Los cinco amigos estaban acabando
de cenar, cinco hombres de mundo, maduros, ricos, tres casados, dos solteros.
Se reunían todos los meses, en recuerdo de su juventud, y, tras haber cenado,
charlaban hasta las dos de la madrugada. Como habían seguido siendo íntimos
amigos, y disfrutaban juntos, quizá aquellas veladas eran las mejores de su
vida. Charlaban de todo, de todo lo que interesaba y divierte a los
parisienses; entre ellos, al igual que en la mayoría de los salones, se
producía una especie de relectura hablada de los diarios de la mañana.
Uno de los más alegres era Joseph
de Bardon, soltero y que vivía la vida parisiense de la forma más completa y
fantástica. No era libertino ni depravado, sino curioso, persona jovial y
todavía joven, pues apenas contaba cuarenta años. Hombre de mundo en el sentido
más amplio y más benévolo que pueda merecer la palabra, dotado de mucho ingenio
sin gran hondura, de un saber variado sin verdadera erudición, de una ágil
comprensión sin penetración seria, extraía de sus observaciones, de sus
aventuras, de cuanto veía, hallaba y encontraba, anécdotas de novela cómica y
filosófica al mismo tiempo, y observaciones humorísticas que le valían en la
ciudad una gran reputación de inteligencia.
Era el orador de las cenas. Cada
vez tenía una historia, con la cual se contaba. Empezó a narrarla sin que nadie
se lo rogase.
Fumando, con los codos sobre la
mesa, una copa de coñac semillena delante de su plato, embotado en una
atmósfera de tabaco aromatizado por el café caliente, parecía totalmente en su
casa, como ciertos seres están absolutamente en su casa en ciertos lugares y en
ciertos momentos, como una beata en una capilla, como un pez de colores en su
globo de cristal.
Dijo, entre dos bocanadas de
humo:
«Hace algún tiempo me ocurrió una
singular aventura.»
Todas las bocas pidieron casi a
una:
«Cuéntenos.»
Él prosiguió:
* * *
De buena gana. Saben ustedes que
paseo mucho por París, como los coleccionistas de chucherías escudriñan los
escaparates. Ando al acecho de escenas, de tipos, de cuanto pasa por la calle y
de cuanto en la calle pasa.
Ahora bien, a mediados de septiembre,
hacía muy buen tiempo en ese momento, salí de casa, una tarde, sin saber adónde
ir. Uno siempre tiene el vago deseo de ir a visitar a cualquier mujer bonita.
Escogemos en nuestra galería, las comparamos con el pensamiento, pesamos el
interés que nos inspiran, la seducción que sobre nosotros ejercen, y nos
decidimos por fin según la atracción de ese día. Pero cuando el sol es muy
hermoso y el aire tibio, a menudo nos quitan las ganas de visitas.
El sol era hermoso, y el aire
tibio; encendí un cigarro y eché a andar de la forma más boba por el bulevar
exterior. Después, cuando estaba callejeando, se me ocurrió la idea de llegar
hasta el cementerio de Montmartre y de entrar en él.
Me gustan mucho los cementerios,
me descansan y me melancolizan: lo necesito. Y, además, también allá dentro hay
buenos amigos, de esos a los que nadie va a ver; yo voy todavía, de vez en
cuando.
Precisamente en ese cementerio de
Montmartre tengo una historia de amor, una amante que me tuvo muy cogido, que
me emocionó mucho, una encantadora mujercita cuyo recuerdo, al tiempo que me
apena enormemente, me inspira nostalgia.., nostalgias de todos los tipos... y
voy a soñar sobre su tumba... Para ella ya se acabó.
Y, además, me gustan los
cementerios porque son ciudades monstruosas, prodigiosamente pobladas. Calculen
los muertos que hay en tan reducido espacio, todas las generaciones de
parisienses que están alojados allí, para siempre, trogloditas definitivos
encerrados en sus pequeños panteones, en sus agujeritos cubiertos con una
lápida o marcados con una cruz, mientras que los imbéciles de los vivos ocupan
tanto sitio y arman tanto ruido.
