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domingo, 13 de abril de 2014

Barcelona inspira - Barcelona m´inspira

    

          

Son dos series distintas, curiosamente con un nombre similar. Ambas publicadas por el Ajuntament de Barcelona. La primera de ellas para los Centros Cívicos y la segunda con motivo de la publicación del libro "Barcelona m'inspira" en que se recopilan los dibujos de rincones de la ciudad que el artista francés Lapin ha realizado desde que se instaló en Barcelona. (La primera creo que está completa y en cuanto a la segunda, Irati en su blog "Marcapáginas para compartir", entrada de 14 nov. 2013, expone 7 mps diferentes)

El sistema Robert Hein

Consciente de mis palabras, puedo afirmar que he conocido pocas personas víctimas de una desgracia tan grande como la que afligía a mi amigo Lluís Ordal. Le quería, pero no podía dejar de reconocer las limitaciones de su inteligencia.
Compartíamos un pequeño piso, en virtud de una asociación pasajera establecida sobre la base de que cada cual pagaría la mitad del alquiler. El acuerdo fracasó desde el principio porque Ordal cambiaba de trabajo casi semanalmente. Mejor dicho: perdía los empleos que buscaba con afán y nunca tenía dinero, de modo que yo no sólo pagaba íntegros los gastos que nos habíamos comprometido a cubrir entre los dos, sino que tenía que ayudarle además con préstamos que no eran cuantiosos, pero sí frecuentes.
¡Que todo eso no suene a reproche! Si lo cuento es para que se vea cuán extraordinario fue lo que ocurrió después. Ordal era un buen camarada, ya que en todo momento tenía más cosas para escuchar que para decir. Así daba la agradable impresión de interesarse siempre por los demás. Era discreto y educado, silencioso y pulcro, conjunto de valores muy estimables en un compañero de cuarto. No puedo decir otra cosa en favor suyo; probablemente no había nada más. Todo el resto era una vaciedad absoluta, a veces angustiosa, ya que, en materia de saber y entender el universo, Ordal era diminuto. No leía nunca, ni mostraba apenas curiosidad por lo que sucedía en el orden político y social. Ni tan sólo por los sucesos callejeros. Su carácter tenía una sola complicación, tal vez el único movimiento de defensa contra la languidez dentro de la cual flotaba. De vez en cuando se permitía pequeños misterios, era reservado, hacía cuanto buenamente podía para conferir importancia a secretos minúsculos.
La convivencia con una persona semejante era sencilla. Las dos veces que nos veíamos al día, a primeras horas de la mañana y de la noche, transcurría todo en medio de una agradable rutina, porque las mutuas molestias eran tácitamente eliminadas. Al anochecer, yo encendía la lamparilla de mi cama para leer durante un buen rato y Ordal se ponía las manos debajo de la nuca, contemplaba el techo (estoy seguro de que nunca había visto nada en él) y al cabo de pocos minutos se dormía, sin cambiar de postura y soñando con una gran mediocridad.
En cierta ocasión, como principio del gran enigma, le vi llegar con un libro bajo el brazo.
-¡Eso sí que me gusta, hombre! -le dije-. ¿Cómo se titula?
Iba a cogerle el volumen, con un gesto maquinal, pero él retrocedió para evitarlo y me miró severamente.
-Cada cual sabe sus cosas -me dijo como si quisiera puntualizar las bases fundamentales de un pacto.
El libro adquirió desde entonces una importancia decisiva. Yo no volví a referirme a él, porque quería demostrar que estaba ofendido por la reticencia. Pero no podía dejar de notar con estupor que mi compañero leía, que día tras día la lamparilla de su cabecera permanecía encendida más tiempo que la mía.
Pocos días después, cuando acabábamos de levantarnos, me pilló de improviso y me dijo:
-¿Cuánto dinero te debo?
Entendí que habíamos llegado al clímax de una situación tirante y que él, al margen de la cortedad de su entendimiento, poseía una dignidad natural que le llevaba a reaccionar contra una actitud injusta. Esta idea, que me desarmó, me obligó a contestarle con vehemencia que no se preocupara.
