelos del morro y los labios, que parecían abrirse en una negra mueca de burla.
Todo este montón de carne y arroz era depositado sobre el suelo en el espacio vacío que había ante nosotros, donde quedaba humeando, mientras una procesión de ayudantes aparecía llevando las pequeñas ollas y sartenes de cobre donde se había efectuado el asado. De ellas, y ayudándose con descascarillados cuencos de peltre, sacaban y colocaban sobre la fuente principal el interior y el exterior de la oveja; pequeños trozos de amarillo intestino, blancos trozos de unto de la cola, marronáceos músculos y brillosos trozos de piel, todo ello nadando en la manteca líquida y la grasa del cocimiento. Los circunstantes observaban con ansiedad, musitando exclamaciones cuando sobrenadaba algún trozo jugoso.
La grasa quemaba. De vez en cuando alguno de los ayudantes dejaba caer su correspondiente asa con una exclamación, y se introducía sin la menor vacilación los dedos en la boca para enfriárselos; pero seguían con su faena, hasta que sus cucharones empezaban a resonar en el fondo de las perolas, y con un gesto de triunfo rescataban intactos los hígados de un escondite en el fondo, y coronaban con ellos las bostezantes mandíbulas.
Entre dos levantaban cada olla y la inclinaban, dejando caer el líquido sobre la carne, hasta que el cráter de arroz quedaba colmado, y los granos sueltos de los bordes nadaban en la abundancia; y aún seguían vertiéndolo, hasta que, en medio de gritos de asombro de todos, resbalaba sobre los bordes, y formaba un pequeño charco sobre el polvo. Era el toque final de derroche, y el momento señalado para que el anfitrión nos llamara a comer.
Fingíamos nosotros no haber oído, como exigían las buenas maneras; finalmente lo oíamos y nos mirábamos con sorpresa entre nosotros, urgiéndonos unos a otros a acudir los primeros; Nasir se alzaba tímidamente, y tras él íbamos todos a hincar una rodilla en torno a la fuente, arracimándonos y apretujándonos los veintidós para los que apenas había espacio en torno a la comida. Nos remangábamos las mangas hasta el codo, y precedidos por Nasir con un «En nombre de Dios, el Misericordioso, el Compasivo», empezábamos a meter todos los dedos a la vez.
Yo era siempre cauto, ya que la grasa líquida estaba tan caliente para mis inhabituados dedos que raramente podía resistirla, así que me dedicaba a jugar con algún trozo de carne que sobresaliera y estuviera más frío, hasta que las excavaciones de los demás me permitían recoger una porción de arroz. Podíamos amasar entre los dedos (con tal de no emplear las palmas) buenas bolas de arroz y grasa, o hígado y carne, suavemente apelmazadas, y llevárnoslas con ayuda del pulgar y el índice doblado hasta la boca. Con la habilidad precisa y el amasado correcto la albóndiga se desprendía limpiamente de la mano; pero, cuando un exceso de manteca y fragmentos sueltos quedaban pegados a los dedos, había que lamerlos cuidadosamente para que el siguiente intento se desprendiera con mayor facilidad.
Según la pila de carne iba consumiéndose (nadie se preocupaba por el arroz: el lujo era la carne) uno de los principales howeitat que comía con nosotros sacaba su daga, con empuñadura de plata incrustada de turquesas, pieza firmada por Mohammed ibn Zari, de Yauf, y empezaba a cortar la carne de los huesos más largos en grandes tacos fáciles de arrancar con los dedos, ya que era necesario asarla muy tierna, para poder cogerla fácilmente con la mano derecha, que es la única honorable.
Nuestro anfitrión se mantenía en pie cerca del círculo, animando a todos a comer con piadosas expresiones. A toda velocidad masticábamos, arrancábamos, cortábamos y tragábamos, sin pararnos siquiera a hablar, ya que la conversación podía resultar un insulto para la calidad de la comida, aunque era educado sonreír a modo de gracias cuando algún huésped amigo pasaba un trozo escogido, o cuando Mohammed el Dheilan con toda gravedad alcanzaba algún hueso mondo con una bendición. En tales ocasiones solía yo devolver el cumplido con algún intragable y espantoso montón de tripas, ligereza que era muy del gusto de los howeitat, pero que el grave y aristocrático Nasir veía con desaprobación.
Al cabo algunos quedábamos casi hartos, y empezábamos a jugar y a escarbarnos los dientes, mirando a uno y otro lado, hasta que el resto dejaba al fin de comer, el codo sobre la rodilla, la mano colgando de la muñeca sobre la fuente para escurrirla mientras grasas, manteca y granos sueltos de arroz empezaban a coagularse en forma de una masa blanca que dejaba los dedos pegados. Cuando todos habían dejado ya de comer, Nasir se aclaraba significativamente la garganta, y todos nos levantábamos apresuradamente con un: «¡Dios te lo premie, oh anfitrión!», para ir a agruparnos entre los vientos de las tiendas, mientras los siguientes veinte huéspedes heredaban nuestros restos.

T. H. Lawrence - Los siete pilares de la sabiduría

¡Bueno, ya estábamos sentados alrededor del cordero! Cogí el tenedor y el cuchillo que me ofrecían, y me dispuse a trinchar el pedazo de carne más próximo. Me costaba trabajo, la mesita era demasiado baja, y también lo era el asiento: hundido en él, los codos me tropezaban con las rodillas. Además, yo no tenía ganas: era temprano, el cordero estaba ya frío, se había solidificado la grasa en espesos pegotes sobre la fuente, y, a decir verdad, los tendones, los tejidos amarillentos, la piel reseca, no hacían demasiado apetitosa aquella masa negruzca de carne. A mí se me resistía, a decir verdad. Y era sobre todo la cabeza, ahí en el centro de la fuente, con el hueco del ojo vaciado y la risa de los descarnados dientes, lo que más me quitaba el apetito. Pero ¿cómo rehusar al convite? Me ayudaría —pensé— con el arroz blanco, por más que, según pude comprobar apenas me llevé un poco a la boca, estaba todo impregnado de la misma grasa. Haciendo de tripas corazón, y demorándome cuanto podía en cada bocado, me atuve al deber de no desairarles el festín, mientras ellos, por su parte, se aplicaban al cordero con un placer que no admitía disimulo.

Francisco Ayala - La cabeza del cordero