Monólogo con toronjil
«... el amor es algo raro, difícil
de encontrar,
y que sólo se le aparece a unos pocos, por
casualidad, y una vez por siglo,
cuanto mucho,
como otros fenómenos igualmente
inexplicables,
tales como que alguien se eleve en
el aire o que un
analfabeto cite a Cicerón en correcto
latín.»
Hélia Correia, A fenda erótica.
Sé que va a llegar hoy. No porque alguien
me lo haya dicho, pero hace quince años que espero este fuerte olor a toronjil
que ahora se siente, después de la lluvia. El mismo aroma que me entró por la
nariz cuando él llegó por primera vez al pueblo y yo supe que era para casarse
conmigo, incluso antes de haberlo visto o de que alguien me hubiese hecho su
retrato. Me acuerdo como si hubiese sido ayer a media tarde; estaba sentada en
el patio desplumando las gallinas que mi madre había sumergido en el agua
hirviendo; eran para la fiesta de cumpleaños de mi hermana, la fiesta donde
ella anunciaría a todo el mundo su boda. Yo ya estaba harta de aquel olor a
excrementos y a los montones de enjundia asquerosa que tienen todas las
gallinas engordadas en el campo. Tenía un vestido ligero, de percal, ya lleno
de manchas de la sangre que aún goteaba del pescuezo de algunas, de aquellas
que se habían mantenido vivas durante más tiempo, de aquellas a las que mi
padre, por piedad o por otro sentimiento igualmente oscuro, no les había
cortado la garganta del todo o no les había arrancado el pescuezo de un solo
tirón, como hacía con todas las aves de caza que los perros le llevaban aún
convulsas. Tenía el vestido sucio de sangre y sentí una vergüenza inexplicable
cuando noté, en medio del olor a carne muerta y a enjundia de gallina, un leve
aroma a toronjil. Esto ocurrió tres horas antes de que él llegase. De modo que
cuando entró por el portón de la finca, cogido del brazo de mi hermana mayor,
ya me había cambiado de vestido, me había soltado el pelo sobre los hombros y
me había puesto el perfume de ella.
El hombre con quien mi hermana se iba a
casar, y al que conoció cuando estudiaba en la universidad, entró en nuestra
casa el primer día del verano de hace quince años. Cuando lo vi en la sala, a contraluz
de la vieja lámpara de talla dorada, me di cuenta de nuevo de que aquel olor a
toronjil había anunciado mi boda y no la de ella. Él aún no se había fijado
demasiado en mí y yo intentaba quedarme siempre en la sombra, a sus espaldas,
admirando su tono de voz y los modales delicados con los que hacía todos sus
gestos.
Esa primera noche en que se quedó en
nuestra casa pusieron su maleta y le hicieron la cama en la habitación al final
del pasillo, la más alejada de la de mi hermana, por una cuestión de pudor.
Pero la más cercana a la mía, por una cuestión de destino.
Yo tenía diecisiete años ese verano y de
hombres no sabía nada. Había visto a algunos muchachos más jóvenes que yo
cuando se bañaban en el río. Iba a espiarlos con una amiga algunas veces, por
entre las cañas, mientras se quitaban la ropa, y esperábamos siempre hasta que
saliesen del agua para verlos desnudos y mojados, tumbados al sol sobre la
hierba. De manera que todo lo que ocurrió esa tarde me provocó un deseo que
nunca había sentido por nadie. Toda mi habitación y mis ropas olían esa noche a
toronjil. Pero era un olor que sólo yo sentía; nadie, durante la noche de
fiesta, lo había mencionado.
Me retiré a mi habitación antes de que
todos saliesen de la sala y antes de brindar con las copas de cristal que
habíamos heredado de la abuela y que sólo se utilizaban en las grandes
ocasiones. Llené la bañera de agua tibia y eché un poco de sales de baño que mi
hermana había llevado a casa cuando regresó de la ciudad donde estaba
estudiando. Me desnudé, y me miré en los tres espejos del armario, con las
puertas abiertas de tal modo que me pudiese ver de casi todos lados. Muy pocas
veces, o tal vez ninguna vez, me había mirado así. Tenía ya el tamaño de los
senos y el volumen de nalgas que hace algunos años me hicieron envidiar la
belleza de mi hermana, cuando una mañana entré de repente en su habitación,
irritada por el sonido estridente de la radio, y la encontré desnuda, bailando
a saltos encima de la cama y la silla, hasta que soltó una risa cínica y me
preguntó si no me gustaría ser igual a ella. Después de bañarme, mientras
buscaba un camisón que mi hermana me había regalado en la Navidad pasada y que
aún no había estrenado, sentí que el olor a toronjil se volvía cada vez más
intenso. Encontré el camisón y me lo puse, era casi transparente y yo no
llevaba nada por debajo.
Esa fue la primera de las doce noches en
que me levanté, después de que todos habían apagado la luz, y me fui a meter en
la cama del hombre que mi hermana mayor había traído para casarse. El mismo
hombre que antes de marcharse, dos semanas después, para ir a buscar sus cosas
y regresar para la boda, me cogió del brazo, apoyándome en la salamandra del
pasillo, y me dijo: «Sé que volveré para casarme, pero será contigo; lo supe cuando
te miré a los ojos por primera vez».
Ese es el hombre que sé que va a llegar
hoy, quince años después. Por él conseguí esta casa junto al río, donde hoy lo
espero por causa de este olor a toronjil que se instaló en el aire después de
que dejara de llover.
José Riço Direitinho