-Es que ahora puedo pagarte -replicó con una candorosa sonrisa.
Se sacó del bolsillo un fajo de billetes de banco y, mientras los sostenía con la mano, con la otra comenzó a hacer números, reclamando mi ayuda, esclareciendo dificultosamente antiguas cuentas.
Cuando llegamos a fijar una cifra, Ordal se humedeció la punta de los dedos y separó con parsimonia unos cuantos billetes. «Cuéntalos -me dijo en el momento de dármelos-. Ya sabes que yo me equivoco siempre.»
-¿Has encontrado trabajo? -le pregunté afectuosamente, con ganas de dejar solventadas las diferencias.
El sonrojo le cubrió la cara. Bajó la mirada y, con un hilillo de voz, me dijo que no, mientras se volvía de espaldas demostrando su decisión de abandonar el tema, cosa que renovó mi disgusto.
Reanudamos una aparente normalidad, pero por debajo de la costumbre seguía manifestándose un hecho incomprensible. Los días sucesivos, Ordal se compró varios trajes, un reloj de oro de una de las mejores marcas y objetos de uso personal o simplemente de lujo que iban cambiado el aspecto de nuestra habitación. Todo era bueno, con el sello inconfundible de las cosas caras, y todo lo dejaba al alcance común con una generosidad que la timidez llenaba de distinción.
Llegó entonces mi cumpleaños y Ordal me regaló una excelente cámara fotográfica. Hacía tiempo que yo la deseaba, pero su precio quedaba muy por encima de mis ingresos.
-Disculpa que no la acepte -le dije-. No podría corresponder a regalos de esta categoría.
-No tiene importancia -contestó con el tono apocado de siempre-. A mí no me cuesta ningún esfuerzo.
Era evidente la ausencia de esfuerzo, la rara facilidad que parecía suponer aquel cambio de fortuna. Yo, en ocasiones, lo relacionaba con el libro que Ordal seguía leyendo cada noche, con una afición creciente, abriendo de par en par los ojos para que el sueño no le dominara. Pero creía en otras causas; no ignoraba que los traficantes de drogas se valen en ocasiones de ingenuos, para llevar de uno a otro lado unos paquetitos cuyo contenido desconoce el ingenuo recadero. Estaba la lotería, claro, y las herencias y los tesoros ocultos que alguien encuentra casualmente.
Pese a todo, me impresionaba el hecho de que un hombre que nunca había leído por propia iniciativa manifestara de repente tanto amor por un solo libro. No niego que el hecho avivaba mi imaginación y, menos lícitamente, mi curiosidad. Me obsesionaban las tapas verdes y la brillantez dorada de las letras que, desde mi cama y de reojo, no me permitían adivinar el título.
Una noche, Ordal se durmió con el libro abierto sobre el pecho. Lo protegía instintivamente con el peso de sus manos, pero me fascinó la brillantez del papel satinado y el silencio me llevaba a sentirme impune. Me guardaré de buscar atenuantes a mi conducta. Ya entonces me sentía culpable -no sabía muy bien de qué- cuando aparté poco a poco el rebozo de la cama y las sábanas y posé suavemente los pies en el suelo para acercarme de puntillas a Ordal. Por desgracia, las páginas abiertas correspondían a la izquierda unas pocas líneas con el nombre del autor, «Robert Hein», y a la derecha presidida por una cifra en números romanos, una línea en letra cursiva: «El primer automóvil». Las manos ocultaban todo el resto, impidiéndome la captación de otros datos que me permitieran llegar a una conclusión. Tenía que ver el título y estaba decidido a no retroceder. Cogiendo con la punta de los dedos un extremo de la cubierta, comencé a levantarla lentamente. Ordal se removió, encogió las piernas e inclinó la cabeza. Pero el libro quedó en la misma posición. El corazón se me desbocó y por un instante temí que sus latidos despertarían a mi amigo. Pese a esto, mi decisión se mantuvo inalterable y la continuación del anhelo me valió el triunfo: impreso en oro fino sobre una tela excelente, relucía el título de la obra: «Método para hacerse rico».
