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martes, 1 de abril de 2014

Sentir la Habana Vieja

             

El desertor y la mujer que hacía cálculo

Si hubiera vivido mi pobre marido, el Carmelo, no me habría pasado todo esto. Pero el Carmelo ya me va costando muchas velas, quizá quinientas; Pepe dice que quinientas es un número que puede abarcar mucho, que todo Yala puede cos­tar quinientos, pero yo sé que mil doscientos son más que qui­nientos, y también dos responsos y con solo el primero el cu­ra me llevó los únicos cabritos que tenía, pero ahora me anda diciendo que ya es tiempo de otra misita y que con las únicas dos y todo, no va a llegar el Carmelo ni al Purgatorio, pero ya no tengo más los dos cabritos. Lo que el cura no sabe es lo de mi pensión, pero esa platita es sólo para mí.
Yo lo había visto largarse del camión viguero, colora­do y grande, y después lo vi tres veces más y lo seguí viendo cada vez que iba y volvía llevando los quesillos. Tenía una flor en la oreja y una camisa a cuadros. Se bajó del camión y gritó: "Aquí me quedo", sentándose después en esa piedra grande debajo del ceibo seco. Allí estaba todas las mañanas y todas las tardes, con la flor en la oreja. Hasta que empezó a tocar el acordeón en el boliche y entonces, de la piedra deba­jo del ceibo seco se pasó a la galería y desde allí tocaba el acordeón por la comida y el techo.
La primera vez que me habló, yo andaba con el ves­tido azul y también me había puesto este pañuelo que se me ocurrió comprarle al Turco. Me dijo:
-¿No gusta una copa, moza? -y mirando a don Er­menegildo agregó-: El bolichero paga; total, para animar, digo.
Yo me quedé parada junto al palo del palenque, con­templándome las alpargatas y acariciando con una mano el palo suave ya de tanto sobarlo con los tientos de las riendas. Después tomé el vaso de vino, de un solo golpe, y ahí digo yo que estuvo la mala suerte, porque ni a los muertos les de­jé nada.
-Así me gusta -dijo él. Pero yo ya me había ido y ligero me escabullí en el recodo de la pirca.
Desde entonces ya no me sacaba el vestido azul ni el pañuelo del Turco. Desde ese día todas las veces que pasaba me invitaba la copa, y al dármela, se quedaba tironeándome la mano y riéndose con su risa ancha y con todos sus dientes blancos y completos. Hasta que una noche me encontró por el camino; iba a mi casa de regreso con el canasto de los que­sillos vacío; yo tenía ganas ya y sus veinte años me ayudaron. Doroteo Mendoza, se llamaba.
¡Ah, si no se hubiera muerto el Carmelo!, digo yo.
Después de esa noche se vino a vivir al rancho, y una mañana me dijo:
-Ahora vamos a casarnos.
-¿Para qué? -dije yo.
-¿Cómo para qué? La gente debe casarse.
Y yo dije:
-Está bien.
Continué contando los quesillos del canasto y él vol­vió a hablar:
-Mirá, Natalia, que te conviene: yo con mi sueldo del Correo tengo dos mil pesos y ahora me toca el servicio militar; mientras yo esté en el cuartel vos cobrás la mitad, o sea mil, con eso, más los doscientos de tu pensión tenés mil doscientos, sin contar los quesillos.
Toda esa mañana anduve atolondrada, haciendo su­mas, yendo de aquí para allá con los quesillos, sin hallarme. A la noche volví. Él estaba recostado fumando y cuando en­tré se sentó en el borde del catre y dijo:
-¿Y, estás decidida?
Yo dejé el canasto con todos los quesillos y dije:
-Está bien.
¡Ah, Carmelo!; "maldito Carmelo" diría, si no estuviera difunto. Y todo por cabeza dura; por chupar tanto con esos bo­livianos roñosos se murió como una vaca hinchada y apestada.
Doroteo me dijo:
-No hay que perder tiempo. Nos vamos al Registro Civil y listo.
Yo estaba todavía atolondrada con la cuestión de la suma: mil más doscientos, mil doscientos, y los quesillos y por eso quizá no me di cuenta cuando él dijo que por civil bastaba, que para la Iglesia había tiempo. Él dijo que eso era suficiente y yo que no lo oí bien me dejé llevar. Si hubiera sido con el cura tal vez no hubiera fallado.
Fuimos al Registro Civil y allí escribieron. Al final le preguntó al empleado:
-¿Con esto ya estamos seguros, ya estamos casados?
-Sí, señor -dijo el empleado.
Él ni siquiera esperó la noche. Dijo que tenía que llevar los papeles a la ciudad y se fue. Pero antes me pidió los setecientos setenta y cinco pesos que yo tenía debajo del San Roque.
Pasaron días y meses y ni señales.
Un día fui hasta la ciudad, para cobrar mis mil pesos en el Correo y allí me dijeron.
-¿Quién?
-Doroteo Mendoza.
-A ése ni lo conocemos.
Al cabo el jefe de la Estación me explicó: se casó para pedir la excepción y no hacer el servicio militar. Pero yo tengo que seguir mintiendo, y cuando alguien me pregunta por mi marido digo:
-Está de receptor del ejército. Tiene que andarse escondiendo para que no lo pillen.
Pero yo sé que es mentira. ¡Ah, si hubiera vivido el cochino del Carmelo, si no se hubiera muerto como una va­ca apestada! Todo por su culpa.
¿Ahora qué hago yo, casada y sin libertad?
(Héctor Tizón)