La melodía ideal
¿Han observado alguna vez cómo, en una habitación en la que se
encuentran reunidas veinte o treinta personas charlando animadamente, llega un
momento en que todo el mundo guarda silencio súbitamente? Se crea una especie
de vacío vibrante que parece engullir todos los sonidos. No sé como afectará a
otras personas, pero a mí me produce una sensación de frialdad que me domina
por completo. Ni que decir tiene que el fenómeno está sujeto a las leyes de
probabilidad, pero, por alguna razón, parece algo más que una simple
coincidencia en las pausas de las conversaciones. Es como si todos estuvieran
pendientes de escuchar algo, aunque no sepan el qué. En esos momentos recuerdo
aquellos versos:
Pero siempre a mi espalda presiento
el carro alado y cercano del tiempo...
Así es como a mí me afecta, por muy animada que sea la
compañía entre la que me encuentre: Sí, incluso en «El Ciervo Blanco».
Me ocurrió esto mismo un
miércoles por la noche en el que había menos aglomeración de la habitual. Se
hizo el silencio, tan inesperadamente como siempre. Entonces, posiblemente en
un deliberado intento de romper ese desagradable suspense, Charlie Willis
empezó a silbar la última canción de moda; ni siquiera recuerdo el título. Sólo
recuerdo que desencadenó uno de los relatos más inquietantes de Harry Purvis.
-Charlie -dijo con calma-, esa
maldita cancioncilla me está volviendo loco. Durante la última semana he tenido
que escucharla cada vez que enchufaba la radio.
John Christopher emitió un sonoro
sorbetón.
-Deberías conectar siempre con el
Tercer Programa. Estarías a salvo.
-A algunos de nosotros -contestó
secamente Harry- no nos satisface una dieta exclusiva a base de madrigales
isabelinos. Pero no vamos a pelear por eso,
por Dios. ¿Nunca se te ha ocurrido que hay algo extraño en esas canciones
de éxito?
-¿Qué quieres decir?
-Pues que aparecen
misteriosamente, y durante semanas todo el mundo las tararea, como Charlie hace
un momento. Las que poseen cierta calidad se te graban de tal forma que no
puedes alejarlas de la cabeza, dan vueltas y más vueltas durante días. Y, de
repente, desaparecen sin mayor explicación.
-Ahora te comprendo -dijo Art
Vincent-. Algunas melodías pueden elegirse, pero otras se pegan como melaza,
tanto si lo deseas como si no.
-Exactamente. Durante una semana
entera me obsesionó el tema principal del final de la segunda sinfonía de
Sibelius; incluso me dormía con él rondándome la cabeza. Después le tocó el
turno a El tercer hombre: da di da di
daaa, dida, didaa... Recuerda lo que fue aquello.
Harry tuvo que callarse un
momento hasta que la gente dejó de tararear. Cuando se desvanecieron los
murmullos continuó:
-¡Exactamente! A todos os sucedió
lo mismo. Entonces, ¿qué tienen esas tonadas para provocar tal efecto? Algunas
son realmente buena música, otras, banalidades, pero evidentemente tienen algo en común.
-Continúa -dijo Charlie-. Estamos
impacientes.
-Desconozco la respuesta
-contestó Harry-. Y lo que es más, no quiero conocerla. Sé de un hombre que la encontró.
Automáticamente, alguien le
acercó una cerveza, para que el tono de su relato no decayera. A mucha gente le
fastidiaba que en medio de lo más interesante se parase para pedir otra bebida.
-No sé por que a la mayoría de
los científicos les interesa la música -prosiguió Harry Purvis-, pero es un
hecho innegable. Conozco muchos laboratorios importantes que poseen orquestas
sinfónicas de aficionados, algunas incluso muy buenas. Entre los matemáticos se
podrían encontrar razones obvias para justificar esta afición: la música,
especialmente la música clásica, es, formalmente, casi matemática. Ademes, se
apoya en la teoría: relaciones armónicas, análisis de las ondas, distribución
de la frecuencia, y cosas por el estilo. Constituye en sí misma un estudio apasionante que atrae fuertemente a las mentes
científicas, y que no excluye -aunque muchas
personas crean lo contrario- una apreciación puramente estética.
