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miércoles, 5 de julio de 2017

Escola Miquel Utrillo



No pises a los durmientes          

En un principio yo sólo quería hacer un poco de dinero en esta ciudad desconocida. Una tarde velé el sueño de un hombre con quien había estado conversando a la orilla del mar. Me con­fesó que el hambre le hacía ver el cielo color rosa y se volvió para preguntarme si alguna vez había experimentado algo semejante. Un ligero estrabismo dibujaba en su rostro una falsa ansiedad. Falsa, porque eran tantas las energías que gastaba en su lucha por engañar al estómago, que ya no esperaba nada de esa tarde, allí sobre los arrecifes. Al rato, cuando el cansancio de una conversa­ción medianamente larga lo venció, el hombre recostó su cabe­za sobre mi hombro y se quedó dormido. Yo procuré no hacer el menor movimiento por miedo a despertarlo: sabía que estaba mejor así, dormido, que despierto y con hambre. En la espera, me entretuve tirando guijarros a un tronco todo pelado de nave­gar por el mar. Los guijarros hacían «toc, toc» al chocar contra el tronco, pero era un repiquetear casi inaudible, que no lograría despertar a mi acompañante. Cuando oscureció del todo, el hombre abrió los ojos y con sólo oírle hablar tuve la seguridad de que haría dinero con este negocio en el que usted me ve hoy: vendiendo sueños.
No me contó el suyo en detalle, sólo mencionó el recuerdo de su infancia que lo había motivado: una noche de lluvia, el re­piquetear de una gotera en un cuenco no lo había dejado dor­mir hasta el amanecer. Hoy había visto llover peces del techo de aquel cuarto. Infinidad de peces. No me dijo más, porque es casi imposible hacer la relación exacta de un sueño. Lo importante es el asiento que dejan en el alma del durmiente. Yo, por mi parte, no le confesé qué había provocado aquella visión, y ésta es una regla que sigo observando hasta hoy.
En un comienzo, sin medios, me especialicé en vagabundos que no tenían con qué pagarme pero que despertaban con lágrimas en los ojos, agradecidos. Eran sesiones de caridad y aprendizaje porque todavía no contaba con este estudio bien instalado. Llevaba en mi bolsillo una pluma de ganso para erizar el vello de la nuca y acariciar el lóbulo de la oreja, una clepsidra para escuchar el fluir del tiempo y una cajita de música con el tercio de su melodía. Cosas viejas y en desuso que fui amonto­nando en un maletín, como un mago de provincia. Aprendí también varias canciones nórdicas que otro emigrante me ense­ñó en pago por un bello barco surcando el Mar del Norte y una ondina de rubias trenzas esperándolo en lo alto de un fiordo. Al cabo de varias funciones de reclamo ejecutadas entre una multi­tud creciente, decidí que ya era hora de ponerme a vivir de este arte. Sin embargo, antes de embarcarme en la aventura reflexio­né largamente sobre la naturaleza de mi descubrimiento; com­prendí que aquella primera vez junto al mar había sido un caso sin fantasía por el vínculo evidente entre el repiquetear de los guijarros, las gotas y los peces. Como tal, puedo considerarlo mi peor caso, aunque de no haber sido una experiencia tan primiti­va es seguro que nunca hubiera dado con el arte de provocar sueños.
Las canciones cantadas en mal inglés y en imperfecto norue­go, provocaban, por carambola, sueños de espanto en los analfa­betos. Los recovecos del alma de los durmientes cambian y no son los mismos que en la vigilia. Un hombre no puede respon­der por su comportamiento en sueños. He visto a estibadores hechos y derechos gritar despavoridos al darle oler una guayaba madura o al aplicarle una moneda en la mejilla.
Cuando finalmente establecí este negocio de provocar sue­ños, opté por dormir a los clientes con pequeñas dosis de lumi­nal. ¡No, no se asuste! Es tan sólo la dosis ínfima e inocua para el letargo. Mis clientes ya no eran aquellos mendigos famélicos que caían rendidos tras deambular horas por la ciudad. Lamentable­mente, el luminal confundió a muchos que acudieran buscando amansar un insomnio. Hasta un indio que había varado aquí en Veracruz camino a Paramaribo, interpretó equivocadamente el sentido del anuncio y se personó en el estudio con la falacia del hipnotismo, que pone la mente en blanco y permite abusar de los durmientes, forzándolos a cometer iniquidades. Me propuso trabajar juntos, pero le expliqué que no me interesaba aquella ciencia tan diferente de la mía. Entonces pretendió engatusarme con el truco del despertar inmediato, de cómo emerger de golpe de las profundidades del sueño. Pensé que me contaría algo no­vedoso, pero al oírle mencionar el tercer ojo del buda y un dedo revelador del último karma, comprendí que yo había descubier­to el mismo procedimiento una noche en que milagrosamente logré sacar a una mujer de un sopor peligroso presionándole el entrecejo con el índice.
