El desertor y la mujer
que hacía cálculo
Si hubiera vivido mi pobre marido, el Carmelo, no me
habría pasado todo esto. Pero el Carmelo ya me va costando muchas velas, quizá
quinientas; Pepe dice que quinientas es un número que puede abarcar mucho, que
todo Yala puede costar quinientos, pero yo sé que mil doscientos son más que
quinientos, y también dos responsos y con solo el primero el cura me llevó
los únicos cabritos que tenía, pero ahora me anda diciendo que ya es tiempo de
otra misita y que con las únicas dos y todo, no va a llegar el Carmelo ni al
Purgatorio, pero ya no tengo más los dos cabritos. Lo que el cura no sabe es lo
de mi pensión, pero esa platita es sólo para mí.
Yo lo había visto largarse del camión viguero, colorado y
grande, y después lo vi tres veces más y lo seguí viendo cada vez que iba y volvía llevando
los quesillos. Tenía una flor en la oreja y una camisa a cuadros. Se bajó del
camión y gritó: "Aquí me quedo", sentándose después en esa piedra
grande debajo del ceibo seco. Allí estaba todas las mañanas y todas las tardes,
con la flor en la oreja. Hasta que empezó a tocar el acordeón en el boliche y
entonces, de la piedra debajo del ceibo seco se pasó a la galería y desde allí
tocaba el acordeón por la comida y el techo.
La primera vez que me habló, yo andaba con el vestido
azul y también me había puesto este pañuelo que se me ocurrió comprarle al
Turco. Me dijo:
-¿No gusta una copa, moza? -y mirando a don Ermenegildo
agregó-: El bolichero paga; total, para animar, digo.
Yo me quedé parada junto al palo del palenque, contemplándome
las alpargatas y acariciando con una mano el palo suave ya de tanto sobarlo con
los tientos de las riendas. Después tomé el vaso de vino, de un solo golpe, y ahí digo
yo que estuvo la mala suerte, porque ni a los muertos les dejé nada.
-Así me gusta -dijo él. Pero yo ya me había ido y ligero
me escabullí en el recodo de la pirca.
Desde entonces ya no me sacaba el vestido azul ni el
pañuelo del Turco. Desde ese día todas las veces que pasaba me invitaba la
copa, y al dármela, se quedaba tironeándome la mano y riéndose con su risa
ancha y con todos sus dientes blancos y completos. Hasta que una noche me
encontró por el camino; iba a mi casa de regreso con el canasto de los quesillos
vacío; yo tenía ganas ya y sus veinte años me ayudaron. Doroteo Mendoza, se
llamaba.
¡Ah, si no se hubiera muerto el Carmelo!, digo yo.
Después de esa noche se vino a vivir al rancho, y una mañana
me dijo:
-Ahora vamos a casarnos.
-¿Para qué? -dije yo.
-¿Cómo para qué? La gente debe casarse.
Y yo dije:
-Está bien.
Continué contando los quesillos del canasto y él volvió a
hablar:
-Mirá, Natalia, que te conviene: yo con mi sueldo del
Correo tengo dos mil pesos y ahora me toca el servicio militar; mientras yo esté
en el cuartel vos cobrás la mitad, o sea mil, con eso, más los doscientos de tu
pensión tenés mil doscientos, sin contar los quesillos.
Toda esa mañana anduve atolondrada, haciendo sumas, yendo
de aquí para allá con los quesillos, sin hallarme. A la noche volví. Él estaba
recostado fumando y cuando entré se sentó en el borde del catre y dijo:
-¿Y, estás decidida?
Yo dejé el canasto con todos los quesillos y dije:
-Está bien.
¡Ah, Carmelo!; "maldito Carmelo" diría, si
no estuviera difunto. Y todo por cabeza dura; por chupar tanto con esos bolivianos
roñosos se murió como una vaca hinchada y apestada.
Doroteo me dijo:
-No hay que perder tiempo. Nos vamos
al Registro Civil y listo.
Yo estaba todavía atolondrada
con la cuestión de la suma: mil más doscientos, mil doscientos, y los quesillos
y por eso quizá no me di cuenta cuando él dijo que por civil bastaba, que para la Iglesia había tiempo. Él
dijo que eso era suficiente y yo que no lo oí bien me dejé llevar. Si hubiera
sido con el cura tal vez no hubiera fallado.
Fuimos al Registro Civil y allí
escribieron. Al final le preguntó al empleado:
-¿Con esto ya estamos seguros,
ya estamos casados?
-Sí, señor -dijo el empleado.
Él ni siquiera esperó la noche.
Dijo que tenía que llevar los papeles a la ciudad y se fue. Pero antes me pidió
los setecientos setenta y cinco pesos que yo tenía debajo del San Roque.
Pasaron días y meses y ni
señales.
Un día fui hasta la ciudad,
para cobrar mis mil pesos en el Correo y allí me dijeron.
-¿Quién?
-Doroteo Mendoza.
-A ése ni lo conocemos.
Al cabo el jefe de la Estación me explicó: se
casó para pedir la excepción y no hacer el servicio militar. Pero yo tengo que
seguir mintiendo, y cuando alguien me pregunta por mi marido digo:
-Está de receptor del ejército.
Tiene que andarse escondiendo para que no lo pillen.
Pero yo sé que es mentira. ¡Ah,
si hubiera vivido el cochino del Carmelo, si no se hubiera muerto como una vaca
apestada! Todo por su culpa.
¿Ahora qué hago yo, casada y
sin libertad?
(Héctor Tizón)