La plaza
Antiguamente,
la Plaza era el centro del mundo. Hoy es sólo un cruce de caminos, con casas
alrededor y una calle que sube hacia el Pueblo. El viento azota a las hayas y
el ramaje murmura con un suave gemido, el polvo remolinea y cae sobre el suelo
desierto. Nadie. La vida se ha trasladado al otro lado del Pueblo.
El tren mató
a la Plaza. Bajo las vías férreas han muerto hombres que yo suponía eternos. El
señor Palma Branco, alto, seco, con un aura de respeto. Los tres hermanos
Montenegro, graves y anchos de hombros. Estroina, borracho, con su zigzag de
piernas, empuñando una navaja. Má Raça, haciendo crujir los dientes, siempre
furioso contra todo y contra todos. El
labrador de Alba Grande, plantado en medio de la Plaza con su serena valentía. Maestre Sobral. Ui
Cotovio, rufián, con su rizo sobre la frente. Acácio, el borrachón de Acácio,
haciendo fotos, encorvado debajo del gran paño negro. Y, en la parte alta de la
calle, delgaducho, un hombre que nunca supe quién era y que aparecía de repente
en la esquina, mirando lleno de asombro hacia la Plaza.
En aquel
tiempo, las hayas se agitaban, vigorosas. Movían rudamente sus brazos y eran
parte de todos los grandes acontecimientos. A su sombra, los payasos mostraban
sus habilidades y bailaban osos salvajes. A su sombra, se batían los valientes;
junto al tronco de un haya cayó muerto António Valmorim, temido por los hombres
y amado por las mujeres.
Era el centro
del Pueblo. Los viajeros se apeaban de la diligencia y contaban novedades. A
través de la Plaza la gente se comunicaba con el mundo. A falta de noticias,
ahí también se inventaban cosas que se pareciesen a la verdad. Pasaba el tiempo
y esas cosas inventadas acababan siendo verdad. Nada las destruía: habían
venido de la Plaza. Así, la Plaza era el centro del mundo.
Quien
dominase allí dominaba todo el Pueblo. Los más inteligentes y sabios bajaban a
la Plaza y desde allí instruían al Pueblo. Los valientes se alzaban en medio de
la Plaza y desafiaban al Pueblo, lo sometían a su voluntad. Los borrachos se reían
del Pueblo, tambaleantes, les era indiferente todo el mundo, si alguien se
molestaba no era cuestión de ellos: tambaleaban y caían de bruces. Caían
acongojados de tristeza en el polvo blanco de la Plaza. Era el lugar donde los
hombres se sentían grandes en todo lo que les daba la vida, ya fuese valentía,
ya inteligencia, ya tristeza.
Los señores
del Pueblo bajaban a la Plaza y hablaban
de igual a igual con los maestros albañiles y los maestros herreros. Y
hasta con los dueños del comercio, con los campesinos, con los empleados del
ayuntamiento. También de igual a igual
con los azotacalles, con los misteriosos y arrogantes vagabundos. Ése era el
lugar de los hombres, sin distinción de clases. De esos hombres antiguos que
nunca se descubrían delante de nadie y sólo se quitaban el sombrero para
acostarse.
También
estaba allí la mejor escuela de los niños. Allí aprendían las artes escuchando
a los maestros artesanos, mirando sus gestos graves. O aprendían a ser
valientes, o borrachos, o vagabundos. Aprendían cualquier cosa y todo era vida.
La Plaza estaba llena de vida, de valentías, de tragedias. Estaba llena de
grandes rasgos de inteligencia. Y era cierto que el niño que aprendiese todo
eso llegaba a ser poeta y se entristecía por no seguir siendo siempre niño que
aprende la vida, la grande y misteriosa vida de la Plaza.
La casa era
para las mujeres.
En el fondo
de las casas, apartadas de la calle, se peinaban las trenzas, largas como colas
de caballo. Trabajaban en la sombra de los patios, bajo las parras. Hacían la
comida y las camas, vivían sólo para los hombres. Y, sumisas, los esperaban.
No podían
salir solas a la calle porque eran mujeres. Un hombre de la familia las
acompañaba siempre. Iban a visitar a sus amigas y los hombres las dejaban en la
puerta y entraban en una tienda que quedase cerca, a la espera de que saliesen
para llevarlas a casa. Iban a misa y los hombres no pasaban del atrio. Ellos no
entraban en casas donde los obligasen a quitarse el sombrero. Eran hombres que,
de cualquier modo, dominaban en la Plaza.
Vino el tren y el Pueblo cambió. Las tiendas
se llenaron de utensilios que antes sólo se vendían en las ferreterías y en las
carpinterías. Se desarrolló el comercio, se construyó una fábrica. Se vinieron
abajo los talleres, los herreros se convirtieron en obreros, los albañiles
comenzaron a llamarse gente del polvillo y también se transformaron en obreros.
Apareció la Guardia, sustituyó a los pachorrudos cabos de ronda y detuvo a los
valientes. Las mujeres se cortaron los cabellos, se pintaron la boca y ahora
salen solas. Los señores se quitan ahora el sombrero, los unos frente a los
otros, hacen grandes reverencias y se dan apretones de manos a toda hora. Van a
misa con sus mujeres, pasan las tardes en el Club y ya no bajan a la Plaza.
Sólo los borrachos y los azotacalles se entretienen allí en las tardes de
domingo.
Hoy las
noticias llegan en el mismo día, venidas de todas las partes del mundo. Se oyen
en todas las tabernas y en los numerosos cafés que se han abierto en el Pueblo.
