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jueves, 13 de junio de 2019

Aenea


Anábasis (3)

Los griegos, subida la montaña, acamparon en numerosas aldeas muy bien abastecidas, y nada les llamó la atención sino la gran abundancia de panales que había en aquellos lugares. Pero a todos los soldados que comieron la miel se les trastornó la cabeza y tuvieron vómitos y desarreglos de vientre; ninguno podía tenerse en pie. Los que habían comido sólo un poco parecían borrachos; los que comieron más daban la impresión de locos, y algunos quedaban como muertos. De este modo había muchos por tierra como después de una derrota, y los demás estaban constristados. Pero al día siguiente no se murió ninguno y próximamente a la misma hora que la víspera, les desapareció el delirio. Al tercero y cuarto día se levantaron como después de haber tomado una medicina.
Desde allí recorrieron siete parasangas en dos etapas y llegaron al mar por Trapezunte, ciudad griega muy poblada, a orillas del Ponto Euxino, colonia de Sínope, en el país de los colcos. Permanecieron allí treinta días en las aldeas de los colcos. Desde este punto organizaban expediciones por toda la Cólquide en busca de botín. Además, los habitantes de Trapezunte establecieron un mercado en el campamento de los griegos, los recibieron y les dieron como presentes de hospitalidad vacas, harina de cebada y vino. También entablaron negociaciones en nombre de los colcos de los alrededores que habitaban principalmente en la llanura, y éstos les trajeron vacas en señal de amistad.
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«Yo, compañeros, estoy ya cansado de plegar los bagajes, de marchar, de correr, de llevar las armas, de ir formado, de hacer centinela y de combatir. Sólo deseo, libre de todos estos trabajos, puesto que hemos llegado al mar, hacer el resto del camino embarcado y llegar a Grecia tendido y durmiendo como Ulises.» 
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Estas consideraciones lo llevaban a desear ser jefe absoluto del ejército. Pero cuando pensaba que el porvenir es incierto para todos los hombres y que corría el peligro de perder en este cargo la gloria adquirida, dudaba.
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«Ya sabéis, compañeros, que nunca os he llevado sin necesidad a un peligro: bien veo que lo que necesitáis no es adquirir gloria mostrando vuestro valor, sino salvaros. Pero nuestra situación ahora es ésta: salir de aquí sin combate es imposible. Si nosotros no marchamos contra los enemigos, éstos nos seguirán cuando nos retiremos y caerán sobre nosotros. Considerad, pues, lo que es preferible: marchar contra esos hombres con las armas por delante o, echándolas a la espalda, vernos seguidos por ellos. Bien sabéis que el retirarse delante de los enemigos no es nada honroso y que, en cambio, la persecución da valor hasta a los más cobardes. Yo preferiría atacar con la mitad de tropas que retirarme con el doble. Y éstos, estoy seguro que ninguno de vosotros se figura que han de esperarnos si los atacamos; pero todos sabemos que si nos ven retirarnos se atreverán a perseguirnos. Y para unos hombres que van a combatir no es cosa digna de ser tomada esta difícil cañada, pasándola y dejándola atrás. A los enemigos yo quisiera que todos los caminos les pareciesen fáciles para retirarse; nosotros, en cambio, debemos aprender en este mismo sitio que nuestra salvación está sólo en la victoria. 
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Se levantó y dijo que era antigua y bella costumbre que los que tuviesen dieran al rey, pero que el rey diese a los que no tuvieran. 
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Convencidos todos por Seutes, se pusieron en marcha, teniendo el Ponto a la derecha; atravesaron el país de los tracios llamados melinófagos y llegaron a Salmideso. En este sitio muchos de los barcos que entran en el Ponto embarrancan y naufragan a causa de los muchos bajos que hay por aquellas aguas. Los tracios que habitan estos parajes tienen dividida la costa por medio de mojones, dentro de cuyos límites cada pueblo saquea los buques que encallan en la costa. Antes de poner estos términos, según decían, muchos murieron disputándose entre sí las presas. Se encontraron allí muchos lechos, muchas arcas, muchos libros y muchos otros objetos que los navegantes llevan en cajas de madera. Sometida esta comarca, volviéronse atrás. Seutes tenía entonces un ejército más numeroso que el de los griegos. Muchos más de los odrisios habían bajado de sus montañas, y los que iban sometiéndole se unían a sus tropas. Acamparon en una llanura por encima de Selimbria, a unos treinta estadios del mar. De paga no se veía la menor señal. Los soldados estaban furiosos contra Jenofonte, y Seutes no le trataba con la misma intimidad. Cuantas veces Jenofonte se acercaba para verle resultaba que tenía muchas ocupaciones.
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Entonces Jenofonte habló así: «Verdaderamente, un hombre debe esperarlo todo, puesto que yo me veo acusado de vosotros por una cosa que considero en conciencia como la mejor prueba de mi voluntad hacia vosotros. 
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Y acaso dirá alguno: ¿No te avergüenzas de haber sido tan tontamente burlado? Me avergonzaría por Júpiter, si fuese un enemigo quien me hubiese engañado; pero con un amigo parece más vergonzoso engañar que ser engañado. 
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Lo mucho o lo poco no se mide por una cifra, sino por la capacidad del que da y del que recibe.

Jenofonte