También, además, en los
cementerios hay monumentos casi tan interesantes como en los museos. La tumba
de Cavaignac me hace pensar, lo confieso, aunque sin compararla, en esa obra
maestra de Jean Goujon: el cuerpo de Louis de Brézé, tendido en la capilla
subterránea de la catedral de Ruán; todo el arte llamado moderno y realista ha
salido de ahí, caballeros. Ese muerto, Louis de Brézé, es más auténtico, más
terrible, está más hecho de carne inanimada, convulsionada aún por la agonía,
que todos los cadáveres atormentados que se retuercen hoy sobre las tumbas.
Pero en el cementerio de
Montmartre se puede admirar también el monumento de Baudin, que tiene
grandeza; el de Gautier, el de Mürger,
donde vi el otro día una sola y pobre corona de siemprevivas amarillas...,
¿llevadas por quién? ¿Por la última modistilla, viejísima, y portera en las
cercanías, quizá? Es una linda
estatuilla de Millet, pero destrozada por el abandono y la suciedad.
¡Para que cantes a la juventud, oh, Mürger!
Conque entré en el cementerio de
Montmartre, y de repente me impregnó
la tristeza, una tristeza que no dolía demasiado, por lo demás, una de esas
tristezas que nos hacen pensar, cuando gozamos de buena salud: «No es muy
divertido, este lugar, pero aún no ha llegado mi hora...»
La impresión del otoño, de esa
humedad tibia que huele a la muerte de
las hojas, y el sol débil, fatigado, anémico, agravaba, poetizándola, la
sensación de soledad y de fin definitivo que flota sobre ese lugar, que huele a
la muerte de los hombres. Avanzaba a pasitos cortos por esas calles de tumbas,
donde los vecinos no se avecinan, no se acuestan ya juntos y no leen
periódicos. Y empecé a leer los epitafios.
Les aseguro que es lo más divertido del mundo. Ni Labiche ni Meilhac me
han hecho reír nunca tanto como la comicidad de la prosa sepulcral. ¡Ah! Muy
superiores a los libros de Paul de Kock, para desternillarse de risa, son esas
placas de mármol y esas cruces donde los parientes de los muertos han
desahogado sus penas, sus votos por la felicidad del desaparecido en el otro
mundo y su esperanza de reunirse con él: ¡qué bromistas!
Pero adoro sobre todo, en ese
cementerio, la parte abandonada, solitaria, llena de grandes tejos y cipreses,
viejo barrio de los antiguos muertos que pronto se convertirá en un barrio
nuevo, en el cual abatirán los árboles, alimentados de cadáveres humanos, para
alinear los difuntos recientes debajo de pequeñas tartas de mármol.
Cuando hube errado por allí lo
bastante para aligerar mi espíritu, comprendí que iba a aburrirme y que era
preciso llevar al postrer lecho de mi amiguita el homenaje fiel de mi recuerdo.
Sentía una leve opresión en el pecho al negar cerca de su tumba. ¡Pobrecilla,
era tan graciosa, tan enamorada, y tan blanca, tan fresca... y ahora... si abrieran eso!...
Inclinado sobre la verja de
hierro, le dije en voz muy baja mi pena, que sin duda no oyó, y me iba a
marchar cuando vi una mujer de negro, de riguroso luto, que se arrodillaba
sobre la tumba contigua. El velo de crespón, alzado, permitía distinguir una
linda cabeza rubia, cuyos cabellos, en dos apretadas crenchas, parecían
iluminados por una luz de aurora bajo la noche de su tocado. Me quedé.
No cabía duda de que sufría con
un dolor muy hondo. Había hundido los ojos entre las manos, y rígida, en una
meditación de estatua, perdida en sus pesares, desgranando en la sombra de los
ojos tapados el rosario torturador de los recuerdos, parecía una muerta que
pensara en un muerto. Después, de repente, adiviné que iba a echarse a llorar,
lo adiviné por un leve movimiento de la espalda semejante a un temblor del
viento en un sauce. Lloró suavemente al principio, después más fuerte, con
rápidos movimientos del cuello y de los hombros. De repente se destapó los
ojos. Estaban llenos de lágrimas y eran encantadores, unos ojos de loca que
paseó en torno, en una especie de despertar de una pesadilla. Me vio mirarla,
pareció avergonzada y ocultó de nuevo todo el rostro entre las manos. Entonces
sus sollozos se hicieron convulsivos, y su cabeza se inclinó lentamente hacia
el mármol. Posó sobre él la frente, y al extenderse el velo a su alrededor,
cubrió los ángulos blancos de la amada sepultura, como un luto nuevo. La oí
gemir, después se desplomó, la mejilla pegada a la losa, y permaneció inmóvil,
sin conocimiento.
