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lunes, 17 de julio de 2017

Museo Casa de Estación


Otra puerta cerrada

Mi padre era un déspota. Mi madre, mi hermana, mi abue­la y yo vivíamos bajo su tiranía pero nos habíamos acostumbra­do a las marcas que su cinturón dejaba en nuestra piel. Sólo mi hermano mayor se había podido escapar de él alistándose en el frente para luchar en la última gran guerra. Cada día mi madre miraba el buzón para ver si recibíamos noticias suyas hasta que una mañana llegó una carta de mucho más lejos. Mi madre la leyó y, sin decir nada, se sentó en el sofá, donde estuvo tres horas llorando, cogiendo la carta tan fuerte que sus dedos se volvieron blancos como los de un muerto. Cuando se tranquilizó nos ex­plicó que su hermano pequeño había muerto y que su esposa y sus hijos se habían quedado sin casa donde vivir. Mi padre, en un ataque de rabia, arrancó el buzón de la pared y lo tiró. En aquella casa nunca más llegarían las malas noticias por correo.
Al cabo de unos días mi tía y mis primos se instalaron en nuestra casa. Mi primo ocupó la cama vacía de mi hermano, en mi habitación. Mi prima compartió cama con mi hermana y mi tía dormía en el sofá. Nuestra casa era pequeña pero suficiente para mi familia, pero con la llegada de los forzados inquilinos se convirtió en una insoportable lata de sardinas. A quien más im­pactó la invasión fue a mi abuela, que una mañana no se levantó para desayunar, ni para comer, ni para cenar. Por la noche mi padre, temiendo lo que se encontraría, entró en su habitación para hacer el simple trámite de certificarlo. Con su muerte todos pensábamos que ganaríamos un poco de espacio pero mi padre, en un ataque de ira, cerró la puerta de la habitación con llave y la tiró al inodoro. En aquella casa la muerte no se llevaría a nadie más mientras durmiese.
Unas semanas más tarde sonó el teléfono por primera vez en muchos meses. Mi madre respondió y me parece que colgó a su interlocutor antes de que terminase de hablar. Cogió una foto­grafía enmarcada de mi hermano y la abrazó con fuerza contra el pecho. Se sentó en una silla del comedor y estuvo llorando sin parar durante tres días y tres noches. Lo sé porque mi padre, en un ataque de rabia, instaló los colchones de mi primo y mío en el comedor, con mi tía en el sofá y mi madre llorando en la silla. Entonces, con maderas y clavos, cerró la habitación que había compartido con mi hermano para que, si él no iba a volver, no entrase nadie nunca más. También arrancó el teléfono de la pa­red y lo tiró a un contenedor. En aquella casa las malas noticias no volverían a llegar por teléfono.
Cuando mi madre se durmió de agotamiento, conseguimos arrancarle el marco con la foto de los brazos. Con la presión el cristal se había roto y se le había clavado en los brazos, en las manos y en los pechos, creando profundas heridas, casi tanto como la que tenía en su corazón, pero con la diferencia de que éstas, al no limpiarse, empezaron a infectarse lentamente.
Una tarde de tormenta, cuando estábamos todos almorzan­do en el comedor, cayó un rayo en la casa. Después del descon­cierto inicial, descubrimos que había caído en la habitación de mis padres y había calcinado su cama. Señal de mal agüero, pen­só mi padre. Y convencido de que en la habitación había algún elemento que atraía los rayos, tapió la puerta con más maderas y más clavos. Mi madre fue a dormir con mi hermana y mi prima, y mi padre con nosotros y la tía en el comedor. Todos estábamos muy pendientes de lo que hacíamos, porque si alguien sufría otro accidente, nuestras condiciones de vida empezarían a ser muy deplorables. Fue entonces, de forma no premeditada, cuan­do la revuelta empezó a crear sus cimientos, por debajo, en silen­cio, como todas las grandes revoluciones.
Como las desgracias nunca vienen solas, no tardó en llegar otra. Mi tía se estaba duchando. Alguien más necesitaba el baño y empezó a golpear la puerta con insistencia. Ella se puso nervio­sa y sacó la mano por un lado de la cortina buscando la toalla. Tanteó con la mano y lo que encontró fue el secador de pelo, que cayó dentro del agua. Esa misma tarde mi padre cerró el baño con llave, la tiró al río y destrozó el contador de la luz con un hacha. En aquella casa nadie moriría nunca más electrocutado.
Las condiciones infrahumanas que nos rodeaban, a oscuras, iluminados sólo por velas, obligados a improvisar un baño en la cocina y sin espacio para movernos, nos convirtieron a todos en seres hoscos y amargados. Las heridas que mi madre se había hecho con los cristales todavía estaban abiertas. Ya no sangraban pero estaban inflamadas y su color verdoso daba a entender que se habían infectado y muy pronto la fiebre le impidió levantarse de la cama. Tres noches después, mi madre dejó de sufrir.
Con la habitación de mi hermana tapiada con ladrillos y cemento porque la madera se había terminado, nuestro hogar era sólo un comedor y una cocina donde vivíamos mi padre, mi hermana, mis primos y yo. La revuelta que había empezado ha­cía semanas, en silencio, intercambiando miradas, por fin había conseguido un estado consistente. Conscientes de que si ocurría otro accidente tendríamos que vivir recluidos en una habitación y sabiendo que las desgracias nunca vienen solas, decidimos que sólo había una solución para nuestro problema: teníamos que matar a mi padre.
Una noche, cuando regresó a casa de trabajar, nos encontró sentados en el comedor en silencio. Empezó a ordenarnos lo que teníamos que hacer pero ninguno de nosotros le obedeció. Él gritaba y nos insultaba e insultaba a nuestras madres muertas, pero nos quedamos en silencio sin hacer nada. Desconcertado porque sus órdenes no tenían ningún efecto sobre nosotros, se sentó a nuestro lado mirándonos en silencio. Entonces nosotros cuatro nos levantamos, con tranquilidad y sin miedo aparente, y forzamos las cerraduras, y sacamos las maderas clavadas, y tira­mos las paredes construidas. Mi padre nos miraba atónito, sin comprender lo que hacíamos, y su mirada reflejaba pánico. Sen­tí pena cuando me di cuenta de que él no era más fuerte que mis primos, mi hermana o yo mismo. Y él no hizo nada. Se quedó sentado allí, con la mirada perdida, mientras gimoteaba algo ininteligible en voz muy baja. Su poder había sido derribado y eso, para él, fue mucho peor que la muerte.

Gerard Guix