Terres Llunyanes lleva más de 12 años trabajando en el diseño de viajes alternativos, tanto para grupos como a medida, por África, Asia, América, o
Europa y Oceanía. Su espíritu aventurero, pero a la vez perfeccionista
hace que siempre estén buscando nuevas rutas, ofreciendo viajes para vivir y
sentir más que para observar y para involucrar al viajero al máximo en la
experiencia que supone viajar a Tierras Lejanas.
Sus rutas son un reflejo de esta actitud. Intentar ofrecer
vivencias, recuerdos imborrables, sensaciones que, aún con el paso del tiempo,
nos hagan emocionar...
Canastas de piedra, islas de piedra, grietas y las cosas que hay en ellas
Los Papalagi
viven como los crustáceos, en sus casas de hormigón. Viven entre las piedras,
del mismo modo que un ciempiés; viven dentro de las grietas de la lava. Hay
piedras sobre él, alrededor de él y bajo él. Su cabaña parece una canasta de
piedra. Una canasta con agujeros y dividida en cubículos.
Sólo por un
punto puedes entrar y abandonar estas moradas. Los Papalagi llaman a este punto
la entrada cuando se usa para entrar en la cabaña y la salida cuando se deja,
aunque es el mismo y único punto. Atada a este punto hay un ala de madera
enorme que uno debe empujar fuertemente hacia un lado para poder entrar. Pero
esto es sólo el principio; muchas alas de madera tienen que ser empujadas antes
de encontrar la que verdaderamente da al interior de la choza.
En la mayoría
de estas cabañas vive más gente que en un poblado entero de Samoa. Por
consiguiente, cuando devuelves a alguien la visita, debes saber el nombre
exacto de la aiga (familia) que quieres ver, ya que cada aiga tiene su parte
propia en la canasta de piedra para vivir: la superior o la inferior, la
central o la de la derecha, la izquierda o la de enfrente. A menudo, un aiga no
sabe nada de la otra aiga, aunque sólo estén separadas por una pared de piedra.
Generalmente,
apenas conocen los nombres de los otros y cuando se encuentran en el agujero
por el que pasan furtivamente, se saludan con un corto movimiento de la cabeza
o gruñen como insectos hostiles, como si estuvieran enfadados por vivir tan
cerca.
Cuando un aiga
vive en la parte más alta de todo, justo debajo del tejado de la choza, el que
quiera visitarlos debe escalar muchas ramas que conducen arriba, en círculo o
en zig-zag, hasta que se llega a un sitio donde el nombre de la aiga está
escrito en la pared. Entonces, ve delante de sus ojos una elegante imitación de
una glándula pectoral femenina, que cuando la aprieta emite un grito que llama
a la aiga. La aiga mira por un pequeño atisbadero para ver si es un enemigo el
que ha tocado la glándula; en ese caso, no abrirá. Pero si ve a un amigo,
desata el ala de madera y abre de un tirón. Así el invitado puede entrar en la
verdadera cabaña a través de la abertura.
Incluso esta
cabaña está dividida por paredes de piedra en pequeños cubículos. Para pasar de
una parte a otra, entras en cubículos cada vez más pequeños. Cada cubículo,
llamado habitación por los Papalagi, tiene un agujero en la pared, y los
mayores a veces tienen dos o tres para dejar pasar la luz. Estos agujeros están
tapados con una pieza de vidrio que puede ser movida cuando ha de entrar aire
fresco en la habitación, lo cual es muy necesario. Hay también muchos cubículos
sin agujeros para la luz y el aire.
La gente como
nosotros se sofocaría rápidamente en canastas como éstas, porque no hay nunca
una brisa fresca como en una choza samoana. Los humos de las chozas-cocina
tampoco pueden salir. La mayor parte del tiempo el aire que viene de afuera no
es mucho mejor. Es difícil entender que la gente sobreviva en estas
circunstancias, que no se conviertan por deseo en pájaros, les crezcan las alas
y vuelen para buscar el sol y el aire fresco. Pero los Papalagi son muy
aficionados a sus canastas de piedra y ni siquiera sienten lo malas que son.
Cada cubículo
tiene su propia función. El mayor y mejor iluminado sirve a la familia para el
fono (salutaciones) y la recepción de invitados, y otro cuarto está reservado
para dormir. Allí yacen las esteras para dormir, o mejor dicho, están
extendidas sobre un andamiaje de madera que se levanta sobre altas patas, de
modo que el aire circula bajo las esteras. Un tercer cubículo se usa para
ingerir comida y producir olas de humo. En el cuarto se guarda la comida, el
quinto está usado para su preparación y el último cubículo, el más pequeño, se
usa para bañarse. Ésta es la habitación más bonita. En las paredes están
colgados espejos, el suelo está decorado con llamativas baldosas y en el centro
se yergue un enorme recipiente, hecho de metal o piedra y lleno de agua, caldeada
o no. A este recipiente, quizá más grande que la tumba de un rey, sube el
Papalagi para lavarse y quitarse las arenas de las canastas de piedra.