Sin necesidad de aquel indio escurridizo, yo ya sabía que mientras más corto es el instante de volver en sí, más son las vi­siones que se alcanzan a ver y que no tiene sentido pulsar a los clientes mucho tiempo. Por eso les estudio la mirada, el porte, para adivinar si acostumbran a dormir del lado del corazón y si se resfrían al saltar descalzos de la cama. Para cada cliente su trato. He profundizado en la naturaleza de los sueños que divido en húmedos y secos, en alarmantes y apacibles, de premonición o de rumiar el pasado, y sé que cada cual prefiere el suyo de acuer­do con el fluir de sus humores.
Cuando tengo un caso interesante me inclino sobre el dur­miente para observar de cerca todas las gradaciones del sueño. He visto soflamarse el rostro de señoritas bien que sólo gracias a mi arte han comprendido cómo sacarse le espina de un deseo inconfesado; he visto a asesinos en potencia descubrir que la sangre terminará cubriendo sus manos y abandonar mi estudio temblorosos, asustados por la revelación de su subconsciente... Subconsciente he dicho y puede parecer que busco darle a mi negocio un aire científico, sin embargo, el cartel sobre mi puer­ta no puede ser más exacto y franco: «Se venden sueños».
Sí, acuéstese por favor... No imagino nada más excitante que este arte tan lleno de imprevistos. Cierta vez, hace ya como diez años, me disponía a rozar la mano de un cliente con un retazo de percal rojo (sí, el color también influye, indudablemente) y dejé caer unas grandes tijeras de sastre. Entonces, no sé por qué, más bien obedeciendo a una intuición, hice que el hombre desperta­ra rápidamente. Fue una idea feliz, porque le salvé la vida. Al verlo entrar cabizbajo lo había tomado por un ser nostálgico y había preparado ese tipo de sueños. Resultó que era un viudo que planeaba quitarse la vida y había acudido a mí con la espe­ranza de hablar por última vez con su esposa en sueños. Pero al ruido de las tijeras había visto cosiendo a una desconocida tan bella que quiso vivir un poco más para ver si la encontraba en la vigilia.
Usted pensará que le doy conversación para entretenerlo... Nada de eso, no oculto ningún secreto; puede ver todos mis ins­trumentos sobre la mesa. En última instancia, todo depende del cliente. Sólo soy un catalizador porque, como ya le expliqué, ja­más entro en la reacción de sus visiones. Sin usted de nada me serviría esta pluma de fuente para desenroscar al oído, ni esta lámpara de 100 Wats del sol naciente tras los párpados. Es lo más interesante quizá: nunca saber, a ciencia cierta, cuál será el resul­tado, qué sueño verá cada cliente. Bueno, he adquirido cierta se­guridad con los años: sé que un rumor de hojas es casi siempre el aire libre (de mañana, en un parque) y rara vez un barco en alta mar. Una gota de té en los labios provoca, la mayoría de las ve­ces, recuerdos de las tisanas de la infancia; pero esa misma gota acompañada de un ligero pinchazo en el pulgar genera sueños de tónica oriental: muertes en fumaderos de opio, cuerpos des­nudos en casas de baños...
De manera que he conformado una matriz a la que acudo en los casos fáciles. Es una concesión al mecanicismo, pero hace años era muy grande la afluencia de público y no podía permi­tirme platicar con cada cliente como lo hago hoy con usted. Como es lógico, no encontrará usted todas las combinaciones posibles, ni remotamente. Le repito que sólo soy un catalizador; es usted quien se toma el trabajo de soñar. Esto es algo que mu­chos no entienden, las mujeres principalmente: mis peores clien­tes. Un día cubrí el rostro de una jovencita con un pañuelo de seda y probé a no retirárselo hasta que no despertara del todo. Profirió un alarido terrible: una excrescencia roja le había cu­bierto el cuerpo como una manta y chupaba su sangre por mil ventosas. Exigió que le devolviera su dinero. Pero ¿qué culpa tenía yo? Evito siempre las experiencias desagradables, capaces de espantar a la clientela. Sueños rosados, agradables: es lo único que quieren las mujeres.