Me precipité hacia ella, le di
golpecitos en las manos, le soplé sobre los párpados, mientras leía el
epitafio, muy sencillo: «Aquí reposa Louis-Theodore Carrel, capitán de
infantería de marina, muerto por el enemigo en Tonkín. Rogad por él.»
La muerte se remontaba a hacía
unos meses. Me enterneció hasta derramar lágrimas, y redoblé mis atenciones.
Tuvieron éxito; volvió en sí. Yo tenía una pinta muy emocionada -no estoy
demasiado mal, aún no tengo cuarenta años-. Comprendí por su primera mirada que
sería cortés y agradecida. Lo fue, con nuevas lágrimas, y me contó su historia,
salida a retazos de su boca jadeante, la muerte del oficial caído en Tonkín, al
cabo de un año de matrimonio, después de haberse casado con ella por amor,
porque, huérfana de padre y madre, apenas, disponía de la dote reglamentaria.
La consolé, la animé, la levanté,
la incorporé.
Después le dije:
«No se quede aquí. Venga.»
Murmuró:
«Soy incapaz de andar.
-Yo la sostendré.
-Gracias, caballero, es usted muy
bueno. ¿Viene aquí también a llorar a un muerto?
-Sí, señora.
-¿Una muerta?
-Sí, señora.
-¿Su esposa?
-Una amiga.
-Uno puede amar a una amiga tanto
como a su esposa, la pasión no tiene
leyes.
-Sí, señora.»
Y nos marchamos juntos, ella
apoyada en mí, yo casi llevándola por los caminos del cementerio. Cuando
salimos, murmuró, desfallecida:
«Creo que me voy a poner mala.
-¿Quiere entrar en alguna parte,
tomar algo?
-Sí, caballero.»
Vi un restaurante, uno de esos
restaurantes donde los amigos de los muertos van a celebrar la obligación
cumplida. Entramos. Y le hice beber una taza de té muy caliente, que pareció
reanimarla. Una vaga sonrisa apareció en sus labios. Y me habló de sí. Era tan
triste, tan triste, estar sola en la vida, sola en casa, noche y día, no tener
ya nadie a quien dar su cariño, su confianza, su intimidad.
Esto tenía un aire sincero. Era
encantador en su boca. Me enternecí. Era muy joven, tal vez veinte años. Le
dirigí unos cumplidos que aceptó muy bien. Después, como pasaba el tiempo, le
propuse acompañarla a su casa en coche. Aceptó; y, en el simón, estábamos tan
pegados uno a otro, hombro con hombro, que nuestros calores se mezclaban a través
de las ropas, lo cual es la cosa más turbadora del mundo.
Cuando el coche se detuvo en su
casa, murmuró: «Me siento incapaz de subir sola la escalera, porque vivo en el
cuarto. Ha sido usted tan bueno, ¿querría darme el brazo hasta mi vivienda?»
Me apresuré a aceptar. Subió
lentamente, resoplando mucho. Después, delante de su puerta, agregó:
«Entre unos instantes para que
pueda darle las gracias.»
Y entré, ¡caray!
El interior era modesto, incluso
un poco pobre, pero sencillo y muy ordenado.
Nos sentamos en un sofá, uno al
lado de otro, y me habló de nuevo de su soledad.
Llamó a su criada, para ofrecerme
algo de beber. La criada no vino. Quedé encantado al suponer que la tal criada
sólo debía de ir por la mañana, lo que se llama una asistenta.
Se había quitado el sombrero.
Estaba realmente mona con sus ojos claros clavados en mí, tan bien clavados,
tan claros que tuve una tentación horrible y cedí a ella. La estreché entre mis
brazos, y sobre sus párpados que se cerraron de pronto, puse besos..., besos...,
besos y más besos.
