Mi
padre era un déspota. Mi madre, mi hermana, mi abuela y yo vivíamos bajo su
tiranía pero nos habíamos acostumbrado a las marcas que su cinturón dejaba en
nuestra piel. Sólo mi hermano mayor se había podido escapar de él alistándose
en el frente para luchar en la última gran guerra. Cada día mi madre miraba el
buzón para ver si recibíamos noticias suyas hasta que una mañana llegó una
carta de mucho más lejos. Mi madre la leyó y, sin decir nada, se sentó en el sofá,
donde estuvo tres horas llorando, cogiendo la carta tan fuerte que sus dedos se
volvieron blancos como los de un muerto. Cuando se tranquilizó nos explicó que
su hermano pequeño había muerto y que su esposa y sus hijos se habían quedado
sin casa donde vivir. Mi padre, en un ataque de rabia, arrancó el buzón de la
pared y lo tiró. En aquella casa nunca más llegarían las malas noticias por
correo.
Al
cabo de unos días mi tía y mis primos se instalaron en nuestra casa. Mi primo
ocupó la cama vacía de mi hermano, en mi habitación. Mi prima compartió cama
con mi hermana y mi tía dormía en el sofá. Nuestra casa era pequeña pero
suficiente para mi familia, pero con la llegada de los forzados inquilinos se
convirtió en una insoportable lata de sardinas. A quien más impactó la
invasión fue a mi abuela, que una mañana no se levantó para desayunar, ni para
comer, ni para cenar. Por la noche mi padre, temiendo lo que se encontraría,
entró en su habitación para hacer el simple trámite de certificarlo. Con su
muerte todos pensábamos que ganaríamos un poco de espacio pero mi padre, en un
ataque de ira, cerró la puerta de la habitación con llave y la tiró al inodoro.
En aquella casa la muerte no se llevaría a nadie más mientras durmiese.
Unas
semanas más tarde sonó el teléfono por primera vez en muchos meses. Mi madre
respondió y me parece que colgó a su interlocutor antes de que terminase de
hablar. Cogió una fotografía enmarcada de mi hermano y la abrazó con fuerza
contra el pecho. Se sentó en una silla del comedor y estuvo llorando sin parar
durante tres días y tres noches. Lo sé porque mi padre, en un ataque de rabia,
instaló los colchones de mi primo y mío en el comedor, con mi tía en el sofá y
mi madre llorando en la silla. Entonces, con maderas y clavos, cerró la habitación
que había compartido con mi hermano para que, si él no iba a volver, no entrase
nadie nunca más. También arrancó el teléfono de la pared y lo tiró a un
contenedor. En aquella casa las malas noticias no volverían a llegar por
teléfono.
Cuando
mi madre se durmió de agotamiento, conseguimos arrancarle el marco con la foto
de los brazos. Con la presión el cristal se había roto y se le había clavado en
los brazos, en las manos y en los pechos, creando profundas heridas, casi tanto
como la que tenía en su corazón, pero con la diferencia de que éstas, al no
limpiarse, empezaron a infectarse lentamente.
Una
tarde de tormenta, cuando estábamos todos almorzando en el comedor, cayó un
rayo en la casa. Después del desconcierto inicial, descubrimos que había caído
en la habitación de mis padres y había calcinado su cama. Señal de mal agüero,
pensó mi padre. Y convencido de que en la habitación había algún elemento que
atraía los rayos, tapió la puerta con más maderas y más clavos. Mi madre fue a
dormir con mi hermana y mi prima, y mi padre con nosotros y la tía en el
comedor. Todos estábamos muy pendientes de lo que hacíamos, porque si alguien
sufría otro accidente, nuestras condiciones de vida empezarían a ser muy
deplorables. Fue entonces, de forma no premeditada, cuando la revuelta empezó
a crear sus cimientos, por debajo, en silencio, como todas las grandes
revoluciones.
Como
las desgracias nunca vienen solas, no tardó en llegar otra. Mi tía se estaba
duchando. Alguien más necesitaba el baño y empezó a golpear la puerta con
insistencia. Ella se puso nerviosa y sacó la mano por un lado de la cortina
buscando la toalla. Tanteó con la mano y lo que encontró fue el secador de
pelo, que cayó dentro del agua. Esa misma tarde mi padre cerró el baño con
llave, la tiró al río y destrozó el contador de la luz con un hacha. En aquella
casa nadie moriría nunca más electrocutado.
Las
condiciones infrahumanas que nos rodeaban, a oscuras, iluminados sólo por
velas, obligados a improvisar un baño en la cocina y sin espacio para movernos,
nos convirtieron a todos en seres hoscos y amargados. Las heridas que mi madre
se había hecho con los cristales todavía estaban abiertas. Ya no sangraban pero
estaban inflamadas y su color verdoso daba a entender que se habían infectado y
muy pronto la fiebre le impidió levantarse de la cama. Tres noches después, mi
madre dejó de sufrir.
Con
la habitación de mi hermana tapiada con ladrillos y cemento porque la madera se
había terminado, nuestro hogar era sólo un comedor y una cocina donde vivíamos
mi padre, mi hermana, mis primos y yo. La revuelta que había empezado hacía
semanas, en silencio, intercambiando miradas, por fin había conseguido un
estado consistente. Conscientes de que si ocurría otro accidente tendríamos que
vivir recluidos en una habitación y sabiendo que las desgracias nunca vienen
solas, decidimos que sólo había una solución para nuestro problema: teníamos
que matar a mi padre.
Una
noche, cuando regresó a casa de trabajar, nos encontró sentados en el comedor
en silencio. Empezó a ordenarnos lo que teníamos que hacer pero ninguno de
nosotros le obedeció. Él gritaba y nos insultaba e insultaba a nuestras madres
muertas, pero nos quedamos en silencio sin hacer nada. Desconcertado porque sus
órdenes no tenían ningún efecto sobre nosotros, se sentó a nuestro lado
mirándonos en silencio. Entonces nosotros cuatro nos levantamos, con
tranquilidad y sin miedo aparente, y forzamos las cerraduras, y sacamos las
maderas clavadas, y tiramos las paredes construidas. Mi padre nos miraba atónito,
sin comprender lo que hacíamos, y su mirada reflejaba pánico. Sentí pena
cuando me di cuenta de que él no era más fuerte que mis primos, mi hermana o yo
mismo. Y él no hizo nada. Se quedó sentado allí, con la mirada perdida,
mientras gimoteaba algo ininteligible en voz muy baja. Su poder había sido
derribado y eso, para él, fue mucho peor que la muerte.
Gerard Guix