El barbero del emperador
Todo iba mal para el emperador de China. En las fronteras, sus
ejércitos vencidos retrocedían. Sus generales se sublevaban. Los infieles
ministros tramaban peligrosas intrigas. Los cofres estaban vacíos. Los campos
estaban mal llevados. Y los astrólogos de todas las provincias anunciaban una
catástrofe sin precedentes.
Según la lógica del poder chino, el emperador tenía que
darse muerte, única forma de alterar la terrible suerte. Pero ese
emperador, a quien la idea de la muerte le era ajena, tenía un alma demasiado
débil para luchar de tal forma contra el destino. Por eso una mañana, empujado
por sus mujeres, por sus hijos, por sus consejeros más persuasivos, el
emperador le dijo a su barbero, cuando estuvo a solas con él:
-Voy a darte una orden. Escúchame bien. Uno de estos días, al afeitarme, me rajarás la garganta
con un solo tajo de tu gran navaja de afeitar. Sé de tu habilidad. Hazlo lo más
rápidamente posible. Sólo te pongo una condición: no me avises. No me digas:
«Hoy es el día.» Mátame dejándome hasta mi último suspiro en la ignorancia.
El barbero, un hombre de avanzada edad y silencioso, que cada
mañana pasaba un momento con la única compañía del rey -se ocupaba también de
su pelo y sus uñas-,
inclinó la cabeza sin decir palabra, mostrando así que había comprendido la
orden de su señor. Entonces empezó a acicalar al emperador, le peinó el
cabello, las cejas. Pasó por sus mejillas y por su cuello una crema relajante, antes de
empezar con la pequeña navaja debajo de la nariz, alrededor de la boca.
Cuando cogió la gran navaja para afilarla en un pedazo de cuero, el emperador
colocó las dos manos en los reposabrazos del sillón. Cuando la navaja se acercó
a su garganta, el emperador apretó con fuerza las manos, sintió que se le
aceleraba la respiración. La navaja dio algunos hábiles vaivenes por su rostro.
Luego una toalla caliente, húmeda y perfumada, suavizó su piel.
Un momento más tarde el barbero sacó la toalla, dio una
última pasada con el peine y se inclinó en silencio ante el monarca. Eso
era todo por aquella mañana.
El emperador retomó sus asuntos. Se enteró de que una próspera provincia del
oeste se había rebelado contra él y que seis de sus mujeres se habían escapado por la noche.
Cuatro recaudadores de impuestos habían recibido los últimos suplicios en la
costa. El hambre iba a peor en las altiplanicies.
El emperador tuvo una dolorosa jornada y se saltó la cuarta
comida.
Al día siguiente, tras una noche agitada por los sueños, el
emperador se presentó ante su barbero y tomó asiento en el sillón dorado.
Cuando la gran navaja, parecida a una larga hoz negra, bajó hacia su garganta
cubierta de espuma, el emperador apretó los puños con fuerza, e incluso las
rodillas. Dejó de respirar. Cerró los ojos. Notó que unas gotas de sudor le
recorrían el espinazo.
Tras lo cual la toalla perfumada calmó su rostro y su corazón.
El emperador se vistió y fue a las salas del gobierno. Se anunció
que unas hordas de saqueadores avanzaban hacia la vieja capital. El jan de
Mongolia, hasta aquel momento amigo suyo, le enviaba un arco partido, signo de
una despiadada declaración de guerra. Aquella noche unas manos desconocidas
habían asesinado a varios criados de confianza.
Al final de una jornada de constantes desgracias, acosado
por la jauría de los astrólogos y de los sacerdotes que animaban a sus esposas
y a los hijos de éstas, el emperador, después de haber cenado muy poco, se
acostó y durmió lo mejor que pudo.
Por la mañana, como de costumbre, el barbero se inclinó ante
su amo y empezó con su cotidiana tarea. Agua, crema, navaja pequeña y navaja
grande. Aquella mañana la prueba de la navaja grande fue casi insoportable. El
emperador sentía en el interior de su cuerpo movimientos que desconocía,
nacidos del miedo y de lo imprevisible.
Sólo respiró al sentir la toalla perfumada. El barbero guardó sus
utensilios, siempre en silencio, se inclinó y se retiró.
El emperador se reunió con los ministros que, al parecer, seguían
siéndole fieles. Desde el alba se habían anunciado en las nubes malos
presagios, fortalezas titubeantes, oscuros pájaros atravesados por flechas,
demonios fugitivos y reidores. Se anunciaban deserciones en las filas de
la misma guardia imperial. De lo alto de la torre más alta se podía ver a los
exploradores de los ejércitos enemigos, que estaban a punto de rodear la
ciudad. Las cosechas ardían. En algunas gargantas los ríos transportaban barro
rojo que olía a azufre.
El emperador comió muy poco aquel día. Por la noche durmió de
forma intermitente.
Cuando se hizo de día, hizo llamar al jefe de la guardia -un
hombre que le debía su fortuna- y le dijo escuetamente:
-Que ejecuten a mi barbero. Y deprisa.