Plataforma es una editorial independiente que publica
libros que dan ganas de leer y divulgar.
Plataforma Editorial, fiel a su compromiso de publicar
libros con autenticidad y sentido, entrega el 0,7 % de las ventas de los libros
de la Colección Testimonio a ONGs con las que colabora.
Un par de
piernas
La torre de la
parroquia se alzaba solitaria como un dedo índice en medio del atardecer
tristón. Las palomas tornaban en bandadas, para recogerse en sus nidales incrustados
entre los resquicios que dejaban las ancianas losas de cantera.
Al atrio,
sembrado de truenos, naranjos y nísperos, rosales, margaritas y violetas, lo
cercaba pretenciosa verja de hierro y las callecillas embaldosadas y llenas de
lama verde negra, surcábanlo de un lado a otro.
En medio, la
fuente vomitaba un hilillo de agua turbia.
La campana
tocaba la oración, cuando mi tía, chiquita y blanca como una bola de hilo,
entraba al atrio paso a paso, recargada en mi hombro, poniendo a prueba la
escasa fuerza de mis siete años, que se dividía entre el peso de la viejecita y
el banco plegadizo que colgaba en mi siniestra.
Entrábamos al
templo por la puerta mayor; los pasos cansados de la tía, amortiguados por las
suelas suaves y esponjosas de los botines, percutían sordamente; su resonancia,
asociada a la producida por mi taconeo impenitente, golpeaba en la alta cúpula
como un raro tamborilear.
La viejecita
buscaba con la vista el lugar más discreto de la iglesia. Allí, al fondo de la
nave, en un rincón oscuro, apenas alumbrado por el guiñar de una lámpara de
aceite, me ordenaba con la vista que armara el banquillo.
Entre suspiros
y quejas, sentábase la anciana y, tras de santiguarse, empezaba a hacer correr
entre sus dedos agarrotados las cuentas del rosario.
Yo, sentado
sobre las duelas del piso, me aburría soberanamente.
Mi imaginación
de niño volaba de aquí allá con la agilidad de una pequeña ave.
Entonces salía
del templo para recorrer, in mente,
todos los campos de mi breve escenario infantil: la huerta de El Rincón, donde
las naranjas color de oro o las guayabas chapeteadas estaban tan sólo al
alcance de la mano; o al río de aguas achocolatadas, en donde Toga, mi perro,
daba chapuzones emocionantes, tras el pedrusco que le lanzábamos desde el
puente; o el volantín destartalado, que giraba y giraba sobre un eje incansable...
¡en fin!
Luego el
bisbiseo de las oraciones de la tía me capturaba y me traía en peso, hasta
clavarme en dos nalgas en aquella incómoda postura, en medio de paredes altas y
severas, impregnadas de ese extraño olor que producen la cera y el incienso;
aquellas paredes tapizadas con óleos oscuros, macabros, como si hubieran sido pintados
por un enfermo o por un presidiario, ilustrativos de la sanguinolenta tragedia
del Gólgota o del martirio inhumano de algún héroe de la vieja cristiandad.
Para entonces,
la anciana terminaba de dar vuelta al rosario e iniciaba la letanía.
Presa del
éxtasis, no reparaba en mí, lo que me permitía recobrar la propiedad total de
mis movimientos. Entonces me hurgaba a satisfacción las narices, alzaba la cara
en busca de algo que fuera capaz de distraerme; seguía, por ejemplo, a un par
de moscones que revoloteaban persiguiéndose en medio de la nave; contaba y recontaba
las velas que ardían sobre el altar mayor; desataba y ataba con enfadoso afán
las correas de mis zapatos; divagaba de lo lindo en torno del polvillo de oro
que se desprendía del alto ventanal, al colar por los emplomados multicolores,
los últimos rayos del sol; buscaba el parecido entre los apóstoles de aquella
mala copia de la Cena de Leonardo, con los tipos más conocidos del pueblo: allí
estaba el doctor Arenas, acompañado del señor Mireles, el recaudador de rentas
y Pánfilo el limosnero, con sus barbas rojas y enmarañadas... o fantaseaba
alrededor del purgatorio, a sugestión del "ánima sola", que se retorcía
encadenada entre rojas lenguas de fuego...
De pronto, la
tos seca de Bruno el sacristán avisaba a mi tía que era llegada la hora de
desalojar el templo. Ella cortaba su oración, se persignaba y yo solícitamente
me acercaba para ayudarla a ponerse en pie. Entonces salíamos de la iglesia
para perdernos en la penumbra del atrio.
Aquella tarde,
mi aburrimiento era terrible. El calor de la canícula se encerraba, se apretaba
entre las paredes hasta hacer el aire pesado. La iglesia estaba solitaria; mi
tía dejó abierto sobre el regazo su viejo "Lavalle" de letra gorda,
para cabecear presa de un sueño impertinente. Yo, de pie, volteaba de un lado a
otro espantándome el sopor. De pronto, mis ojos tropezaron con algo en lo que
hasta entonces no había reparado. Era aquello la imagen de una santa de muy
buen ver; estaba de pie sobre una mesilla baja, vestía túnica azul celeste
tachonada de estrellas plateadas; sus labios carnosos se fruncían con una
sonrisa picaresca e inquietante; los párpados caían como doblegados por el peso
de las pestañas enormes y sedosas; una toca blanca y elegante cubría su cabeza.
La gracia de la
figurilla se afinaba cuando en torno de ella las caras descompuestas por el
martirio o los gestos cloróticos o los retorcimientos histéricos de las demás
imágenes hacíanle un marco impropio y absurdo.
Tras de
cerciorarme de la profundidad del sueño de la tía, me fui acercando poco a poco
hasta la mesa en donde la santa se mantenía rígida. A unos cuantos metros pude
verla más a mi sabor; desde luego le encontré un notable parecido con la
maestra del segundo año: sus ojos eran los de ella y si la nariz hubiera sido
un poco más remangadilla y quizá más corta, el parecido sería sorprendente.
Seguí acercándome para leer un cartelito:
"Una
limosna para el culto de santa Rosa de Lima".
-Rosa de Lima
-me dije-, hasta el nombre suena bien. Más confiado, me llegué al borde de la
mesa. Allí quedé observando detalle a detalle el encanto de la imagen. Estaba
realmente subyugado; mi corazón palpitaba tan de prisa que temí me reventara el
pecho.
De pronto mi
mano, movida por extraño impulso, se alzó y emprendió un viaje inesperado; el
brazo se estiró en pos de la mano y ésta llegó hasta tocar el vuelo de la túnica;
la mano no se contuvo ni aun en el instante en que volví la cabeza para ver si
espiaban mi maniobra. Cuando torné los ojos a la santa, ya la falda estaba tan
alta que descubría un par de babuchas deslucidas y polvorientas, que no
cuadraban -ni con mucho- con el aspecto exterior de la imagen; pero el impulso
llevaba tanta fuerza y tanta intención, que no podía detenerse allí; siguió su
trayectoria hasta dejar -¡horror!- descubiertos dos morillos resecos, endebles,
de madera blanca, que se perdían hacia arriba entre la túnica arrugada y que
abajo se clavaban en la peana, tras de atravesar las babuchas vacías...
Un grito, en el
que se mezclaban la decepción y el espanto, salió de mi garganta. La tía
despertó sobresaltada y echóme una mirada quemante; se levantó corajuda y me
arrastró hasta afuera del templo...
Durante un mes
no se me permitió salir a jugar base ball
con mis camaradas...
(Francisco Rojas González)