Me quedé un rato estupefacto, pensando cuán condenable era que autores y editores sin escrúpulos especularan con la idiotez humana. Después me costó dormirme, por los pensamientos que se me ocurrían mientras relacionaba con Ordal –necesariamente– la influencia que podía ejercer un libro como aquél. ¡Quién sabe a qué desatinos le arrastraba, tal vez al borde del delito y de la abyección!
A medida que reflexionaba, nacía en mí un sordo rencor contra Ordal. Nadie tenía el derecho, me decía a mí mismo, de ser tan iluso. Dejarse enredar por una torpe promesa, poner las propias esperanzas en magos de feria o pretender encontrar en la letra impresa de un manual la fórmula de una alquimia salvadora, me parecían extremos criticables en un adulto y tomé la decisión, tal vez inconscientemente, sin planteármelo, de acentuar mi actitud de enojo.
Él fingía que no se daba cuenta, o bien disimulaba el dolor que yo llegara a causarle. Al cabo de dos días, me pidió con humildad que saliera al balcón. Me mostró un Jaguar último modelo, rutilante bajo el resplandor del farol cerca del cual estaba aparcado.
-Mi primer automóvil -dijo, soslayando la mirada.
-¡Sí, ya lo sé! Capítulo quinto -exclamé casi gritando.
Y tumultuosamente, atragantándome porque tenía acumulados más argumentos que palabras para expresarlos, condené el charlatanismo y la gente que caía en él, la imbécil propensión a los patrones de éxito y de felicidad en los que hombres pusilánimes como él perseguían un triunfo sin lucha.
-Todo eso es peligroso, Ordal -decía-. ¡Acabarás mal!
-¿Por qué? ¿Qué puede ocurrirme? -preguntó, sinceramente asustado.
Me sorprendió su tono suplicante. No pensé entonces en lo que podía ocurrirle, y como recurso, procurando que un inflamado acento profético supliera la pobreza polémica, le dije:
-¡Tu serías de ésos que llegan a curarse el cáncer con hierbas de pastor!
Horrorizado, se tapó la cara con las manos y balbuceó:
-Ahora ya no puedo retroceder. La ilusión es demasiado fuerte...
Todo, pues, siguió su curso. Sucesivamente, Ordal tomó a su servicio un chófer, una secretaria rubia (redondeada de pies a cabeza con sabio equilibrio), compró una casa en la ciudad y un chalet cerca del mar, un avión, un yate y otros automóviles que hacían juego con diferentes estados de ánimo. Hay que decir que ofreció compartirlo todo conmigo, pero yo mantenía un celo de misionero y un enfado de agitador social que, ahora que lo pienso a distancia, no dejan de sorprenderme. Insistía en presagiar a mi amigo accidentes que no llegaron a producirse nunca, con el único resultado de irnos distanciando hasta que se produjo la ruptura definitiva.
Debo confesar que la culpa fue mía y que este sentimiento se mezcló en seguida con otro de rabia contra mí mismo. «¿Por qué no ha de ser posible, eh? -pensaba-. Si hoy todo se pule y se perfecciona, si existen institutos que enseñan a tocar el violín por correspondencia y sistemas que aprovechan la hora de sueño para enseñar matemáticas, a base de algún ingenio acústico que va repitiendo la lección, ¿por qué no ha de haber un método para hacerse rico?» En realidad, me parecía conveniente, casi indispensable y de una urgencia de carácter internacional.
El caso es que me fui animando y una tarde, al salir de la oficina, visité una librería. Un cierto pudor me obligó a hojear unas cuantas revistas y a interesarme por las últimas novedades literarias. Me daba cierta vergüenza entrar de lleno en la materia, pero por fin, con una sonrisa de hombre de mundo, como si me enfrentara de buen humor con las debilidades de los demás, pregunté:
-¿No tienen el «Método para hacerse rico», de Robert Hein?
-Está agotado.
Me resultó difícil disimular la contrariedad y mantener dignamente la sonrisa de una persona bregada. Ya había hecho un montón de proyectos y de cálculos. En una palabra, contaba con ello. ¡Es tan difícil encerrar de nuevo la esperanza cuando ya se ha abierto la caja íntima que la contiene!
