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jueves, 27 de julio de 2017

Gallimard


Las tumbales

Los cinco amigos estaban acabando de cenar, cinco hombres de mundo, maduros, ricos, tres casados, dos solteros. Se reunían todos los meses, en recuerdo de su juventud, y, tras haber cenado, charlaban hasta las dos de la madrugada. Como habían seguido siendo íntimos amigos, y disfrutaban juntos, quizá aquellas veladas eran las mejores de su vida. Charlaban de todo, de todo lo que interesaba y divierte a los parisienses; entre ellos, al igual que en la mayoría de los salones, se producía una especie de relectura hablada de los diarios de la mañana.
Uno de los más alegres era Joseph de Bardon, soltero y que vivía la vida parisiense de la forma más completa y fantástica. No era libertino ni depravado, sino curioso, persona jovial y todavía joven, pues apenas contaba cuarenta años. Hombre de mundo en el sentido más amplio y más benévolo que pueda merecer la palabra, dotado de mucho ingenio sin gran hondura, de un saber variado sin verdadera erudición, de una ágil comprensión sin penetración seria, extraía de sus observaciones, de sus aventuras, de cuanto veía, hallaba y encontraba, anécdotas de novela cómica y filosófica al mismo tiempo, y observaciones humorísticas que le valían en la ciudad una gran reputación de inteligencia.
Era el orador de las cenas. Cada vez tenía una historia, con la cual se contaba. Empezó a narrarla sin que nadie se lo rogase.
Fumando, con los codos sobre la mesa, una copa de coñac semillena delante de su plato, embotado en una atmósfera de tabaco aromatizado por el café caliente, parecía totalmente en su casa, como ciertos seres están absolutamente en su casa en ciertos lugares y en ciertos momentos, como una beata en una capilla, como un pez de colores en su globo de cristal.
Dijo, entre dos bocanadas de humo:
«Hace algún tiempo me ocurrió una singular aventura.»
Todas las bocas pidieron casi a una:
«Cuéntenos.»
Él prosiguió:

* * *

De buena gana. Saben ustedes que paseo mucho por París, como los coleccionistas de chucherías escudriñan los escaparates. Ando al acecho de escenas, de tipos, de cuanto pasa por la calle y de cuanto en la calle pasa.
Ahora bien, a mediados de septiembre, hacía muy buen tiempo en ese momento, salí de casa, una tarde, sin saber adónde ir. Uno siempre tiene el vago deseo de ir a visitar a cualquier mujer bonita. Escogemos en nuestra galería, las comparamos con el pensamiento, pesamos el interés que nos inspiran, la seducción que sobre nosotros ejercen, y nos decidimos por fin según la atracción de ese día. Pero cuando el sol es muy hermoso y el aire tibio, a menudo nos quitan las ganas de visitas.
El sol era hermoso, y el aire tibio; encendí un cigarro y eché a andar de la forma más boba por el bulevar exterior. Después, cuando estaba callejeando, se me ocurrió la idea de llegar hasta el cementerio de Montmartre y de entrar en él.
Me gustan mucho los cementerios, me descansan y me melancolizan: lo necesito. Y, además, también allá dentro hay buenos amigos, de esos a los que nadie va a ver; yo voy todavía, de vez en cuando.
Precisamente en ese cementerio de Montmartre tengo una historia de amor, una amante que me tuvo muy cogido, que me emocionó mucho, una encantadora mujercita cuyo recuerdo, al tiempo que me apena enormemente, me inspira nostalgia.., nostalgias de todos los tipos... y voy a soñar sobre su tumba... Para ella ya se acabó.
Y, además, me gustan los cementerios porque son ciudades monstruosas, prodigiosamente pobladas. Calculen los muertos que hay en tan reducido espacio, todas las generaciones de parisienses que están alojados allí, para siempre, trogloditas definitivos encerrados en sus pequeños panteones, en sus agujeritos cubiertos con una lápida o marcados con una cruz, mientras que los imbéciles de los vivos ocupan tanto sitio y arman tanto ruido.