»Pero he de confesar que el
interés musical de Gilbert Lister era completamente cerebral. Era, en primer
lugar, un fisiólogo, especializado en el estudio del cerebro. Por eso la
palabra cerebral debe ser tomada literalmente.
»No distinguía entre una canción
vaquera y la Sinfonía Coral. No le interesaban los sonidos por sí mismos sino por los efectos que
causaban en el cerebro.
»Entre personas tan cultas como
las presentes -dijo Harry, con tal énfasis que sonó como un insulto-, no habrá
nadie que ignore el hecho de que gran parte de la actividad cerebral se realiza por medio de electricidad. Constantemente
se producen pulsaciones de ritmo regular, que pueden detectarse y analizarse
con la ayuda de modernos instrumentos. Éste era el campo de Gilbert Lister.
Adosaba electrodos en el cuero cabelludo de una persona, y un sistema de
amplificadores registraba las ondas cerebrales en cinta magnética. Tras
examinarlas, podía dar todo tipo de información sobre la persona en cuestión.
En última instancia, afirmaba, es posible identificar a cualquiera a partir de
un encefalograma -para utilizar el término correcto- con mayor precisión que a
través de las huellas dactilares.
»Mediante una intervención
quirúrgica, puede cambiarse la piel de una persona, pero si llegáramos a un
avance tecnológico tal que pudiera cambiarse el cerebro -bueno, esa persona ya
no sería la misma, de modo que no podría acusarse al sistema de haber fallado.
»Mientras estudiaba los ritmos
alfa, beta y demás del cerebro, Gilbert empezó a interesarse por la música.
Estaba seguro de que existía alguna conexión entre los ritmos musicales y los
mentales. Se propuso tocar música ante sus pacientes, para analizar los efectos
producidos en sus frecuencias cerebrales normales. Como era de esperar, los
efectos fueron múltiples, y los descubrimientos de Gilbert le llevaron a
adentrarse en campos más filosóficos.
»Sólo en una ocasión hablé con él
extensamente sobre sus teorías. No porque fuera reservado -nunca he conocido a
un científico que lo fuera, pensándolo bien-, sino porque no le gustaba
discutir sobre su trabajo hasta saber a dónde le iba a llevar. Pero lo que dijo
fue suficiente para demostrar que había abierto un campo muy interesante, y en
consecuencia, me propuse ayudarle. Mi empresa suministró parte del equipo y yo
no me mostré reacio a obtener un pequeño beneficio marginal. Se me ocurrió que
si las teorías de Gilbert funcionaban, iba a necesitar un representante en
menos que canta un gallo...
»Porque lo que Gilbert intentaba
hacer era encontrar el fundamento científico para llegar a una teoría sobre las
canciones de éxito. Por supuesto, no pensaba sobre el asunto en estos términos:
él lo consideraba como un simple proyecto de investigación y su única ambición
consistía en publicar su trabajo en las Actas
de la Asociación de Física. Pero yo reconocí las implicaciones financieras
en seguida. Eran asombrosas.
»Gilbert estaba seguro de que una
melodía o una canción de moda impresiona la mente porque de algún modo se
adapta a los ritmos eléctricos fundamentales del cerebro. Utilizaba una
analogía para explicarlo: "Es como meter una llave en una cerradura. Las
guardas de una tienen que acoplarse a las de la otra para que funcione".
»Enfocó el problema desde dos
ángulos. En primer lugar, recogió cientos de melodías populares y clásicas y
analizó su estructura -o, como él decía, su morfología.
»Un analizador de armonías
realizaba esta operación automáticamente, clasificando las frecuencias. Por
supuesto, era mucho más complicado, pero estoy seguro de que habréis entendido
la idea básica.