Pero todavía no estaba todo perdido. Había más librerías y un libro no desaparece del mercado así como así. Inicié un recorrido penoso, por el desengaño que iba en aumento a cada negativa. Me sentía irritado contra la imprevisión del editor que escatimaba un título tan extraordinario.
Tenía un amigo que era librero de lance, hombre experto como pocos y con una memoria prodigiosa. Me costaba decidirme a mostrar mi obsesión a un conocido. Por el mismo motivo, exacerbado por razones fácilmente comprensibles, hubiera renunciado a cualquier fortuna antes que pedir el libro a Ordal.
Pese a esto, la entrevista con el amigo librero se me hizo inevitable. Al entrar en la librería tenía la boca seca, un sudor insólito en las manos, e imagino que debía ir ligeramente despeinado y con la corbata torcida. Ya no me quedaban ánimos para el disimulo, y prescindiendo de los preámbulos de cortesía, pregunté de buenas a primeras:
-¿Tienes el «Método para hacerse rico» de Robert Hein?
-No. Y no lo encontrarás en ninguna parte.
Me explicó que la editorial había desistido de hacer nuevas ediciones de la obra, porque los linotipistas, los correctores, todo el personal que intervenía en la confección de la obra, se retiraba a vivir de renta y la empresa perdía valiosos colaboradores. Por otra parte, los gobiernos tendían a prohibirlo y las autoridades recogían los ejemplares. Así que ni en las bibliotecas públicas era posible estudiarlo...
-¿Y algún particular? Pagando bien el simple alquiler del libro...
-Lo hemos intentado todo.
Me apoyé en el mostrador, con una sensación de ardor en la garganta. El librero intentaba ayudarme con frases amables.
-No te diré que el dinero no lo es todo. Habiendo leído tanto y a tu edad, no te queda más remedio que saberlo. Mira: si quieres, tengo otro manual de la misma serie...
-¿Otro título de Robert Hein?
-Sí.
La noticia me espabiló.
-¿Cómo se titula?
-El «Método para encontrar la felicidad en la pobreza».
La escasa seducción que se desprendía del título de la obra volvió a hundirme en mi desencanto. Maquinalmente, más que otra cosa, por un resto de ganas de quedar bien, la adquirí prescindiendo de regateos, saliendo en seguida sin despedirme, de la misma manera que había entrado sin saludar.
Desvelado por el cansancio y el aburrimiento, me metí pronto en la cama, con el deseo malsano de dejarme torturar por el insomnio. Quería acumular más motivos de queja, pero no contaba con lo larga que es la noche cuando falta la ayuda del sueño. Después de dar innumerables vueltas y de deshacer la cama, cogí como un autómata el «Método para encontrar la felicidad en la pobreza». Fue un gesto dictado por la desesperación.
Pero me parece un deber manifestar que la lectura me fascinó desde las primeras líneas. El autor tenía un estilo sugestivo, insinuante, que llevaba la paz al espíritu. Comenzaba con una larga relación de todas las cosas no indispensables de las que podríamos prescindir aliviando el peso de nuestras responsabilidades. A continuación se dedicaba a aflojar sutilmente los vínculos sociales y las obligaciones derivadas de las normas de convivencia. A la mitad del libro, me importaban un rábano las fluctuaciones de la moneda, las crisis periódicas de la economía occidental y el problema de los parados. Por primera vez, veía el futuro con una indiferencia burlona.
Justo a la mañana siguiente abandoné la oficina. Dos días después, rescindía el contrato del piso, regalando a la portera mis pertenencias, para dedicarme a vagabundear y observar.
Y al cabo de dos semanas, saltándome dos capítulos del libro (o adelantándome, mejor dicho, al sistema correlativo del método), me descubrí el primer piojo. Recuerdo que estaba apoyado en el tronco de un melocotonero, cerca de una acequia que me adormecía con el murmullo de su agua. Con la alegría que con frecuencia va emparejada al descubrimiento de nuevos compañeros, contemplaba encima de la palma abierta aquella ínfima criatura que llevaba mi sangre. Le cayó encima una gota de rocío y para protegerla de elementos tan desproporcionados a su indefensión, lo volví a introducir delicadamente en mi pecho. 
  
(Pere Calders)