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viernes, 6 de enero de 2017

Euskadi



Agonía bajo el manto de oro

Hacía un rato que el estudiante Luis Bravo dormía en la cama de hierro, en el cuarto, sencillo y pequeño, de su pensión. Había elegido aquella pensión porque te­nía muchos huéspedes que no se conocían entre sí y, por tanto, se concedían mayor independencia. Llevaba un rato ya dormido cuando fue despertado por un rumor que, a través del tabique, le llegaba de la habitación con­tigua. Pensó que no conocía a quien la ocupaba y se disponía a dormirse de nuevo, pero nuevos ruidos con­fusos le llamaron la atención e incorporó un poco la cabeza por temor a que fuese la alarma de un incendio, riesgo que en aquella casa muy antigua siempre existía.           
Entre los ruidos que le llegaban distinguió una voz fatigada, como de persona muy vieja, que decía:
-No es bastante, no es bastante.
Esto no le interesó, no creyó que fuese indicio de nada digno de curiosidad, pero convencido de que no podría dormirse hasta que se restableciese la calma, es­peró un poco a ver si todo callaba. Pero no fue así. Se oían pasos, conversaciones, golpes en el suelo, arrastrar de muebles. Tuvo la certidumbre de que alguien se ha­bía puesto enfermo; se levantó, y a oscuras, se dirigió hacia la puerta, pero notó que por debajo del armario se veía una raya de luz, como si pasara de la habitación aneja. Pensó que habría detrás del mueble una falsa pared y quiso aprovechar aquella facilidad que se le pre­sentaba para no tener necesidad de salir al pasillo. Mo­vió un poco el armario que por estar medio vacío no pesaba mucho, y encontró tras él una serie de ranuras de luz que le demostraron que en vez de pared había un tabique hecho de tablas, probablemente.
Conteniendo la respiración miró por una de las ra­nuras y vio con toda claridad una habitación, ilumi­nada y llena de gente. Vio, acostada en una cama y cu­bierta de lujosa colcha azul, una mujer anciana de piel muy pálida, apoyada en unos cojines dorados, rodeada de personas que la atendían.
«Una enferma -pensó el estudiante-. Una enferma que conmociona a toda la familia.»
Pero se creyó a punto de variar de opinión cuando observó que en vez de medicinas, le presentaban a la enferma objetos que ella parecía desdeñar. Un caballe­ro vestido muy elegantemente de negro le ofrecía un grueso candelabro de un metal muy pesado y bello, la­brado y bruñido. Pero la enferma no lo miró, y el caba­llero dejó el candelabro en el suelo y cogió de manos de otra persona una arqueta de plata que, respetuosamen­te, enseñó a la enferma. Otro caballero, haciendo gran­des reverencias, se acercó y arregló los almohadones de la cama cubriéndolos con encajes dorados. Otros dos señores vestidos de frac y corbatas blancas traían una piel de oso blanco que colocaron sobre la cama, y ha­biéndose retirado ambos unos pasos, se adelantó otro caballero que volcó sobre la cama el contenido de un cofrecillo, que no era otro sino joyas de gran tamaño engarzadas en piedras preciosas. Y todo esto era hecho con grandes muestras de acatamiento y respeto.
La señora, en su cama, hizo gestos negativos y mi­raba a todos sitios con ansiedad, como esperando algo que no fueran aquellos objetos, pero las personas que la rodeaban y que hablaban entre sí no le traían sino enormes bandejas de plata, abanicos de plumas de aves extrañas, ánforas envueltas en sedas y brocados anti­guos, collares de pedrería que sacaban de arquetas de marfil, y otros objetos valiosos que se iban amontonan­do en la habitación.
El estudiante Luis Bravo no sabía qué pensar ante aquella escena, pero a la vez se sentía dominado por una gran piedad hacia la enferma: aquella señora necesitaba una taza de caldo o un paño de agua helada en la frente en vez de aquellas cosas inútiles que le llevaban.
Pronto vio que unas personas cubrían el suelo con tapices persas y sobre él se iban amontonando lienzos y tejidos de terciopelo, como para proteger a la enferma de toda humedad, y también colgaron delante del bal­cón cortinas de paño.
La habitación se iba llenando de gente muy bien vestida y discreta que mostraba su consideración hacia los presentes. Hacían entrar del pasillo nuevas cosas, como colmillos de elefante, cabezas de ciervos y leones disecadas, esculturas antiguas en blanco mármol que quedaban apoyadas en las paredes, junto a muebles de maderas finas.
Una fuerza humanitaria y compasiva le impulsó a llevar su auxilio a la pobre señora; dando media vuelta salió al pasillo, y abriéndose paso entre la espesa con­currencia, se metió en la gran habitación iluminada pro­fusamente por altos cirios y hachones que humeaban sobre soportes de hierro. Le dio en la cara un violento olor; allí era imposible respirar y el aire estaba tan vi­ciado que creyó asfixiarse, como quien penetrara en una tumba cerrada muchos siglos.
Su entrada apenas fue percibida hasta que llegó cerca de la cama y varias manos lo sujetaron, e interroga­ron con ojos amenazadores los señores que acarreaban las riquezas.