También, además, en los cementerios hay monumentos casi tan interesantes como en los museos. La tumba de Cavaignac me hace pensar, lo confieso, aunque sin compararla, en esa obra maestra de Jean Goujon: el cuerpo de Louis de Brézé, tendido en la capilla subterránea de la catedral de Ruán; todo el arte llamado moderno y realista ha salido de ahí, caballeros. Ese muerto, Louis de Brézé, es más auténtico, más terrible, está más hecho de carne inanimada, convulsionada aún por la agonía, que todos los cadáveres atormentados que se retuercen hoy sobre las tumbas.
Pero en el cementerio de Montmartre se puede admirar también el monumento de Baudin, que tiene grandeza;  el de Gautier, el de Mürger, donde vi el otro día una sola y pobre corona de siemprevivas amarillas..., ¿llevadas por quién? ¿Por la última modistilla, viejísima, y portera en las cercanías, quizá? Es una linda  estatuilla de Millet, pero destrozada por el abandono y la suciedad. ¡Para que cantes a la juventud, oh, Mürger!
Conque entré en el cementerio de Montmartre, y de repente me impregnó la tristeza, una tristeza que no dolía demasiado, por lo demás, una de esas tristezas que nos hacen pensar, cuando gozamos de buena salud: «No es muy divertido, este lugar, pero aún no ha llegado mi hora...»
La impresión del otoño, de esa humedad tibia que  huele a la muerte de las hojas, y el sol débil, fatigado, anémico, agravaba, poetizándola, la sensación de soledad y de fin definitivo que flota sobre ese lugar, que huele a la muerte de los hombres. Avanzaba a pasitos cortos por esas calles de tumbas, donde los vecinos no se avecinan, no se acuestan ya juntos y no leen periódicos. Y empecé a leer los epitafios.  Les aseguro que es lo más divertido del mundo. Ni Labiche ni Meilhac me han hecho reír nunca tanto como la comicidad de la prosa sepulcral. ¡Ah! Muy superiores a los libros de Paul de Kock, para desternillarse de risa, son esas placas de mármol y esas cruces donde los parientes de los muertos han desahogado sus penas, sus votos por la felicidad del desaparecido en el otro mundo y su esperanza de reunirse con él: ¡qué bromistas!
Pero adoro sobre todo, en ese cementerio, la parte abandonada, solitaria, llena de grandes tejos y cipreses, viejo barrio de los antiguos muertos que pronto se convertirá en un barrio nuevo, en el cual abatirán los árboles, alimentados de cadáveres humanos, para alinear los difuntos recientes debajo de pequeñas tartas de mármol.
Cuando hube errado por allí lo bastante para aligerar mi espíritu, comprendí que iba a aburrirme y que era preciso llevar al postrer lecho de mi amiguita el homenaje fiel de mi recuerdo. Sentía una leve opresión en el pecho al negar cerca de su tumba. ¡Pobrecilla, era tan graciosa, tan enamorada, y tan blanca, tan fresca... y  ahora... si abrieran eso!...
Inclinado sobre la verja de hierro, le dije en voz muy baja mi pena, que sin duda no oyó, y me iba a marchar cuando vi una mujer de negro, de riguroso luto, que se arrodillaba sobre la tumba contigua. El velo de crespón, alzado, permitía distinguir una linda cabeza rubia, cuyos cabellos, en dos apretadas crenchas, parecían iluminados por una luz de aurora bajo la noche de su tocado. Me quedé.
No cabía duda de que sufría con un dolor muy hondo. Había hundido los ojos entre las manos, y rígida, en una meditación de estatua, perdida en sus pesares, desgranando en la sombra de los ojos tapados el rosario torturador de los recuerdos, parecía una muerta que pensara en un muerto. Después, de repente, adiviné que iba a echarse a llorar, lo adiviné por un leve movimiento de la espalda semejante a un temblor del viento en un sauce. Lloró suavemente al principio, después más fuerte, con rápidos movimientos del cuello y de los hombros. De repente se destapó los ojos. Estaban llenos de lágrimas y eran encantadores, unos ojos de loca que paseó en torno, en una especie de despertar de una pesadilla. Me vio mirarla, pareció avergonzada y ocultó de nuevo todo el rostro entre las manos. Entonces sus sollozos se hicieron convulsivos, y su cabeza se inclinó lentamente hacia el mármol. Posó sobre él la frente, y al extenderse el velo a su alrededor, cubrió los ángulos blancos de la amada sepultura, como un luto nuevo. La oí gemir, después se desplomó, la mejilla pegada a la losa, y permaneció inmóvil, sin conocimiento.
