Son dos series distintas, curiosamente con un nombre similar. Ambas publicadas por el Ajuntament de Barcelona. La primera de ellas para los Centros Cívicos y la segunda con motivo de la publicación del libro "Barcelona m'inspira" en que se recopilan los dibujos de rincones de la ciudad que el artista francés Lapin ha realizado desde que se instaló en Barcelona. (La primera creo que está completa y en cuanto a la segunda, Irati en su blog "Marcapáginas para compartir", entrada de 14 nov. 2013, expone 7 mps diferentes)
El sistema Robert Hein
Consciente de mis palabras, puedo afirmar que he conocido pocas personas víctimas de una desgracia tan grande como la que afligía a mi amigo Lluís Ordal. Le quería, pero no podía dejar de reconocer las limitaciones de su inteligencia.
Compartíamos un
pequeño piso, en virtud de una asociación pasajera establecida sobre la base de
que cada cual pagaría la mitad del alquiler. El acuerdo fracasó desde el
principio porque Ordal cambiaba de trabajo casi semanalmente. Mejor dicho:
perdía los empleos que buscaba con afán y nunca tenía dinero, de modo que yo no
sólo pagaba íntegros los gastos que nos habíamos comprometido a cubrir entre
los dos, sino que tenía que ayudarle además con préstamos que no eran
cuantiosos, pero sí frecuentes.
¡Que todo eso
no suene a reproche! Si lo cuento es para que se vea cuán extraordinario fue lo
que ocurrió después. Ordal era un buen camarada, ya que en todo momento tenía
más cosas para escuchar que para decir. Así daba la agradable impresión de interesarse
siempre por los demás. Era discreto y educado, silencioso y pulcro, conjunto de
valores muy estimables en un compañero de cuarto. No puedo decir otra cosa en
favor suyo; probablemente no había nada más. Todo el resto era una vaciedad
absoluta, a veces angustiosa, ya que, en materia de saber y entender el
universo, Ordal era diminuto. No leía nunca, ni mostraba apenas curiosidad por
lo que sucedía en el orden político y social. Ni tan sólo por los sucesos
callejeros. Su carácter tenía una sola complicación, tal vez el único movimiento
de defensa contra la languidez dentro de la cual flotaba. De vez en cuando se
permitía pequeños misterios, era reservado, hacía cuanto buenamente podía para
conferir importancia a secretos minúsculos.
La convivencia
con una persona semejante era sencilla. Las dos veces que nos veíamos al día, a
primeras horas de la mañana y de la noche, transcurría todo en medio de una
agradable rutina, porque las mutuas molestias eran tácitamente eliminadas. Al
anochecer, yo encendía la lamparilla de mi cama para leer durante un buen rato
y Ordal se ponía las manos debajo de la nuca, contemplaba el techo (estoy
seguro de que nunca había visto nada en él) y al cabo de pocos minutos se
dormía, sin cambiar de postura y soñando con una gran mediocridad.
En cierta
ocasión, como principio del gran enigma, le vi llegar con un libro bajo el
brazo.
-¡Eso sí que me
gusta, hombre! -le dije-. ¿Cómo se titula?
Iba a cogerle
el volumen, con un gesto maquinal, pero él retrocedió para evitarlo y me miró
severamente.
-Cada cual sabe
sus cosas -me dijo como si quisiera puntualizar las bases fundamentales de un
pacto.
El libro
adquirió desde entonces una importancia decisiva. Yo no volví a referirme a él,
porque quería demostrar que estaba ofendido por la reticencia. Pero no podía
dejar de notar con estupor que mi compañero leía, que día tras día la
lamparilla de su cabecera permanecía encendida más tiempo que la mía.
Pocos días
después, cuando acabábamos de levantarnos, me pilló de improviso y me dijo:
-¿Cuánto dinero
te debo?
Entendí que habíamos
llegado al clímax de una situación tirante y que él, al margen de la cortedad
de su entendimiento, poseía una dignidad natural que le llevaba a reaccionar
contra una actitud injusta. Esta idea, que me desarmó, me obligó a contestarle
con vehemencia que no se preocupara.
-Es que ahora
puedo pagarte -replicó con una candorosa sonrisa.
