No pises a los
durmientes
En
un principio yo sólo quería hacer un poco de dinero en esta ciudad desconocida.
Una tarde velé el sueño de un hombre con quien había estado conversando a la
orilla del mar. Me confesó que el hambre le hacía ver el cielo color rosa y se
volvió para preguntarme si alguna vez había experimentado algo semejante. Un
ligero estrabismo dibujaba en su rostro una falsa ansiedad. Falsa, porque eran
tantas las energías que gastaba en su lucha por engañar al estómago, que ya no
esperaba nada de esa tarde, allí sobre los arrecifes. Al rato, cuando el
cansancio de una conversación medianamente larga lo venció, el hombre recostó
su cabeza sobre mi hombro y se quedó dormido. Yo procuré no hacer el menor movimiento
por miedo a despertarlo: sabía que estaba mejor así, dormido, que despierto y
con hambre. En la espera, me entretuve tirando guijarros a un tronco todo
pelado de navegar por el mar. Los guijarros hacían «toc, toc» al chocar contra
el tronco, pero era un repiquetear casi inaudible, que no lograría despertar a
mi acompañante. Cuando oscureció del todo, el hombre abrió los ojos y con sólo
oírle hablar tuve la seguridad de que haría dinero con este negocio en el que
usted me ve hoy: vendiendo sueños.
No
me contó el suyo en detalle, sólo mencionó el recuerdo de su infancia que lo
había motivado: una noche de lluvia, el repiquetear de una gotera en un cuenco
no lo había dejado dormir hasta el amanecer. Hoy había visto llover peces del
techo de aquel cuarto. Infinidad de peces. No me dijo más, porque es casi
imposible hacer la relación exacta de un sueño. Lo importante es el asiento que
dejan en el alma del durmiente. Yo, por mi parte, no le confesé qué había
provocado aquella visión, y ésta es una regla que sigo observando hasta hoy.
En
un comienzo, sin medios, me especialicé en vagabundos que no tenían con qué
pagarme pero que despertaban con lágrimas en los ojos, agradecidos. Eran
sesiones de caridad y aprendizaje porque todavía no contaba con este estudio
bien instalado. Llevaba en mi bolsillo una pluma de ganso para erizar el vello
de la nuca y acariciar el lóbulo de la oreja, una clepsidra para escuchar el
fluir del tiempo y una cajita de música con el tercio de su melodía. Cosas
viejas y en desuso que fui amontonando en un maletín, como un mago de
provincia. Aprendí también varias canciones nórdicas que otro emigrante me enseñó
en pago por un bello barco surcando el Mar del Norte y una ondina de rubias
trenzas esperándolo en lo alto de un fiordo. Al cabo de varias funciones de
reclamo ejecutadas entre una multitud creciente, decidí que ya era hora de
ponerme a vivir de este arte. Sin embargo, antes de embarcarme en la aventura
reflexioné largamente sobre la naturaleza de mi descubrimiento; comprendí que
aquella primera vez junto al mar había sido un caso sin fantasía por el vínculo
evidente entre el repiquetear de los guijarros, las gotas y los peces. Como
tal, puedo considerarlo mi peor caso, aunque de no haber sido una experiencia
tan primitiva es seguro que nunca hubiera dado con el arte de provocar sueños.
Las
canciones cantadas en mal inglés y en imperfecto noruego, provocaban, por
carambola, sueños de espanto en los analfabetos. Los recovecos del alma de los
durmientes cambian y no son los mismos que en la vigilia. Un hombre no puede
responder por su comportamiento en sueños. He visto a estibadores hechos y
derechos gritar despavoridos al darle oler una guayaba madura o al aplicarle
una moneda en la mejilla.
Cuando
finalmente establecí este negocio de provocar sueños, opté por dormir a los
clientes con pequeñas dosis de luminal. ¡No, no se asuste! Es tan sólo la
dosis ínfima e inocua para el letargo. Mis clientes ya no eran aquellos
mendigos famélicos que caían rendidos tras deambular horas por la ciudad.
Lamentablemente, el luminal confundió a muchos que acudieran buscando amansar
un insomnio. Hasta un indio que había varado aquí en Veracruz camino a
Paramaribo, interpretó equivocadamente el sentido del anuncio y se personó en
el estudio con la falacia del hipnotismo, que pone la mente en blanco y permite
abusar de los durmientes, forzándolos a cometer iniquidades. Me propuso
trabajar juntos, pero le expliqué que no me interesaba aquella ciencia tan
diferente de la mía. Entonces pretendió engatusarme con el truco del despertar
inmediato, de cómo emerger de golpe de las profundidades del sueño. Pensé que
me contaría algo novedoso, pero al oírle mencionar el tercer ojo del buda y un
dedo revelador del último karma, comprendí que yo había descubierto el mismo
procedimiento una noche en que milagrosamente logré sacar a una mujer de un
sopor peligroso presionándole el entrecejo con el índice.
