la sola que puede hacerle y conservarle a uno feliz.
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Al sabio llamaríamos insensato, al justo injusto,
si buscara la virtud misma más allá de lo bastante.
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Crees que la virtud es una palabra, el bosque leña.
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Una vez por una estrecha rendija una delgada vulpeja
se deslizó dentro de una canasta de trigo y, tras cebarse,
en vano intentaba de nuevo salir con su cuerpo repleto.
Una comadreja le silbó al oído: «Si quieres escapar, delgada
has de salir por el hueco por donde delgada te colaste.»
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No respondió mal Telémaco, retoño del sabio Ulises:
«Ítaca no es lugar apropiado para caballos, no siendo
ni extenso en llanuras ni pródigo en abundante hierba.
Atrida, dejaré contigo tus regalos, más aptos para ti.»
Al humilde lo humilde: a mí ya no me place la regia
Roma, sino la tranquila Tíbur o la apacible Tarento.
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Trabajador y dinámico, famoso por su actividad forense,
Filipo, cuando volvía de sus obligaciones ya cerca de la
octava hora, refunfuñando -era hombre ya mayor-
por lo lejos que estaban del Foro las Carinas, observó,
según cuentan, a uno afeitándose en ociosa barbería
y cortándose plácidamente él mismo sus propias uñas.
«Demetrio» -este siervo hacía con destreza los encargos
de Filipo-, «ve, pregunta y cuéntame de qué casa es, quién
es, de qué clase, quién es su padre, quién es su patrón».
Va, vuelve y le cuenta que se llama Volteyo Mena,
subastador, de magro censo, irreprochable, conocido
por trabajar y dejarlo, ganar dinero y gastarlo por turnos;
a gusto entre sus modestas amistades, con su seguro tocino,
sus juegos y un paseo por el Campo al acabar el trabajo.
«Me gustaría averiguar de sus labios lo que me cuentas:
dile que venga a cenar.» Mena no se lo podía creer,
se queda atónito y mudo. En fin, responde: «Gracias,
pero no.» «¿Me dice que no?» «El muy impresentable
dice que no: te desprecia o te teme.» Por la mañana Filipo
a Volteyo, mientras vendía trastos viejos al populacho
descamisado, le aborda y le saluda primero; él ante Filipo
pone sus ataduras laborales para ganarse el jornal por
excusa de no haber ido a su casa a darle el saludo matutino
y, en fin, de no haberle visto antes. «Date por perdonado
con tal que cenes hoy conmigo.» «Como gustes.»
«Entonces, ven después de la hora nona. Hala, ahora a
trabajar y aumentar tu hacienda.» Fue a la cena y habló
sin ton ni son. Por fin, se fue a dormir. A menudo
se le vio acudir aquí, como pez a oculto anzuelo, cliente
por la mañana y ya comensal fijo, hasta que tuvo
que ir en la comitiva que pasó en el campo con el patrón
las Fiestas Latinas. Ya en el carruaje no para de loar
el campo y el clima sabino. Lo ve y se ríe Filipo y,
al tiempo que se procura diversión y risas por doquier
regalándole siete mil sestercios, le promete otros
tantos en préstamo y le anima a comprar unos terrenitos.
Los compra. Para no dar rodeos más largos de lo necesario
y entretenerte más: de hombre pulcro se vuelve un paleto y
no hace más que matraquear con sus surcos y viñedos;
prepara olmos, se mata a trabajar y envejece de codicia.
Mas, tras desaparecer sus ovejas por robo y sus cabras
por enfermedad, fallarle la cosecha, matar al buey arando,
atribulado ante las pérdidas, a media noche coge
su jaco y airado se dirige a la mansión de Filipo.
En cuanto le ve mugriento e hirsuto, Filipo
dice: «Volteyo, me parece que eres demasiado austero
y frugal.» «Pardiez, patrón», respondió, «desgraciado
me llamarías, si quisieras ponerme el nombre verdadero.
Por lo que te ruego y pido por tu Genio, tu diestra
y tus dioses Penates: devuélveme a mi vida anterior».
Horacio