Ya había oscurecido cuando se abrió la puerta de la oscura
prisión y los guardias arrojaron dentro a un viejecito minúsculo y barbudo.
La barba del viejecito era blanca y casi más grande que
él. En la espesa penumbra de la cárcel desprendía una débil luz, causando
cierta impresión a los maleantes que estaban allí encerrados.
Debido a las tinieblas, sin embargo, al principio el
viejecito no se dio cuenta de que en esa especie de caverna había más gente, y
preguntó:
-¿Hay alguien?
Le respondieron varias risitas y gruñidos. Después, siguiendo
las reglas de etiqueta locales, se hicieron las presentaciones.
-Marcello Riccardon -dijo una voz ronca-, robo con
agravantes.
Una segunda voz, también discretamente cavernosa:
-Carmelo Bezzeda, reincidente en estafa.
Y luego:
-Luciano Madi, violencia carnal.
-Max Lavataro, inocente.
Estalló una salva de sonoras carcajadas. La broma había
gustado muchísimo, porque todos sabían que Lavataro era uno de los bandidos
más famosos y sanguinarios.
Otro más:
-Enea Expósito, homicidio -y la voz vibró con un estremecimiento
de orgullo.
-Vincenzo Muttironi, parricidio -el tono era de
triunfo- …¿y tú, vieja pulga?
-Yo… -contestó el recién llegado- en realidad no lo
sé. Me pararon, me pidieron los documentos; yo nunca he tenido documentos.
-Entonces es por vagabundeo, ¡bah! -dijo uno con desprecio-.
¿Y cómo te llamas?
-Yo... yo soy Morro, ejem, ejem... conocido como el Grande.
-Morro el Grande, ésta sí que
es buena -comentó uno, invisible, desde el fondo-. Te queda un poco grande el nombrecito.
Cabes diez veces en él.
-Es verdad -dijo el viejecito
con gran mansedumbre-. Pero yo no tengo la culpa. Me encasquetaron ese nombre
en son de burla y no puedo hacer nada. Y me ha traído más de un disgusto. Por
ejemplo, una vez... pero es una historia muy larga...
-Venga, venga, escupe -le apremió duramente uno de los
malnacidos-, que aquí lo que sobra es tiempo.
Todos aprobaron. En el oscuro aburrimiento de la cárcel
cualquier distracción era una fiesta.
-Está bien -dijo el viejecito,
y empezó a contar-: Un día que andaba yo por una ciudad cuyo nombre será mejor
callar, veo un gran palacio con sirvientes que entran y salen por la puerta
con toda clase de manjares. Aquí dan una fiesta, pienso, y me acerco a pedir
limosna. Nada más llegar un forzudo de dos metros de alto me agarra por el
cuello. «¡Aquí está el ladrón!», empieza a gritar, «¡el ladrón que ayer robó la
gualdrapa de nuestro amo! Y tiene la osadía de volver. ¡Ahora te moleremos las
costillas!» «¿Yo?», contesto, «pero si ayer estaba por lo menos a treinta
millas de aquí. ¿Cómo iba a ser yo?» «Te vi con mis propios ojos, vi cómo te escabullías
con la gualdrapa a la espalda» y me arrastra al patio del palacio. Caigo de
rodillas: «Ayer estaba por lo menos a treinta millas de aquí. No he estado
nunca en esta ciudad, palabra de Morro el Grande.» «¿Qué?», dice el energúmeno
abriendo mucho los ojos. «Palabra
de Morro el Grande», repito. El otro, olvidando por un momento su enfado,
suelta una carcajada. «¿Morro el Grande?», dice. «Eh, venid a ver a este gusano
que dice que se llama Morro el Grande», y a mí: «¿Tú sabes quién es Morro el Grande?»
«Aparte de mí mismo», contesto, «no conozco a nadie más.» «Morro el Grande»,
dice el gigantón, «es nada menos que nuestro excelentísimo amo. ¡Tú, miserable,
te atreves a usurpar su nombre! Buena la has hecho. Pero mira, ahí viene.»