Me precipité hacia ella, le di golpecitos en las manos, le soplé sobre los párpados, mientras leía el epitafio, muy sencillo: «Aquí reposa Louis-Theodore Carrel, capitán de infantería de marina, muerto por el enemigo en Tonkín. Rogad por él.»
La muerte se remontaba a hacía unos meses. Me enterneció hasta derramar lágrimas, y redoblé mis atenciones. Tuvieron éxito; volvió en sí. Yo tenía una pinta muy emocionada -no estoy demasiado mal, aún no tengo cuarenta años-. Comprendí por su primera mirada que sería cortés y agradecida. Lo fue, con nuevas lágrimas, y me contó su historia, salida a retazos de su boca jadeante, la muerte del oficial caído en Tonkín, al cabo de un año de matrimonio, después de haberse casado con ella por amor, porque, huérfana de padre y madre, apenas, disponía de la dote reglamentaria.
La consolé, la animé, la levanté, la incorporé.
Después le dije:
«No se quede aquí. Venga.»
Murmuró:
«Soy incapaz de andar.
-Yo la sostendré. 
-Gracias, caballero, es usted muy bueno. ¿Viene aquí también a llorar a un muerto?
-Sí, señora.
-¿Una muerta?
-Sí, señora.
-¿Su esposa?
-Una amiga.
-Uno puede amar a una amiga tanto como a su  esposa, la pasión no tiene leyes. 
-Sí, señora.»
Y nos marchamos juntos, ella apoyada en mí, yo casi llevándola por los caminos del cementerio. Cuando salimos, murmuró, desfallecida: 
«Creo que me voy a poner mala.
-¿Quiere entrar en alguna parte, tomar algo?
-Sí, caballero.»
Vi un restaurante, uno de esos restaurantes donde los amigos de los muertos van a celebrar la obligación cumplida. Entramos. Y le hice beber una taza de té muy caliente, que pareció reanimarla. Una vaga sonrisa apareció en sus labios. Y me habló de sí. Era tan triste, tan triste, estar sola en la vida, sola en casa, noche y día, no tener ya nadie a quien dar su cariño, su confianza, su intimidad.
Esto tenía un aire sincero. Era encantador en su boca. Me enternecí. Era muy joven, tal vez veinte años. Le dirigí unos cumplidos que aceptó muy bien. Después, como pasaba el tiempo, le propuse acompañarla a su casa en coche. Aceptó; y, en el simón, estábamos tan pegados uno a otro, hombro con hombro, que nuestros calores se mezclaban a través de las ropas, lo cual es la cosa más turbadora del mundo.
Cuando el coche se detuvo en su casa, murmuró: «Me siento incapaz de subir sola la escalera, porque vivo en el cuarto. Ha sido usted tan bueno, ¿querría darme el brazo hasta mi vivienda?»
Me apresuré a aceptar. Subió lentamente, resoplando mucho. Después, delante de su puerta, agregó:
«Entre unos instantes para que pueda darle las gracias.»
Y entré, ¡caray!
El interior era modesto, incluso un poco pobre, pero sencillo y muy ordenado.
Nos sentamos en un sofá, uno al lado de otro, y me habló de nuevo de su soledad.
Llamó a su criada, para ofrecerme algo de beber. La criada no vino. Quedé encantado al suponer que la tal criada sólo debía de ir por la mañana, lo que se llama una asistenta.
Se había quitado el sombrero. Estaba realmente mona con sus ojos claros clavados en mí, tan bien clavados, tan claros que tuve una tentación horrible y cedí a ella. La estreché entre mis brazos, y sobre sus párpados que se cerraron de pronto, puse besos..., besos..., besos y más besos.