Naturalmente hay canastas con incluso más cubículos. En algunas cada niño tiene
también su propio criado, e incluso sus perros y caballos.
Entre estas
canastas, los Papalagi pasan su vida entera. Ahora en una canasta, después en
otra, dependiendo de la posición del sol. Sus niños crecen en el interior de
estas canastas, por encima del suelo, más arriba que la palmera más alta. De
vez en cuando los Papalagi dejan sus canastas privadas, como ellos las llaman,
para ir a una canasta donde hacen sus trabajos y no quieren ser molestados por
la presencia de esposa y niños. Mientras tanto, las mujeres y las muchachas
están atareadas en la cabaña-cocina preparando los platos, abrillantando las
pieles de los pies o lavando taparrabos. Cuando son lo suficientemente ricos
para mantener criados, entonces éstos hacen el trabajo, mientras ellos van
devolviendo visitas o salen a comprar comida fresca.
Tanta gente
como hay viviendo en Samoa, vive de este modo en Europa, y quizás incluso más.
Con todo, hay poca gente que anhele el sol, la luz y los bosques, pero como
norma esto se considera una enfermedad contra la cual uno tiene que defenderse.
Cuando uno se siente infeliz en esta vida pedregosa, los demás dicen que no es
natural, con lo que dan a entender que él no sabe lo que Dios ha querido que
fuera.
Actualmente
estas canastas se yerguen a menudo unas cerca de otras, en enormes cantidades,
ni siquiera separadas por una palmera o un arbusto, como la gente de pie,
hombro contra hombro. Dentro de cada canasta vive tanta gente como habitantes
hay en un pueblo entero de Samoa. Y directamente enfrente, sólo a un tiro de
piedra, una segunda fila de canastas aparece, también hombro contra hombro y
con gente viviendo en su interior. Por consiguiente, entre las dos filas hay
apenas una grieta estrecha que los Papalagi llaman calle. Algunas veces estas
grietas son tan largas como ríos y están cubiertas de duras piedras. Uno tiene
que andar hasta muy lejos para encontrar un lugar abierto, y en este lugar
abierto confluyen muchas otras grietas. Éstas también son largas como
riachuelos de agua fresca e intercomunicadas por grietas de igual longitud.
Durante días sin fin puedes caminar por estas grietas sin salir a un bosque o
ver un poco de cielo azul. Mirando hacia arriba desde estas grietas,
difícilmente puedes ver un poco de espacio claro, porque dentro de cada choza
arde como mínimo un fuego y la mayor parte del tiempo muchos a la vez. Por eso
los firmamentos están siempre llenos de humos y cenizas, como después de una
erupción del volcán en Sauaü. Las cenizas llueven sobre las grietas, por eso
las canastas de piedra han tomado el color del barro de los pantanos de mangle
y la gente tiene hollín negro en el ojo y el pelo, y arena entre los dientes.
A pesar de
todo, los Papalagi caminan entre estas grietas desde la mañana hasta la noche.
Hay algunos que incluso lo hacen con cierta pasión. He visto grietas en las que
había agitación todo el tiempo y por las que una masa de gente fluía como
grueso estiércol húmedo. Han construido en estas calles enormes cajas de
cristal en las que toda clase de cosas están expuestas, cosas que el Papalagi necesita
para vivir: taparrabos, pieles para pies y manos, ornamentos para la cabeza,
cosas de comer, carne y también frutas reales y legumbres, y muchas otras cosas
más. Estas cosas están expuestas para que todo el mundo pueda verlas y además
aparecen muy tentadoras. Pero no se permite a nadie coger nada de allí, aunque
lo necesite con urgencia, hasta después de pedir permiso y de hacer un
sacrificio.
Hay muchas
grietas en las que el peligro acecha por todas partes, porque la gente no sólo
camina una contra otra, sino que se embisten también desde dentro de enormes
cajas de vidrio que se deslizan en correderas de metal. Hay un ruido tremendo.
Nuestras orejas empiezan a silbar a causa de los caballos que golpean el
pavimento con sus pezuñas y de la gente que patea con fuerza con sus pieles de
los pies; a causa de los niños berreando y de los hombres chillando. Y todos
ellos gritan, por alegría o por miedo. Es imposible hacerte oír, a menos de que
grites tú también. Hay un repiqueteo, retumbar, crujir y aporrear continuo,
como si estuvieras de pie ante los acantilados de Sauaü durante una gran
tormenta. Pero ese ruido al menos es agradable y no te roba la voz como sucede
con el ruido de estas grietas de piedra.
