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sábado, 4 de abril de 2020

Isabel Pruna - Sitges


Vidas Paralelas:

Paulo Emilio 

V. Quería un romano repudiar a su mujer, y le hacían cargo sus amigos, preguntándole: «¿No es honesta? ¿No es hermosa? ¿No es fecunda?» Y él, mostrando el zapato, al que los romanos llaman cálceo, les dijo: «¿No es elegante? ¿No está nuevo? Pues no habría entre vosotros ninguno que acertase en qué parte del pie me aprieta.» Y en verdad que por grandes y conocidos yerros se separaron algunos de sus mujeres; pero los tropiezos, aunque pequeños, continuos de genio y diferencia de costumbres, éstos se ocultan a los de afuera, y engendran, sin embargo, con el tiempo en los que viven juntos aversiones irremediables.

Sertorio

VIII. Diéronle allí noticia unos marineros, con quienes habló, de ciertas islas del Atlántico, de las que entonces venían. Éstas son dos, separadas por un breve estrecho, las cuales distan del África diez mil estadios, y se llaman de los Afortunados. Las lluvias en ellas son moderadas y raras, pero los vientos, apacibles y provistos de rocío, hacen que aquella tierra, muelle y crasa, no sólo se preste al arado y a las plantaciones, sino que espontáneamente produzca productos que por su abundancia y buen sabor basten a alimentar sin trabajo y afán a un pueblo descansado. Un aire sano, debido a que las estaciones casi se confunden, sin que haya sensibles mudanzas, es el que envuelve aquellas islas, porque los cierzos y solanos que soplan de la parte de tierra, difundiéndose por la distancia de donde vienen en un vasto espacio, van decayendo y pierden su fuerza; y los de mar, el ábrego y el céfiro, siendo portadores de lluvias suaves y espaciadas, por lo común con una serenidad humectante es con la que refrigeran y con la que mantienen las plantas; de manera que hasta entre aquellos bárbaros es opinión, que corre muy válida, estar allí los campos Elíseos, aquella mansión de los bienaventurados que cantó Homero.

XI. Un lusitano, hombre del pueblo, que vivía en el campo, se encontró con una cierva recién  parida que huía de los cazadores; y ésta se le escapó pero a la cervatilla, maravillado de su color, porque era toda blanca, la persiguió y la alcanzó. Hallábase casualmente Sertorio acantonado en las inmediaciones, y como recibiese con afabilidad a los que le llevaban algún presente, bien fuese de caza, o de los frutos del campo, recompensando con largueza a los que así le hacían obsequio, se le presentó también éste para regalarle la cervatilla. Admitióla, y al principio no fue grande el placer que manifestó; pero con el tiempo, habiéndose hecho tan mansa y dócil que acudía cuando la llamaba, y le seguía a doquiera que iba, sin espantarse del tropel y ruido militar, poco a poco la fue divinizando, digámoslo así, haciendo creer que aquella cierva había sido un presente de Diana, y esparciendo la voz de que le revelaba muchas cosas ocultas, por saber que los bárbaros son naturalmente muy inclinados a la superstición. Para acreditarlo más, se valía de este medio: cuando reservada y secretamente llegaba a entender que los enemigos habían invadido alguna parte de su territorio o trataban de separar de su obediencia a una ciudad, fingía que la cierva le había hablado en las horas del sueño, previniéndole que tuviera las tropas a punto. Por otra parte, si se le daba aviso de que alguno de sus generales había alcanzado una victoria, ocultaba al que lo había traído, y presentaba a la cierva coronada como anunciadora de buenas nuevas, excitándolos a mostrarse alegres y a sacrificar a los dioses, porque en breve había de llegar una fausta noticia.

Plutarco

Carpe diem