Las radios proclaman todo lo que ocurre en la superficie de la tierra y de las
aguas, en el aire, en el fondo de las minas y de los océanos. El mundo está en
todas partes, se ha vuelto pequeño e íntimo para todos. Todos saben
inmediatamente algo que ocurra en cualquier región y piensan sobre ello y toman
partido. Y algo está ocurriendo en la tierra, algo terrible y deseado está
ocurriendo en todas partes. Nadie queda fuera, todos están interesados.
El Pueblo se
ha dividido. Cada café tiene su clientela propia, según la condición de vida.
La Plaza, que era de todos y en la que sólo se sabía aquello que a algunos les
interesaba que se supiese, ha muerto. Los hombres se han separado de acuerdo
con sus intereses y sus necesidades. Escuchan la radio, leen los periódicos y
discuten. Y, cada día más, sienten que algo está ocurriendo.
También los
niños se han dividido: juegan juntos sólo los de la misma condición; se paran a
las puertas de los cafés que frecuentan sus padres o los hermanos mayores. La
Plaza, ahora, es todo el mundo. Allí están los hombres, las mujeres y los niños. En la otra Plaza, sólo los
borrachos, los gandules de los vagabundos y aquellos que no quieren creer que
todo ha cambiado. Lo cierto es que ya
nadie le da importancia a esta gente y a esta Plaza.
Las grandes
hayas aún bordean la Plaza como antiguamente y, a su sombra, Joao Gaduña aún
insiste en continuar la tradición. Pero ya nada es como era. Todos se burlan de
él y se alejan.
Joao Gaduña,
el borracho, habla de Lisboa, adonde nunca ha ido. Todo en él, los gestos y el
modo solemne de hablar, es una imitación mal digerida de los hombres que oyó
cuando era joven.
-¡Gran ciudad
Lisboa! -dice-. ¡Allí hay gente a rabiar, calles llenas de personas, como en
una feria!
Gaduña supone
que en Lisboa aún hay plazas y hombres como los que él conoció allí, en aquella
Plaza bordeada por las viejas hayas. Su voz resuena, animada:
-Si os
interesa saberlo, una tarde estaba yo en la plaza del Rossio...
-¿En la plaza
del Rossio?
-¡Sí,
muchacho! -afirma Gaduña alzando la cabeza, dándose aires de importancia-.
Estaba yo en la plaza del Rossio observando el movimiento. Y pasaban personas
para un lado, familias para el otro, un mundo de gente, y yo observaba. En
esto, me encuentro con un tipo que me mira de reojo. Ya, un ladrón, pensé. ¡Y
vaya si lo era! ...Comenzó a acercarse, como quien no quiere la cosa, y me
metió la mano por dentro de la chaqueta. ¡Pero yo estaba alerta!... Salté hacia
un lado y, zas, le di un puñetazo en la mandíbula: ¡el tipo salió disparado,
golpeó con la cabeza en un eucalipto y cayó desvanecido!
Una carcajada
recibe las últimas palabras de Gaduña.
-¿Un
eucalipto?
Sólo por un
detalle estropeó una historia tan hermosa. Si hubiese sido como era
antiguamente, todos habrían escuchado en silencio. Ahora, todos lo saben y se
ríen. Pero Gaduña insiste. Dice que sí, que ya ha estado en la plaza del
Rossio, allá en Lisboa.
-¿Vosotros
habéis visto alguna vez una plaza sin eucaliptos, sin hayas o sin ningún árbol?
-pregunta él desnortado.
Todos se
alejan riendo. Joao Gaduña se queda solo y triste. Sus ojos se arrasan de
lágrimas, cuando está borracho le da por llorar. Se aferra a las hayas, las
abraza y les habla cariñosamente. Las aprieta contra el pecho, como si
intentase abarcar el pasado. Y sus lágrimas mojan el tronco carcomido de las
hayas.
Así se va
muriendo la Plaza. Los domingos, el dolor de la Plaza moribunda es aún más
grande. Todos van a los cafés, al cine o al campo. La Plaza queda desierta bajo
el ramaje de las hayas silenciosas. En esos días, hacia el atardecer, el viejo
Ranito sale de la taberna haciendo rechinar los dientes. En otra época, fue
maestro artesano; era importante y respetado. Hoy es tan pobre e inútil que no
sabe exactamente cuántos hijos tiene. Sólo sabe emborracharse. Pequeño y
delgado, el vino lo transforma. Se endereza, levanta el bastón y, sin doblar
las rodillas, sólo con un golpe de pies, da un salto en el aire y asesta tres
bastonazos en el polvo de la Plaza antes de tocar de nuevo el suelo con sus
pies. Alza la cabeza y grita, aturdido:
-¡Si hay
algún valiente, que venga hasta aquí! Pero ya no hay ningún valiente en la
Plaza, ya no hay nadie en la Plaza. Ranito mira a su alrededor con ojos de
asombro.
Se le turba
la vista, rechinan sus dientes:
-¡Ah, qué
vida, qué vida!...
Hace girar el
bastón sobre la cabeza. Rodea feroz la Plaza ya sin vida, asestando bastonazos
al suelo. Arrastrando el cinturón suelto, ágil y ridículo, desafía a hombres
que ya han muerto.
Hasta que se
cansa en aquella lucha desigual. Se le escapa el bastón de las manos y se queda
sin fuerzas, desequilibrado. A tropezones, se inclina hacia delante y cae,
tiene que caer, la Plaza ya ha muerto, el no quiere, pero tiene que caer. Bajo
el peso de la borrachera y la desgracia, cae vencido.
Se alza una
nube de polvo; después cae pausada y triste. Cae sobre Ranito con su ropa
andrajosa y lo cubre.
Él ya no
puede ver que la Plaza es el mundo fuera de aquel circulo de hayas resecas. Ese
vasto mundo donde algo, terrible y deseado, está ocurriendo.
Manuel da Fonseca