Estas canastas
de piedra con toda esa gente, estas profundas grietas de piedra entrelazándose
como largos ríos, la actividad febril y el movimiento, el humo negro y la
suciedad flotando en lo alto sin un simple árbol, sin una mancha de cielo azul
o bellas nubes, todo esto junto es llamado «ciudad» por los Papalagi. La ciudad
es su creación y su orgullo. La gente que está viviendo allí no ha visto nunca
un árbol o un bosque, jamás han visto el cielo claro ni han encontrado al Gran
Espíritu cara a cara, son gente que vive como los reptiles en las lagunas o en
los arrecifes de coral, aunque estos animales, al menos, son bañados por la
clara agua del mar y besados por los labios cálidos de los rayos del sol.
¿Están los Papalagi orgullosos de haber reunido tanta piedra? No lo sé. Los
Papalagi son gente con gustos raros. Sin ninguna razón en especial, hacen toda
clase de cosas que les ponen enfermos, pero aún se sienten orgullosos de ellas
y cantan odas a su propia gloria.
Así llaman
ciudad a lo que he descrito. Y hay muchas ciudades semejantes, pequeñas y
grandes. En la más grande vive uno de los jefes del país. Las ciudades están
dispersas sobre las tierras, como nuestras islas están dispersas en el mar.
Algunas veces no hay más que la distancia de un baño entre ellas, otras veces
un día de viaje. Todas estas islas de piedra están muy bien comunicadas por
caminos. Pero también puedes viajar en un barco de tierra, largo y estrecho
como un gusano, despidiendo humo todo el tiempo y deslizándose muy rápido sobre
caminos de hierro, más rápido que una canoa con doce hombres remando al límite
de velocidad. Pero si quieres llamar a un «tafola», a un amigo que está lejos,
no necesitas caminar o desplazarte hasta él, puedes soplar tus palabras en una
cuerda de metal que corre entre una isla de piedra y otra como una larga enredadera.
Más rápido de lo que un pájaro puede volar llegarán a su destino.
Entre estas
islas de piedras se encuentra la verdadera tierra llamada Europa. Fuera de
allí, hay regiones tan bellas y fértiles como nuestras islas, donde hay
pájaros, ríos y bosques y también pueblos de verdad.
En estos
pueblos vive otra gente que en las ciudades, gente de carácter diferente. Se
les llama gente de campo. Tienen manos más grandes y taparrabos más sucios. Su
vida es mucho más saludable y hermosa que la de la gente de las grietas, pero
no se dan cuenta. Están celosos de la gente de la ciudad, a los que llaman
huesos-gandules porque no trabajan la tierra, ni plantan las frutas o las
recogen. Viven en animosidad unos contra otros porque tienen que darles comida
de sus tierras, coger las frutas para que la gente de las grietas se las coma y
criar y cuidar al ganado hasta que haya engordado y entonces compartirlo con
los otros. Naturalmente, es difícil proveer a toda esa gente de la ciudad de
comida y no entienden, con razón, por qué esos huesos-gandules llevan
taparrabos más limpios y por qué tienen manos más bellas y blancas que ellos, y
por qué no tienen que sudar al sol y tiritar en la fría lluvia.
A la gente de
las grietas no les importa mucho todo esto. Están convencidos de que tienen más
derechos que la gente del campo y de que su trabajo es más importante que
plantar legumbres en la tierra. A pesar de todo, este conflicto entre los
Papalagi no es lo suficientemente serio para acabar en guerra. Pero ya vivan en
el campo o en las grietas, a los Papalagi les gustan en general las cosas tal
como son. El hombre del campo admira las viviendas de la gente de las grietas
cuando ocasionalmente va allí, y la gente de las grietas gorgea y canta todo su
poderío cuando pasa por un pueblo. La gente de las grietas permite a la gente
del campo cebar sus cerdos artificialmente, y la gente del campo les deja
construir sus canastas de piedra y regocijarse en ello.
Pero nosotros,
niños libres del sol y de la luz, permaneceremos leales al Gran Espíritu y no
oprimiremos nuestros corazones con piedras pesadas. Sólo gente enferma y
perdida que se ha alejado de la mano de Dios puede vivir en grietas, donde el
sol, el viento y la luz no pueden entrar. Con placer dejamos al Papalagi su
dudosa felicidad, pero nos defenderemos contra sus esfuerzos de construir
canastas de piedra también en nuestro soleado país y de matar la alegría de la
vida con rocas, grietas, suciedad, ruido, humo y polvo, como es su intención.
(Erich Scheurmann - Los Papalagi)