Se debatía, rechazándome y
repitiendo: «Acabe..., acabe..., acabe de una vez.»
¿Qué sentido le daba a esas
palabras? En casos similares, «acabar» puede tener al menos dos. Para hacerla
callar, pasé de los ojos a la boca, y le di a la palabra «acabar» la conclusión
que yo prefería. No se resistió demasiado, y cuando nos miramos de nuevo, tras
este ultraje a la memoria del capitán muerto en Tonkín, tenía un aire lánguido,
tierno, resignado, que disipó mis inquietudes.
Entonces me mostré galante,
solícito y agradecido. Y tras una nueva charla de cerca de una hora, le
pregunté:
«¿Dónde cena usted?
-En un pequeño restaurante de las
cercanías.
-¿Sola?
-Claro que sí.
-¿Quiere usted cenar conmigo?
-¿Dónde?
-En un buen restaurante del
bulevar.»
Se resistió un poco. Yo insistía;
cedió, dándose a sí misma este argumento: «Me aburro tanto..., tanto», y
después agregó: «Tengo que ponerme un vestido menos lúgubre.»
Y entró en su dormitorio.
Cuando salió, iba de alivio de
luto, estaba encantadora, fina y esbelta, con un traje gris y muy sencillo.
Evidentemente tenía ropa de cementerio y ropa de ciudad.
La cena fue muy cordial. Bebió
champán, se achispó, se animó, y regresé a su casa, con ella.
Esta relación anudada sobre las
tumbas duró unas tres semanas. Pero uno se cansa de todo, y principalmente de
las mujeres. La abandoné con el pretexto de un viaje indispensable. Mi marcha
fue muy generosa, y ella me lo agradeció mucho. Me hizo prometer, me hizo jurar
que volvería a verla al regreso, pues realmente parecía haberme cogido cariño.
Corrí en busca de otras ternuras,
y transcurrió cerca de un mes sin que la idea de volver a ver a mi enamoradita
funeraria fuese lo bastante intensa como para ceder a ella. Sin embargo, no la
había olvidado... Su recuerdo me perseguía como un misterio, como un problema
psicológico, como una de esas cuestiones inexplicables cuya solución nos
obsesiona.
No sé por qué, un día, me imaginé
que la encontraría en el cementerio de Montmartre, y allí me fui.
Paseé un buen rato sin encontrar
otras personas que los habituales visitantes del lugar, esos que aún no han
roto todas las relaciones con sus difuntos. La tumba del capitán muerto en
Tonkín no tenía plañidera sobre su mármol, ni flores, ni coronas.
Pero al desviarme por otro barrio
de esta gran ciudad de los fallecidos, distinguí de pronto, al final de una
estrecha avenida de cruces, viniendo hacia mí, a una pareja de riguroso luto,
el hombre y la mujer. ¡Qué estupor! Cuando se acercaron, la reconocí. ¡Era ella!
Me vio, se ruborizó, y, cuando la
rocé al cruzarnos, me hizo un pequeño gesto, un pequeño guiño que significaban:
«No me reconozca», pero que también parecían decir: «Vuelva a verme, querido.»
El hombre estaba bien,
distinguido, elegante, oficial de la
Legión de Honor, de unos cincuenta años de edad.
Y la sostenía como la había
sostenido yo mismo al salir del cementerio.
Me marché estupefacto,
preguntándome por lo que acababa de ver, a qué raza de seres pertenecía esta
sepulcral cazadora. ¿Era una simple puta, una ramera inspirada que iba a
recolectar entre las tumbas a los hombres tristes, obsesionados por una mujer,
esposa o amante, y turbados aún por el recuerdo de las caricias idas? ¿Era la
única? ¿Son varias? ¿Se trata de una profesión? ¿Se hace el cementerio como se
hace la calle? ¡Las Tumbales! ¿O bien se le había ocurrido a ella sola esa idea
admirable, de honda filosofía, de explotar los pesares de amor que esos parajes
fúnebres reaniman?
¡Me habría gustado mucho saber de
quién era viuda, ese día!
Guy de Maupassant