La expresión
Milton Estomba había sido un niño prodigio. A los siete años ya
tocaba la Sonata No.3, Op. 5, de Brahms, y a los once, el unánime
aplauso de crítica y de público acompañó su serie de conciertos en las
principales capitales de América y Europa.
Sin embargo, cuando cumplió los veinte años, pudo notarse en el
joven pianista una evidente transformación. Había empezado a preocuparse
desmesuradamente por el gesto ampuloso, por la afectación del rostro, por el
ceño fruncido, por los ojos en éxtasis y otros tantos efectos afines. Él
llamaba a todo ello «su expresión».
Poco a poco, Estomba se fue especializando en «expresiones». Tenía
una para tocar la Patética, otra para Niñas en el Jardín, otra para la
Polonesa. Antes de cada concierto ensayaba frente al espejo, pero el público
frenéticamente adicto tomaba esas expresiones por espontáneas y las acogía con
ruidosos aplausos, bravos y pataleos.
El primer síntoma inquietante apareció en un recital de sábado. El
público advirtió que algo raro pasaba, y en su aplauso llegó a filtrarse un
incipiente estupor. La verdad era que Estomba había tocado la Catedral Sumergida
con la expresión de la Marcha Turca.
Pero la catástrofe sobrevino seis meses más tarde y fue calificada
por los médicos de amnesia lagunar. La laguna en cuestión correspondía a las
partituras. En un lapso de veinticuatro horas, Milton Estomba se olvidó para
siempre de todos los nocturnos, preludios y sonatas que habían figurado en su
amplio repertorio.
Lo asombroso, lo realmente asombroso, fue que no olvidara ninguno
de los gestos ampulosos y afectados que acompañaban cada una de sus
interpretaciones. Nunca más pudo dar un concierto de piano, pero hay algo que
le sirve de consuelo. Todavía hoy, en las noches de los sábados, los amigos más
fieles concurren a su casa para asistir a un mudo recital de sus «expresiones».
Entre ellos es unánime la opinión de que su capolavoro es la Appassionata.
M. Benedetti