Sin
necesidad de aquel indio escurridizo, yo ya sabía que mientras más corto es el
instante de volver en sí, más son las visiones que se alcanzan a ver y que no
tiene sentido pulsar a los clientes mucho tiempo. Por eso les estudio la
mirada, el porte, para adivinar si acostumbran a dormir del lado del corazón y
si se resfrían al saltar descalzos de la cama. Para cada cliente su trato. He
profundizado en la naturaleza de los sueños que divido en húmedos y secos, en
alarmantes y apacibles, de premonición o de rumiar el pasado, y sé que cada
cual prefiere el suyo de acuerdo con el fluir de sus humores.
Cuando
tengo un caso interesante me inclino sobre el durmiente para observar de cerca
todas las gradaciones del sueño. He visto soflamarse el rostro de señoritas
bien que sólo gracias a mi arte han comprendido cómo sacarse le espina de un
deseo inconfesado; he visto a asesinos en potencia descubrir que la sangre
terminará cubriendo sus manos y abandonar mi estudio temblorosos, asustados por
la revelación de su subconsciente... Subconsciente he dicho y puede parecer que
busco darle a mi negocio un aire científico, sin embargo, el cartel sobre mi
puerta no puede ser más exacto y franco: «Se venden sueños».
Sí,
acuéstese por favor... No imagino nada más excitante que este arte tan lleno de
imprevistos. Cierta vez, hace ya como diez años, me disponía a rozar la mano de
un cliente con un retazo de percal rojo (sí, el color también influye,
indudablemente) y dejé caer unas grandes tijeras de sastre. Entonces, no sé por
qué, más bien obedeciendo a una intuición, hice que el hombre despertara
rápidamente. Fue una idea feliz, porque le salvé la vida. Al verlo entrar
cabizbajo lo había tomado por un ser nostálgico y había preparado ese tipo de
sueños. Resultó que era un viudo que planeaba quitarse la vida y había acudido
a mí con la esperanza de hablar por última vez con su esposa en sueños. Pero
al ruido de las tijeras había visto cosiendo a una desconocida tan bella que
quiso vivir un poco más para ver si la encontraba en la vigilia.
Usted
pensará que le doy conversación para entretenerlo... Nada de eso, no oculto
ningún secreto; puede ver todos mis instrumentos sobre la mesa. En última
instancia, todo depende del cliente. Sólo soy un catalizador porque, como ya le
expliqué, jamás entro en la reacción de sus visiones. Sin usted de nada me
serviría esta pluma de fuente para desenroscar al oído, ni esta lámpara de 100
Wats del sol naciente tras los párpados. Es lo más interesante quizá: nunca
saber, a ciencia cierta, cuál será el resultado, qué sueño verá cada cliente.
Bueno, he adquirido cierta seguridad con los años: sé que un rumor de hojas es
casi siempre el aire libre (de mañana, en un parque) y rara vez un barco en
alta mar. Una gota de té en los labios provoca, la mayoría de las veces,
recuerdos de las tisanas de la infancia; pero esa misma gota acompañada de un
ligero pinchazo en el pulgar genera sueños de tónica oriental: muertes en
fumaderos de opio, cuerpos desnudos en casas de baños...
De
manera que he conformado una matriz a la que acudo en los casos fáciles. Es una
concesión al mecanicismo, pero hace años era muy grande la afluencia de público
y no podía permitirme platicar con cada cliente como lo hago hoy con usted.
Como es lógico, no encontrará usted todas las combinaciones posibles, ni
remotamente. Le repito que sólo soy un catalizador; es usted quien se toma el
trabajo de soñar. Esto es algo que muchos no entienden, las mujeres
principalmente: mis peores clientes. Un día cubrí el rostro de una jovencita
con un pañuelo de seda y probé a no retirárselo hasta que no despertara del
todo. Profirió un alarido terrible: una excrescencia roja le había cubierto el
cuerpo como una manta y chupaba su sangre por mil ventosas. Exigió que le
devolviera su dinero. Pero ¿qué culpa tenía yo? Evito siempre las experiencias
desagradables, capaces de espantar a la clientela. Sueños rosados, agradables:
es lo único que quieren las mujeres.
Usted
ha sido el primero en entrar hoy. El negocio está en franca decadencia; primero
el cine silente y ahora el sonoro. El público lo prefiere porque visitarme
requiere cierto esfuerzo intelectual, o mejor, espiritual. Se necesita mucho
coraje para descubrirse a sí mismo en sueños... ¡Ah, usted no vino a eso!