Se sacó del
bolsillo un fajo de billetes de banco y, mientras los sostenía con la mano, con
la otra comenzó a hacer números, reclamando mi ayuda, esclareciendo dificultosamente
antiguas cuentas.
Cuando llegamos
a fijar una cifra, Ordal se humedeció la punta de los dedos y separó con
parsimonia unos cuantos billetes. «Cuéntalos -me dijo en el momento de
dármelos-. Ya sabes que yo me equivoco siempre.»
-¿Has
encontrado trabajo? -le pregunté afectuosamente, con ganas de dejar solventadas
las diferencias.
El sonrojo le
cubrió la cara. Bajó la mirada y, con un hilillo de voz, me dijo que no,
mientras se volvía de espaldas demostrando su decisión de abandonar el tema,
cosa que renovó mi disgusto.
Reanudamos una
aparente normalidad, pero por debajo de la costumbre seguía manifestándose un
hecho incomprensible. Los días sucesivos, Ordal se compró varios trajes, un
reloj de oro de una de las mejores marcas y objetos de uso personal o
simplemente de lujo que iban cambiado el aspecto de nuestra habitación. Todo
era bueno, con el sello inconfundible de las cosas caras, y todo lo dejaba al
alcance común con una generosidad que la timidez llenaba de distinción.
Llegó entonces
mi cumpleaños y Ordal me regaló una excelente cámara fotográfica. Hacía tiempo
que yo la deseaba, pero su precio quedaba muy por encima de mis ingresos.
-Disculpa que
no la acepte -le dije-. No podría corresponder a regalos de esta categoría.
-No tiene
importancia -contestó con el tono apocado de siempre-. A mí no me cuesta ningún
esfuerzo.
Era evidente la
ausencia de esfuerzo, la rara facilidad que parecía suponer aquel cambio de
fortuna. Yo, en ocasiones, lo relacionaba con el libro que Ordal seguía leyendo
cada noche, con una afición creciente, abriendo de par en par los ojos para que
el sueño no le dominara. Pero creía en otras causas; no ignoraba que los
traficantes de drogas se valen en ocasiones de ingenuos, para llevar de uno a
otro lado unos paquetitos cuyo contenido desconoce el ingenuo recadero. Estaba
la lotería, claro, y las herencias y los tesoros ocultos que alguien encuentra
casualmente.
Pese a todo, me
impresionaba el hecho de que un hombre que nunca había leído por propia
iniciativa manifestara de repente tanto amor por un solo libro. No niego que el
hecho avivaba mi imaginación y, menos lícitamente, mi curiosidad. Me obsesionaban
las tapas verdes y la brillantez dorada de las letras que, desde mi cama y de
reojo, no me permitían adivinar el título.
Una noche,
Ordal se durmió con el libro abierto sobre el pecho. Lo protegía
instintivamente con el peso de sus manos, pero me fascinó la brillantez del
papel satinado y el silencio me llevaba a sentirme impune. Me guardaré de
buscar atenuantes a mi conducta. Ya entonces me sentía culpable -no sabía muy
bien de qué- cuando aparté poco a poco el rebozo de la cama y las sábanas y
posé suavemente los pies en el suelo para acercarme de puntillas a Ordal. Por
desgracia, las páginas abiertas correspondían a la izquierda unas pocas líneas
con el nombre del autor, «Robert Hein», y a la derecha presidida por una cifra
en números romanos, una línea en letra cursiva: «El primer automóvil». Las
manos ocultaban todo el resto, impidiéndome la captación de otros datos que me
permitieran llegar a una conclusión. Tenía que ver el título y estaba decidido
a no retroceder. Cogiendo con la punta de los dedos un extremo de la cubierta,
comencé a levantarla lentamente. Ordal se removió, encogió las piernas e
inclinó la cabeza. Pero el libro quedó en la misma posición. El corazón se me desbocó
y por un instante temí que sus latidos despertarían a mi amigo. Pese a esto, mi
decisión se mantuvo inalterable y la continuación del anhelo me valió el
triunfo: impreso en oro fino sobre una tela excelente, relucía el título de la
obra: «Método para hacerse rico».