Usted ha sido el primero en entrar hoy. El negocio está en franca decadencia; primero el cine silente y ahora el sonoro. El público lo prefiere porque visitarme requiere cierto esfuerzo in­telectual, o mejor, espiritual. Se necesita mucho coraje para des­cubrirse a sí mismo en sueños... ¡Ah, usted no vino a eso! Usted sabe bien qué quiere. Sólo desea volar en sueños. ¿Volar en sueños dentro de un sueño? ¿Volar en las tinieblas? ¿Sobrevolar un prado? Bueno, bébase el somnífero. Su caso me recuerda el de un hombre que vino tres veces hasta que no topó consigo mismo en su laberinto interno. Tenía cuarenta y cinco años y era tenedor de libros en una compañía de seguros. La primera tarde me explicó que quería un sueño de libertad. Yo no le había prestado mucha atención porque estaba pensando en cómo lograr un sueño de espanto: pisar vidrio con botas herradas y ladrar en alemán (yo me erizo). Su pedido me tomó de sorpresa; entonces lo estudié mejor, medité un rato sobre la esencia de un sueño así, y para no engañarlo le dije: «Venga mañana, que le tendré preparado lo que usted desea». Estuve hasta la medianoche pensando en cómo hilvanar una cosa tan vaga como un sueño de li­bertad. Evidentemente, no se trataba de algo tan sencillo como volar en sueños, como usted, por ejemplo, pide; sino de desper­tarse y musitar todavía semidormido: «¡Soy libre!». Consideré aplicar la ley de que los extremos se tocan y accionarle al oído un cerrojo de calabozo, darle a sostener una fruta podrida e incluso, y perdone que se lo diga, escupirle el rostro. Sólo que no hubiera resultado de todos modos: lo comprendí al día siguiente cuando lo oí insistir en un sueño de libertad en abstracto, algo del todo imposible de conseguir: la libertad es algo personal para cada cual, algo tan personal como... como los sueños más íntimos e inconfesables.
Sin fe en el éxito opté por el crujir de un viejo pergamino y coloqué sendos botones de nácar en sus axilas. En mi matriz ésta es una visión de pura inocencia infantil. Al despertar se incorpo­ró de golpe y buscó a tientas la salida. El nerviosismo le impedía hallar la puerta y casi arranca las cortinas. Al día siguiente, justo antes del cierre, estaba aquí de nuevo: la víspera lo había engaña­do. Él quería un sueño único, el suyo, de libertad. Entonces re­currí a un grifo abierto, a un olor rancio de mujer y a un vaso boca abajo sobre su frente. Se estremeció al despertar, el vaso cayó y se rompió en mil pedazos. El hombre sudaba a chorros, me dejó el importe sobre la mesa y volvió a desaparecer en silencio. Yo sabía que volvería al día siguiente y preparé confitura de gro­sellas para untarle el pecho, una paloma asustada para soltar a volar, un frasco abierto de tinta tipográfica y, con el objetivo de comprobar la hipótesis shakespeariana sobre la influencia subli­minal de la presencia oculta (el caso de Polonio a quien Harnlet atraviesa con la espada), escondí tras las cortinas a una muchacha desnuda con un violín sobre las piernas. Ni yo mismo sabía por qué actuaba así y qué saldría de todo aquello. Cuando le presio­né el entrecejo un temblor le recorrió de pies a cabeza y sin abrir los ojos gritó: «¡Que me traiga el instrumento!». La joven, pálida de miedo, le alcanzó el violín y el hombre interpretó un corto pasaje de un vals vienés sin tan siquiera abrir los ojos. Aquélla era su libertad. Hacía años venía teniendo un sueño recurrente: soñaba que en los bajos de su casa encontraba a un viejo acucli­llado pulsando con una sola mano una guitarra invisible. ¿Por qué no utiliza también la otra?, le preguntaba invariablemente, y el anciano le respondía llorando: «Usted tampoco, usted no comprende: la otra es la guitarra». Había acudido a mí para libe­rarse de ese sueño y las tres veces lo había vuelto a ver sin varia­ción alguna. El pobre hombre no quería ceder ante la evidencia de aquella revelación y temía enfrentarse, a los cuarenta y cinco años, con una vocación musical.
¡Ah! ¿No se toma usted el somnífero? ¿Se marcha usted? Bueno, está en su derecho. Yo, por mi parte, mantengo el nego­cio no tanto por las ganancias, sino por el interés humano de po­der ayudar. No, no me debe nada. ¿Cómo iba a cobrarle? Sin embargo, su negativa me embarga de tristeza: cada vez son me­nos las personas con la entereza suficiente para someterse a esto. A la larga tendré que cerrar el estudio, irme a otro país. Por lo pronto aquí sigo, catalizando sueños. Que ya es algo, ¿no cree?

José Manuel Prieto