Se debatía, rechazándome y repitiendo: «Acabe..., acabe..., acabe de una vez.»
¿Qué sentido le daba a esas palabras? En casos similares, «acabar» puede tener al menos dos. Para hacerla callar, pasé de los ojos a la boca, y le di a la palabra «acabar» la conclusión que yo prefería. No se resistió demasiado, y cuando nos miramos de nuevo, tras este ultraje a la memoria del capitán muerto en Tonkín, tenía un aire lánguido, tierno, resignado, que disipó mis inquietudes.
Entonces me mostré galante, solícito y agradecido. Y tras una nueva charla de cerca de una hora, le pregunté:
«¿Dónde cena usted?
-En un pequeño restaurante de las cercanías.
-¿Sola?
-Claro que sí.
-¿Quiere usted cenar conmigo?
-¿Dónde?
-En un buen restaurante del bulevar.»
Se resistió un poco. Yo insistía; cedió, dándose a sí misma este argumento: «Me aburro tanto..., tanto», y después agregó: «Tengo que ponerme un vestido menos lúgubre.»
Y entró en su dormitorio.
Cuando salió, iba de alivio de luto, estaba encantadora, fina y esbelta, con un traje gris y muy sencillo. Evidentemente tenía ropa de cementerio y ropa de ciudad.
La cena fue muy cordial. Bebió champán, se achispó, se animó, y regresé a su casa, con ella.
Esta relación anudada sobre las tumbas duró unas tres semanas. Pero uno se cansa de todo, y principalmente de las mujeres. La abandoné con el pretexto de un viaje indispensable. Mi marcha fue muy generosa, y ella me lo agradeció mucho. Me hizo prometer, me hizo jurar que volvería a verla al regreso, pues realmente parecía haberme cogido cariño.
Corrí en busca de otras ternuras, y transcurrió cerca de un mes sin que la idea de volver a ver a mi enamoradita funeraria fuese lo bastante intensa como para ceder a ella. Sin embargo, no la había olvidado... Su recuerdo me perseguía como un misterio, como un problema psicológico, como una de esas cuestiones inexplicables cuya solución nos obsesiona.
No sé por qué, un día, me imaginé que la encontraría en el cementerio de Montmartre, y allí me fui.
Paseé un buen rato sin encontrar otras personas que los habituales visitantes del lugar, esos que aún no han roto todas las relaciones con sus difuntos. La tumba del capitán muerto en Tonkín no tenía plañidera sobre su mármol, ni flores, ni coronas.
Pero al desviarme por otro barrio de esta gran ciudad de los fallecidos, distinguí de pronto, al final de una estrecha avenida de cruces, viniendo hacia mí, a una pareja de riguroso luto, el hombre y la mujer. ¡Qué estupor! Cuando se acercaron, la reconocí. ¡Era ella!
Me vio, se ruborizó, y, cuando la rocé al cruzarnos, me hizo un pequeño gesto, un pequeño guiño que significaban: «No me reconozca», pero que también parecían decir: «Vuelva a verme, querido.»
El hombre estaba bien, distinguido, elegante, oficial de la Legión de Honor, de unos cincuenta años de edad.
Y la sostenía como la había sostenido yo mismo al salir del cementerio.
Me marché estupefacto, preguntándome por lo que acababa de ver, a qué raza de seres pertenecía esta sepulcral cazadora. ¿Era una simple puta, una ramera inspirada que iba a recolectar entre las tumbas a los hombres tristes, obsesionados por una mujer, esposa o amante, y turbados aún por el recuerdo de las caricias idas? ¿Era la única? ¿Son varias? ¿Se trata de una profesión? ¿Se hace el cementerio como se hace la calle? ¡Las Tumbales! ¿O bien se le había ocurrido a ella sola esa idea admirable, de honda filosofía, de explotar los pesares de amor que esos parajes fúnebres reaniman?
¡Me habría gustado mucho saber de quién era viuda, ese día!

Guy de Maupassant