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martes, 11 de junio de 2019

Cronopios


Anábasis (2)

»Pero todos estos bienes, compañeros, sólo están evidentemente en manos del vencedor. Y conviene hablar del modo como marcharíamos con la mayor seguridad posible, y, si es preciso luchar, cómo lucharíamos con la mayor eficacia. Me parece, pues, que ante todo debemos quemar los carros que tenemos para que no sean nuestras bestias las que dirijan nuestra marcha sin que podamos ir por donde convenga al ejército. Después es preciso también quemar las tiendas. Su transporte nos estorba mucho y no tienen utilidad ninguna ni para combatir ni para obtener víveres. Desprendámonos, además de todos los bagajes superfluos, quedándonos sólo con aquello que es necesario para la guerra o para comer y beber; de esta suerte, reducido el número de los dedicados a transportar los bagajes, podremos disponer de mayor número de hombres sobre las armas. Bien sabéis que si somos vencidos todo caerá en manos ajenas, y si vencemos podremos utilizar a nuestros mismos enemigos para llevar nuestras cosas.
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»Me queda por decir lo que considero más importante. Ya veis que los enemigos no osaron hacernos la guerra hasta que cogieron a nuestros generales, pensando, sin duda que mientras tuviéramos jefes y mientras nosotros les obedeciésemos, éramos capaces de vencerles en la guerra, pero que una vez presos aquellos, la falta de mando y la indisciplina darán al traste con nosotros. Es preciso, pues, que los jefes ahora elegidos sean mucho más celosos que los anteriores, y los soldados mucho más disciplinados y obedientes a los jefes actuales que a los anteriores. Y si alguno desobedeciese, conviene acordar que quien se halle presente ayuda al jefe para castigarle: de este modo se verán los enemigos engañados en sus esperanzas, pues hoy mismo verán diez mil Clearcos en lugar de uno solo, los cuales no consentirán a nadie que se porte cobardemente. Pero ya es hora de hacer las cosas; acaso los enemigos se presentarán en seguida; al que le parezca bien esto, que preste su aprobación cuanto antes, y si a cualquiera se le ocurre algo, que lo diga; se trata de la salvación de todos.»
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»Y que todo aquel que desee volver a ver de nuevo a su familia, se acuerde de ser hombre valiente: es la única manera de conseguirlo; que quien desee vivir se esfuerce por vencer; los vencedores son los que matan y los vencidos los que mueren. Y si alguno siente deseos de riqueza, esfuércese por obtener la ventaja, pues los vencedores pueden salvar sus bienes y coger los de los vencidos.»
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Llegados a las tiendas, mientras los demás se ocupaban en buscar víveres, los generales y capitanes se reunieron. El apuro en que se hallaban era grande; por un lado tenían elevadas montañas y por el otro un río tan profundo que las picas no alcanzaban el fondo al intentar sondearlo. En esta perplejidad se presentó a ellos un rodio y les dijo: «Yo estoy dispuesto, compañeros, a pasar cuatro mil hoplitas, si me proporcionáis lo que necesito y me dais un talento como recompensa.» Le preguntaron qué necesitaba. «Necesito -dijo- dos mil odres: veo por aquí muchas ovejas, cabras, bueyes y asnos. Si los desollamos e inflamos las pieles podremos pasar fácilmente. También tendré necesidad de las correas que llevan las acémilas. Con estas correas ataré los odres unos con otros y suspenderé de ellos piedras que al caer al agua les servirán a manera de ancla; después pasaré el río, tenderé una cuerda entre ambas orillas y, finalmente, cubriré los odres así dispuestos con tierra y ramaje. Ya veréis cómo no nos hundimos. Cada odre bastará para que no se hundan dos hombres, y el ramaje y la tierra impedirán que se resbale.» Los generales, al oír esto, encontraron la idea ingeniosa, pero de ejecución imposible. Al otro lado del río había gran número de jinetes enemigos que no hubiesen dejado saltar a tierra a los primeros que lo hubieran intentado.
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Mucho más fácil es subir una pendiente escarpada sin combate que marchar por camino llano mientras los enemigos atacan a derecha e izquierda. Mejor vemos de noche lo que se encuentra ante los pies cuando ningún enemigo nos amenaza, que de día cuando vamos combatiendo, y el camino áspero resulta a quienes lo recorren sin ser hostilizados más cómodo que el llano cuando se marcha bajo una lluvia de proyectiles. 
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Desde allí recorrieron veinte parasangas en cuatro jornadas y llegaron a una ciudad grande, rica y poblada, que se llamaba Ginmias. El jefe de esta comarca envió a los griegos un guía para que los condujese por el territorio de sus enemigos. Vino, pues, el guía, y le dijo que en cinco días les conduciría a un sitio desde donde verían el mar, y que si no cumplía su promesa podían matarle. Y guiándoles, cuando los entró por la tierra de los enemigos, les invitó a que lo incendiasen y arrasasen todo, señal clara de que éste había sido el motivo de su venida, no la benevolencia hacia los griegos. Al quinto día llegaron a la cima de la montaña llamada Teques. Cuando los primeros alcanzaron la cumbre y vieron el mar prodújose un gran vocerío. Al oírlo Jenofonte y los que iban en la retaguardia creyeron que se habían encontrado con nuevos enemigos, pues les iban siguiendo los de la comarca quemada, y los de la retaguardia habían matado algunos y cogido otros vivos en una emboscada, tomándoles veinte escudos hechos con mimbre y pieles crudas de buey de mucho pelo. Pero como el vocerío se hacía mayor y más cercano y los que se aproximaban corrían hacia los voceadores, como el escándalo se hacía más estruendoso a medida que se iba juntando mayor número, parecióle a Jenofonte que debía de tratarse de algo más importante, y, montando a caballo, se adelantó con Licio y la caballería a ver si ocurría algo grave. Y, en seguida, oyeron que los soldados gritaban: «¡el mar!, ¡el mar!», y que se transmitían el grito de boca en boca. Entonces todos subieron corriendo: retaguardia, acémilas y caballos vivamente. Cuando llegaron todos a la cima se abrazaban con lágrimas los unos a los otros, generales y capitanes. Y en seguida, sin que se sepa de quién partió la orden, los soldados se pusieron a traer piedras y a levantar un gran túmulo, que cubrieron con pieles crudas de buey, con bastones y con los escudos de mimbre que habían cogido, y el guía mismo se puso a destrozar los escudos, exhortando a los griegos a que lo hiciesen ellos también. Después de esto despidieron al guía, dándole entre todos como presente un caballo, una copa de plata, un traje persa y diez daricos. Él les pidió, sobre todo, anillos y los soldados le dieron muchos. Y después de mostrarles una aldea donde podían acampar y el camino para llegar al país de los macrones, se marchó cuando ya caía la tarde.

Jenofonte