»Al mismo tiempo, trataba de ver
la adecuación entre las ondas resultantes y las vibraciones eléctricas
naturales del cerebro. La teoría de Gilbert consistía -y aquí nos adentramos en
aguas filosóficas más profundas- en que todas las melodías existentes son
aproximaciones burdas a una melodía ideal. Los músicos de todos los tiempos la
han buscado a ciegas, porque ignoraban la relación entre música y mente. Una
vez revelada esta relación, sería posible descubrir la Melodía Ideal.
-¡Eh! -exclamó John Christopher-. Eso es
una refundición de la teoría platónica de los Arquetipos. Ya se sabe: todos los
objetos del mundo material son burdas copias de la silla o la mesa, o lo que
sea, ideales. Así que tu amigo buscaba la Melodía Ideal. ¿La encontró?
-Lo sabrás a su debido tiempo
-prosiguió Harry sin inmutarse-. Gilbert tardó un año en completar el análisis,
ya continuación comenzó con la síntesis. Para entendernos: fabricó una máquina
capaz de construir modelos de sonidos, automáticamente, acordes con las leyes
que había descubierto. Tenía montones de osciladores y mezcladores; en
realidad, lo que hizo fue modificar un órgano electrónico ordinario para esta
parte del aparato, controlado por la máquina compositora. De esa forma tan
infantil con que los científicos bautizan a sus vástagos, llamó al invento
«Ludwig».
»Se entendería mejor el
funcionamiento de Ludwig si se le concibe como una especie de caleidoscopio
sonoro, en lugar de visual. Pero el caleidoscopio obedecía a unas ciertas
leyes, y esas leyes -al menos Gilbert así lo creía- estaban basadas en la
estructura fundamental de la mente humana. Con los arreglos necesarios Ludwig
llegaría, tarde o temprano, a encontrar la Melodía Ideal a través de todos los
modelos musicales posibles.
»Tuve la oportunidad de escuchar
a Ludwig, y fue una experiencia extraña. El equipo consistía en el lío
electrónico indescriptible común a todos los laboratorios. Lo mismo podía haber
sido la máquina de una nueva computadora que la mira de una pistola a radar, un
sistema de control de tráfico o un aparato de radio construido por un aficionado.
Era difícil aceptar que, si llegaba a funcionar, dejaría sin trabajo a todos
los compositores del mundo. ¿O no?
Quizá no: Ludwig podría proveer la materia prima, pero necesitaría
orquestación.
»El sonido comenzó a salir del
altavoz. Al principio me pareció como si escuchara ejercicios para cinco dedos
ejecutados por un alumno eficiente, pero poco inspirado. La mayoría de los
temas eran banales; la máquina tocaba uno ya continuación lo sometía a una
serie de cambios, un compás tras otros, hasta agotar todas las posibilidades, y
pasaba al siguiente tema. De vez en cuando producía un pasaje notable, pero en
general, no me impresionó lo más mínimo.
»Pero Gilbert me explicó que sólo
era una prueba, porque los circuitos aún no estaban listos. Cuando lo estuvieran,
Ludwig tendría mayor capacidad de selección: de momento tocaba cualquier cosa
-no poseía el mínimo sentido discriminatorio. Cuando lo adquiriese, las
posibilidades serían ilimitadas.
»Fue la última vez que vi a
Gilbert Lister. Había quedado en ir a su laboratorio una semana después, tiempo
en el que esperaba haber conseguido grandes progresos. Llegué una hora más
tarde a la cita, por suerte para mí...
»A mi llegada acababan de
llevarse a Gilbert. Encontré a su ayudante, un hombre de edad que había trabajado
con él desde hacía años, muy nervioso y desconsolado, sentado entre la maraña
de cables de Ludwig. Tardé mucho en descubrir lo que había ocurrido, y aún más
en entender los motivos.