»Así era. Atraído por los gritos, el amo del palacio había
bajado personalmente al patio. Era un mercader riquísimo, el hombre más rico de
toda la ciudad, quizá del mundo. Se acerca, pregunta, mira, ríe, la idea de que
un pordiosero como yo tenga el mismo nombre que él le hace mucha gracia. Ordena
al sirviente que me suelte, me invita a entrar, me enseña todas las salas,
llenas a rebosar de tesoros, me lleva hasta una estancia acorazada donde hay
montones así de altos de oro y piedras preciosas, ordena que me den de comer y
luego me dice:
»Este caso, oh mendigo que te llamas igual que yo, es
tanto más extraordinario cuanto que a mí, durante un viaje a la India , me sucedió exactamente
lo mismo. Había ido al mercado a vender y la gente, al ver mi preciada
mercancía, se arremolinó a mi alrededor y me preguntó quién era y de dónde
venía. "Me llamo Morro el Grande", contesté. Y ellos, con gesto
ceñudo: "¿Morro el Grande? ¿Qué grandeza puede ser la tuya, vulgar
mercader? La grandeza del hombre reside en el intelecto. Sólo hay un Morro el
Grande y vive en esta ciudad. Es el orgullo de nuestro país y tú, bribón, vas a
rendir cuentas por tu fanfarronería." Me prenden, me atan y me llevan ante
ese Morro cuya existencia ignoraba. Era un famosísimo científico, filósofo,
matemático, astrónomo y astrólogo, Venerado casi como un dios. Por suerte
comprendió enseguida el equívoco, se echó a reír, mandó que me soltaran y luego
me llevó a ver su laboratorio, su observatorio, sus maravillosos instrumentos
construidos por él mismo. Al final me dijo:
»Este caso, oh noble mercader extranjero, es tanto más
extraordinario cuanto que a mí, durante un viaje a las Islas de Levante, me
sucedió exactamente lo mismo. Me había encaminado hacia la cima de un volcán
que pensaba estudiar cuando un grupo de soldados, al ver mi indumentaria
extranjera, me detuvo para saber quién era. Apenas había pronunciado mi nombre
cuando me cargaron de cadenas, arrastrándome a la ciudad. "¿Morro el
Grande?", me decían. "¿Qué grandeza puede ser la tuya, miserable
maestrillo? La grandeza del hombre reside en sus gestas heroicas. Sólo existe
un Morro el Grande. Es el señor de esta isla, el guerrero más valiente que jamás
ha hecho destellar su espada al sol. Ahora mandará que te corten la cabeza."
Así que me llevaron en presencia del monarca, que era un hombre de aspecto
terrible. Por suerte tuve la oportunidad de explicarme, y el espantoso guerrero
se echó a reír por la singular coincidencia, mandó que me quitasen las
cadenas, me dio ricos ropajes, me invitó a entrar en su palacio y a admirar los
espléndidos testimonios de sus victorias sobre todos los pueblos de las islas
cercanas y lejanas. Al final me dijo:
»Este caso, oh ilustre científico que te llamas igual que
yo, es tanto más extraordinario cuanto que a mí también, cuando estaba combatiendo
en una tierra muy lejana llamada Europa, me sucedió exactamente lo mismo. Avanzaba
yo con mis guerreros por un bosque cuando salieron a mi encuentro unos toscos
montañeses que me preguntaron: "¿Quién eres tú, que llenas con el estrépito
de tus armas el silencio de nuestras selvas?" Y yo dije: "Soy Morro
el Grande", pensando que al oír mi nombre huirían espantados. Pero ellos
esbozaron una sonrisa de conmiseración y dijeron: "¿Morro el Grande? Estás
de broma. ¿Qué grandeza puede ser la tuya, escudero engreído? La grandeza del
hombre reside en la humildad de la carne y la elevación del espíritu. Sólo hay
un Morro el Grande y ahora te llevaremos hasta él para que veas la verdadera
gloria del hombre." Me condujeron a un valle solitario y allí, en una
mísera cabaña, vestido de harapos, había un viejecito de barba blanca que
pasaba el tiempo, según me dijeron, contemplando la naturaleza y adorando a
Dios; y honradamente he de admitir que jamás había visto a un ser humano tan
sereno, contento y probablemente feliz; mas para mí ya era demasiado tarde
para cambiar de camino.»
»Eso le contó el poderoso rey de la isla al sabio científico
y el científico luego se lo narró al opulento mercader y el mercader se lo
dijo al pobre viejecito que se presentó en su palacio a pedir limosna. Todos
se llamaban Morro y a todos, por una u otra razón, les habían llamado grandes.
En la cárcel tenebrosa, cuando el viejecito terminó de
contar su historia, uno de los maleantes preguntó:
-¿De modo que, si mi cabeza no está llena de serrín,
el condenado viejecito de la cabaña, el más grande de todos, eres tú?
-¡Ah, amigos míos -murmuró el barbudo sin contestar
ni sí ni no-, qué extraña es la vida!
Entonces, durante un momento, los pícaros que le
habían escuchado callaron, porque hay cosas que dan mucho que pensar incluso a
los hombres más ruines.
Dino Buzzati