Usted sabe bien qué quiere. Sólo desea volar en sueños. ¿Volar en sueños dentro
de un sueño? ¿Volar en las tinieblas? ¿Sobrevolar un prado? Bueno, bébase el
somnífero. Su caso me recuerda el de un hombre que vino tres veces hasta que no
topó consigo mismo en su laberinto interno. Tenía cuarenta y cinco años y era
tenedor de libros en una compañía de seguros. La primera tarde me explicó que
quería un sueño de libertad. Yo no le había prestado mucha atención porque
estaba pensando en cómo lograr un sueño de espanto: pisar vidrio con botas
herradas y ladrar en alemán (yo me erizo). Su pedido me tomó de sorpresa;
entonces lo estudié mejor, medité un rato sobre la esencia de un sueño así, y
para no engañarlo le dije: «Venga mañana, que le tendré preparado lo que usted
desea». Estuve hasta la medianoche pensando en cómo hilvanar una cosa tan vaga
como un sueño de libertad. Evidentemente, no se trataba de algo tan sencillo
como volar en sueños, como usted, por ejemplo, pide; sino de despertarse y
musitar todavía semidormido: «¡Soy libre!». Consideré aplicar la ley de que los
extremos se tocan y accionarle al oído un cerrojo de calabozo, darle a sostener
una fruta podrida e incluso, y perdone que se lo diga, escupirle el rostro.
Sólo que no hubiera resultado de todos modos: lo comprendí al día siguiente
cuando lo oí insistir en un sueño de libertad en abstracto, algo del todo
imposible de conseguir: la libertad es algo personal para cada cual, algo tan
personal como... como los sueños más íntimos e inconfesables.
Sin
fe en el éxito opté por el crujir de un viejo pergamino y coloqué sendos
botones de nácar en sus axilas. En mi matriz ésta es una visión de pura
inocencia infantil. Al despertar se incorporó de golpe y buscó a tientas la
salida. El nerviosismo le impedía hallar la puerta y casi arranca las cortinas.
Al día siguiente, justo antes del cierre, estaba aquí de nuevo: la víspera lo había
engañado. Él quería un sueño único, el suyo, de libertad. Entonces recurrí a
un grifo abierto, a un olor rancio de mujer y a un vaso boca abajo sobre su
frente. Se estremeció al despertar, el vaso cayó y se rompió en mil pedazos. El
hombre sudaba a chorros, me dejó el importe sobre la mesa y volvió a
desaparecer en silencio. Yo sabía que volvería al día siguiente y preparé
confitura de grosellas para untarle el pecho, una paloma asustada para soltar
a volar, un frasco abierto de tinta tipográfica y, con el objetivo de comprobar
la hipótesis shakespeariana sobre la influencia subliminal de la presencia
oculta (el caso de Polonio a quien Harnlet atraviesa con la espada), escondí
tras las cortinas a una muchacha desnuda con un violín sobre las piernas. Ni yo
mismo sabía por qué actuaba así y qué saldría de todo aquello. Cuando le presioné
el entrecejo un temblor le recorrió de pies a cabeza y sin abrir los ojos
gritó: «¡Que me traiga el instrumento!». La joven, pálida de miedo, le alcanzó
el violín y el hombre interpretó un corto pasaje de un vals vienés sin tan
siquiera abrir los ojos. Aquélla era su libertad. Hacía años venía teniendo un
sueño recurrente: soñaba que en los bajos de su casa encontraba a un viejo
acuclillado pulsando con una sola mano una guitarra invisible. ¿Por qué no
utiliza también la otra?, le preguntaba invariablemente, y el anciano le
respondía llorando: «Usted tampoco, usted no comprende: la otra es la
guitarra». Había acudido a mí para liberarse de ese sueño y las tres veces lo
había vuelto a ver sin variación alguna. El pobre hombre no quería ceder ante la evidencia de aquella
revelación y temía enfrentarse, a los cuarenta y cinco años, con una vocación
musical.
¡Ah!
¿No se toma usted el somnífero? ¿Se marcha usted? Bueno, está en su derecho.
Yo, por mi parte, mantengo el negocio no tanto por las ganancias, sino por el
interés humano de poder ayudar. No, no me debe nada. ¿Cómo iba a cobrarle? Sin
embargo, su negativa me embarga de tristeza: cada vez son menos las personas con
la entereza suficiente para someterse a esto. A la larga tendré que cerrar el
estudio, irme a otro país. Por lo pronto aquí sigo, catalizando sueños. Que ya
es algo, ¿no cree?
José Manuel Prieto