Me quedé un
rato estupefacto, pensando cuán condenable era que autores y editores sin
escrúpulos especularan con la idiotez humana. Después me costó dormirme, por
los pensamientos que se me ocurrían mientras relacionaba con Ordal –necesariamente–
la influencia que podía ejercer un libro como aquél. ¡Quién sabe a qué
desatinos le arrastraba, tal vez al borde del delito y de la abyección!
A medida que
reflexionaba, nacía en mí un sordo rencor contra Ordal. Nadie tenía el derecho,
me decía a mí mismo, de ser tan iluso. Dejarse enredar por una torpe promesa,
poner las propias esperanzas en magos de feria o pretender encontrar en la
letra impresa de un manual la fórmula de una alquimia salvadora, me parecían
extremos criticables en un adulto y tomé la decisión, tal vez
inconscientemente, sin planteármelo, de acentuar mi actitud de enojo.
Él fingía que
no se daba cuenta, o bien disimulaba el dolor que yo llegara a causarle. Al
cabo de dos días, me pidió con humildad que saliera al balcón. Me mostró un
Jaguar último modelo, rutilante bajo el resplandor del farol cerca del cual
estaba aparcado.
-Mi primer
automóvil -dijo, soslayando la mirada.
-¡Sí, ya lo sé!
Capítulo quinto -exclamé casi gritando.
Y
tumultuosamente, atragantándome porque tenía acumulados más argumentos que
palabras para expresarlos, condené el charlatanismo y la gente que caía en él,
la imbécil propensión a los patrones de éxito y de felicidad en los que hombres
pusilánimes como él perseguían un triunfo sin lucha.
-Todo eso es
peligroso, Ordal -decía-. ¡Acabarás mal!
-¿Por qué? ¿Qué
puede ocurrirme? -preguntó, sinceramente asustado.
Me sorprendió
su tono suplicante. No pensé entonces en lo que podía ocurrirle, y como
recurso, procurando que un inflamado acento profético supliera la pobreza
polémica, le dije:
-¡Tu serías de
ésos que llegan a curarse el cáncer con hierbas de pastor!
Horrorizado, se
tapó la cara con las manos y balbuceó:
-Ahora ya no
puedo retroceder. La ilusión es demasiado fuerte...
Todo, pues,
siguió su curso. Sucesivamente, Ordal tomó a su servicio un chófer, una
secretaria rubia (redondeada de pies a cabeza con sabio equilibrio), compró una
casa en la ciudad y un chalet cerca del mar, un avión, un yate y otros
automóviles que hacían juego con diferentes estados de ánimo. Hay que decir que
ofreció compartirlo todo conmigo, pero yo mantenía un celo de misionero y un
enfado de agitador social que, ahora que lo pienso a distancia, no dejan de
sorprenderme. Insistía en presagiar a mi amigo accidentes que no llegaron a
producirse nunca, con el único resultado de irnos distanciando hasta que se
produjo la ruptura definitiva.
Debo confesar
que la culpa fue mía y que este sentimiento se mezcló en seguida con otro de
rabia contra mí mismo. «¿Por qué no ha de ser posible, eh? -pensaba-. Si hoy
todo se pule y se perfecciona, si existen institutos que enseñan a tocar el
violín por correspondencia y sistemas que aprovechan la hora de sueño para
enseñar matemáticas, a base de algún ingenio acústico que va repitiendo la
lección, ¿por qué no ha de haber un método para hacerse rico?» En realidad, me
parecía conveniente, casi indispensable y de una urgencia de carácter
internacional.
El caso es que
me fui animando y una tarde, al salir de la oficina, visité una librería. Un
cierto pudor me obligó a hojear unas cuantas revistas y a interesarme por las
últimas novedades literarias. Me daba cierta vergüenza entrar de lleno en la
materia, pero por fin, con una sonrisa de hombre de mundo, como si me
enfrentara de buen humor con las debilidades de los demás, pregunté:
-¿No tienen el
«Método para hacerse rico», de Robert Hein?
-Está agotado.
Me resultó
difícil disimular la contrariedad y mantener dignamente la sonrisa de una
persona bregada. Ya había hecho un montón de proyectos y de cálculos. En una
palabra, contaba con ello. ¡Es tan difícil encerrar de nuevo la esperanza
cuando ya se ha abierto la caja íntima que la contiene!