-Por favor, permítanme ustedes que haga algo por esta señora. ¡Hay que dejar que entre el aire, abrir el balcón! -habló con energía y rápidamente para que le diese tiempo a decirlo, pero todos le mandaron callar y le empujaron hacia un rincón.
Alguno de los presentes le miró con benignidad, pero no le dieron importancia y se distrajeron, porque en aquel momento entraban, en unas andas de ébano, un gran pez de plata en el que habían trabajado cente­nares de artífices; lo acercaron a la cama y allí lo dejaron.
Entonces oyó otra vez las palabras de la anciana y se espantó:
-¡No es bastante, quiero más, traedme más! -y sus ojos se paseaban incansables por todo aquello y sus ma­nos, medio cubiertas por las sortijas, arañaban la sába­na del embozo. Había aumentado la demacración de su cara y sus párpados se rodeaban de una sombra.
Luis Bravo vio como por la puerta metían, con gran dificultad por su tamaño, columnas labradas de jade que colocaron alrededor del lecho. Un caballero que llevaba varias condecoraciones sobre su levita subió en los hombros de otro anciano y sujetó a las columnas guirnaldas de perlas y amatistas; sobre ellas fueron adosados encajes y flecos, y con éstos formaron un do­sel; la cama se convirtió en un monumento asombroso en el que se destacaba la cara lívida, con grandes arru­gas, de la anciana.
Luis Bravo la contemplaba y comprendió que no sólo se encontraba enferma sino que estaba agonizan­do; los ojos turbios y ávidos no eran bastante para dar vida a un rostro cadavérico y a la vez convulso por la cólera. Tembló al hacer esta observación y se rebeló contra lo que allí ocurría.
Era verdad que la atmósfera de la habitación se había hecho totalmente irrespirable, y de los objetos amontonados se desprendía un polvo invisible que se­caba la garganta. Constantemente aumentaban la luz con grandes candelabros encendidos, y los cuadros y marcos colgados por las paredes mostraban sus colores brillantes.
No le dejaron abrir el balcón y en cambio le dieron un incensario para que quemara mirra. Se puso a hacer­lo con toda diligencia arrodillado en el suelo, cargando cuidadosamente el recipiente, encendiendo las brasas y moviéndolo en el aire. Pero el tenue humo que daba la mirra se perdía entre los olores fortísimos que llenaban la estancia. Las pieles y las armas antiguas, de las que hay en los museos, y que aún conservaban oscuras man­chas de la sangre que las había empapado, daban su hedor peculiar. Luis Bravo se sintió morir. Pensó:
«Ahora, fuera es de noche y el aire frío tendrá olor a lluvia, y en el firmamento las estrellas hermosas y bri­llantes estarán como siempre a pesar de que nosotros aquí nos afanamos y morimos.»
La anciana incorporada en los almohadones levantó la voz:
-¡Dadme más! ¡Más!
Estas palabras imperiosas produjeron una agitación en todos los presentes. Algunos desaparecieron en el pasillo y al cabo de unos momentos entró en la habita­ción un grupo de caballeros abrumados por el peso de una enorme corona de colosal tamaño que llegaba has­ta el techo. Toda la riqueza imaginable estaba allí: ce­nefas de pedrería se mezclaban con metales raros, hilos de perlas partían de la base de oro repujado, para llegar hasta la punta donde medallones de diamantes enmar­caban doce figuritas de platino que por medio de un resorte se movían. Todas las coronas de los reyes de la tierra parecían reunirse en ésta que, trabajosamente, hicieron llegar hasta la cama y con la ayuda de todos colocaron sobre la cabeza de la enferma.
El peso fabuloso de la gran joya pareció hundirla, pero sólo se vio que en su frente aparecieron más arru­gas y de los mechones de pelo canoso que brotaban por debajo de la corona, goteó el sudor; pero los ojos de la enferma no se calmaron; miró alrededor y murmuró:
-No es bastante; quiero mucho más.
De pronto, la corona osciló. Debajo de ella la señora había desaparecido bruscamente. Sobre los almoha­dones ya no se veía su cara descompuesta ni se notaba la señal del cuerpo bajo las riquezas que le cubrían ha­cía un momento.
Todos miraron atentamente cómo se había esfuma­do la enferma. Ni dentro ni fuera del lecho se la veía, y como cuando se rompe una pompa de jabón, había de­jado de ser.
Varios caballeros se cubrieron los ojos con las ma­nos y se les oyó sollozar, pero desaparecieron entre la mayoría que salía despacio al pasillo.
Luis Bravo dejó el incensario y, estupefacto aún, salió fuera. Oía conversaciones, se habían formado corros y se charlaba. Se acercó a un grupo y oyó que decía uno:
-Delante de casa me voy a hacer un jardín. En los domingos, claro, en los ratos libres y voy a poner rosales.
Otro le interrumpió:
-Creo que mi hijo el mayor se inclina por las matemáticas. Son de mucha utilidad para cualquier cosa.
Otro hombre levantó la voz:
-A mí que no me hablen de nada hasta que me case. El amor le hace a uno feliz como un pájaro.
Oyó otras conversaciones: quien buscaba prestado un libro, quien preguntaba por las señas de un conocido.
Luis Bravo se dijo:
-Bueno, lo mejor es acostarse y mañana veremos lo que hay que hacer.
Y así fue. Volvió a su cuarto, se tendió en la cama, respiró tranquilo y se durmió beatíficamente.

Juan Eduardo Zúñiga