Cuando murió Gala, su mujer, Dalí recorrió en su Cadillac, conducido por un chofer, los 60 kilómetros que hay entre Cadaqués, el pueblo donde vivían, y Púbol, el sitio donde habían construido su mausoleo particular. En el asiento de atrás del Cadillac iba el cadáver de Gala, sostenido con unas almohadas, listo para ser embalsamado en el castillo. El trato era que los dos reposarían en la misma tumba hasta el final de los tiempos y, a modo de aderezo para aquel proyecto metafísico, Dalí diseñó, como guardianes de esa puerta al más allá, dos caballos gigantes de ajedrez, una jirafa y algo así como un conejo. Las dos tumbas estaban separadas por un muro de ladrillo, que tenía un agujero que coincidía con otro que se había practicado en el ataúd de Gala; la idea era que la mano derecha del cadáver de Gala saliera por el agujero y llegara, a través del agujero en el ladrillo, al cuadrángulo que ocuparía, en su momento, el cadáver de Salvador Dalí cuya mano izquierda, gracias al mismo sistema de agujeros, quedaría enlazada para siempre con la de su amada. Pero un buen día, con Gala ya enterrada y con su mano bien dispuesta a recibir la de su marido, Dalí escribió, dentro de su lista de últimas voluntades, que prefería que lo enterraran en Cadaqués, y no en Púbol como había pactado, y el resultado de aquel golpe de timón es que el pobre cadáver de Gala sigue, hasta el día de hoy, con la mano sacada por un agujero del ataúd, crispada y ansiosa, esperando a que su marido, finalmente, cumpla con su palabra.
El famoso pintor Salvador Dalí y su mujer Gala, cuando eran
ya muy mayores, tenían un conejo amaestrado al que querían mucho y que no se
alejaba nunca de ellos. En una ocasión tenían que hacer un largo viaje y
estuvieron discutiendo hasta muy entrada la noche qué hacer con el conejo. Era
complicado llevarlo y era difícil confiárselo a alguien, porque el conejo
desconfiaba de la gente. Al día siguiente Gala cocinó y Dalí disfrutó de una
comida excelente hasta que comprendió que estaba comiendo carne de conejo. Se
levantó de la mesa y corrió al retrete donde vomitó al amado animalito, al fiel
amigo de su vejez. En cambio Gala estaba feliz de que aquel a quien amaba
hubiera penetrado en sus entrañas, las acariciara y se convirtiera en parte del
cuerpo de su ama. No existía para ella una realización más perfecta del amor
que la de comerse al amado. En comparación con esta fusión de los cuerpos, el
acto sexual le parecía sólo una ridícula cosquilla.