Pero todavía no
estaba todo perdido. Había más librerías y un libro no desaparece del mercado
así como así. Inicié un recorrido penoso, por el desengaño que iba en aumento a
cada negativa. Me sentía irritado contra la imprevisión del editor que escatimaba
un título tan extraordinario.
Tenía un amigo
que era librero de lance, hombre experto como pocos y con una memoria
prodigiosa. Me costaba decidirme a mostrar mi obsesión a un conocido. Por el
mismo motivo, exacerbado por razones fácilmente comprensibles, hubiera
renunciado a cualquier fortuna antes que pedir el libro a Ordal.
Pese a esto, la
entrevista con el amigo librero se me hizo inevitable. Al entrar en la librería
tenía la boca seca, un sudor insólito en las manos, e imagino que debía ir
ligeramente despeinado y con la corbata torcida. Ya no me quedaban ánimos para
el disimulo, y prescindiendo de los preámbulos de cortesía, pregunté de buenas
a primeras:
-¿Tienes el
«Método para hacerse rico» de Robert Hein?
-No. Y no lo
encontrarás en ninguna parte.
Me explicó que
la editorial había desistido de hacer nuevas ediciones de la obra, porque los
linotipistas, los correctores, todo el personal que intervenía en la confección
de la obra, se retiraba a vivir de renta y la empresa perdía valiosos
colaboradores. Por otra parte, los gobiernos tendían a prohibirlo y las
autoridades recogían los ejemplares. Así que ni en las bibliotecas públicas era
posible estudiarlo...
-¿Y algún
particular? Pagando bien el simple alquiler del libro...
-Lo hemos
intentado todo.
Me apoyé en el
mostrador, con una sensación de ardor en la garganta. El librero intentaba
ayudarme con frases amables.
-No te diré que
el dinero no lo es todo. Habiendo leído tanto y a tu edad, no te queda más
remedio que saberlo. Mira: si quieres, tengo otro manual de la misma serie...
-¿Otro título
de Robert Hein?
-Sí.
La noticia me
espabiló.
-¿Cómo se
titula?
-El «Método
para encontrar la felicidad en la pobreza».
La escasa
seducción que se desprendía del título de la obra volvió a hundirme en mi
desencanto. Maquinalmente, más que otra cosa, por un resto de ganas de quedar
bien, la adquirí prescindiendo de regateos, saliendo en seguida sin despedirme,
de la misma manera que había entrado sin saludar.
Desvelado por
el cansancio y el aburrimiento, me metí pronto en la cama, con el deseo malsano
de dejarme torturar por el insomnio. Quería acumular más motivos de queja, pero
no contaba con lo larga que es la noche cuando falta la ayuda del sueño.
Después de dar innumerables vueltas y de deshacer la cama, cogí como un
autómata el «Método para encontrar la felicidad en la pobreza». Fue un gesto
dictado por la desesperación.
Pero me parece
un deber manifestar que la lectura me fascinó desde las primeras líneas. El
autor tenía un estilo sugestivo, insinuante, que llevaba la paz al espíritu.
Comenzaba con una larga relación de todas las cosas no indispensables de las
que podríamos prescindir aliviando el peso de nuestras responsabilidades. A continuación
se dedicaba a aflojar sutilmente los vínculos sociales y las obligaciones
derivadas de las normas de convivencia. A la mitad del libro, me importaban un
rábano las fluctuaciones de la moneda, las crisis periódicas de la economía
occidental y el problema de los parados. Por primera vez, veía el futuro con
una indiferencia burlona.
Justo a la
mañana siguiente abandoné la oficina. Dos días después, rescindía el contrato
del piso, regalando a la portera mis pertenencias, para dedicarme a vagabundear
y observar.
Y al cabo de
dos semanas, saltándome dos capítulos del libro (o adelantándome, mejor dicho,
al sistema correlativo del método), me descubrí el primer piojo. Recuerdo que
estaba apoyado en el tronco de un melocotonero, cerca de una acequia que me
adormecía con el murmullo de su agua. Con la alegría que con frecuencia va
emparejada al descubrimiento de nuevos compañeros, contemplaba encima de la
palma abierta aquella ínfima criatura que llevaba mi sangre. Le cayó encima una
gota de rocío y para protegerla de elementos tan desproporcionados a su indefensión,
lo volví a introducir delicadamente en mi pecho.
(Pere Calders)