»No cabía duda de que Ludwig, por
fin, había funcionado. El ayudante había salido a almorzar mientras Gilbert
terminaba los últimos preparativos, y cuando volvió al cabo de una hora, el
laboratorio vibraba con una frase melódica larga y compleja. O la máquina se
había parado automáticamente en ese punto, o Gilbert había pulsado el botón de REPETICIÓN. Sea como
fuere, estuvo escuchando, durante varios cientos de veces, al menos, la misma
melodía. Cuando su ayudante le encontró parecía hallarse en trance. Los ojos
abiertos sin ver, los miembros rígidos. Incluso cuando desconectaron a Ludwig,
continuó igual. Gilbert no tenía remedio.
»¿Qué había ocurrido? Supongo que deberíamos haberlo tenido en cuenta,
pero, ¡es tan fácil decirlo cuando ya todo ha pasado! Recordemos lo que dije al
principio. Si un compositor que sabe música de oído puede inventar una melodía capaz de dominar la mente de una
persona durante días, ¿qué efecto
tendría la Melodía Ideal que Gilbert buscaba? En el supuesto de que existiera
-y no lo doy como un hecho seguro-, formaría un anillo infinito en los circuitos
de la memoria. Daría vueltas y más vueltas, eliminando los demás pensamientos.
Todas las melodías empalagosas del pasado se convertirían en simples bagatelas
comparadas con ella. Una vez introducida en el cerebro, transformaría las
formas de las ondas circulares que constituyen la manifestación física de la
conciencia -y ese sería el final. Ni más ni menos le sucedió a Gilbert.
»Le sometieron a terapia de
choque; lo intentaron todo. Pero no sirvió para nada; el patrón se había
establecido y no podía romperse. Gilbert ha perdido toda conciencia del mundo
exterior, y tienen que alimentarlo por vía intravenosa. No se mueve jamás ni
reacciona ante estímulos externos, pero, según me han dicho de vez en cuando se
contrae de una forma extraña, como marcando un ritmo.
»Me temo que no tiene curación.
Y, sin embargo, no estoy seguro de si su destino es horrible o, por el
contrario, digno de envidia. Quizá haya encontrado la realidad esencial que
siempre ha preocupado a filósofos como Platón. No lo sé, realmente. A veces me
sorprendo preguntándome a mí mismo cómo sería esa maldita melodía, casi
deseando haber tenido la oportunidad de escucharla, al menos una vez. Debe de
existir alguna forma de hacerlo sin peligro: ¿recordáis que Ulises escuchó el
canto de las sirenas y no murió por ello...? Pero ya no habrá otra oportunidad,
por supuesto.
-Me lo temía -dijo Charles Willis
maliciosamente-. Supongo que el aparato explotó, o algo así, y como de
costumbre no podremos comprobar la veracidad de tu relato.
Harry le dirigió una mirada más
de tristeza que de enfado.
-El aparato apenas sufrió
desperfectos -contestó con serenidad-. Lo que ocurrió a continuación fue una de
esas cosas enloquecedoras por las que nunca dejaré de culparme. Me tomé tal
interés en el experimento de Gilbert que no presté la debida atención a los
intereses de mi empresa.
»Mucho me temo que Gilbert había
amontonado deudas y cuando el Departamento de Contabilidad se enteró de lo que
le había ocurrido, actuó inmediatamente. Tuve que salir de la ciudad durante un
par de días en viaje de negocios y cuando volví ¿sabéis lo que había pasado?
Mediante una acción judicial, habían confiscado todos sus bienes, lo que
significaba el desmantelamiento de Ludwig; cuando lo vi al día siguiente, se
había convertido en un montón de chatarra. ¡Y todo por unas cuantas libras! Me
hizo llorar.
-Estoy seguro -dijo Eric Maine-.
Pero has olvidado atar el Cabo Suelto Número Dos: El ayudante de Gilbert. Entró en el laboratorio mientras el
artilugio funcionaba a pleno rendimiento. ¿Por qué no le afectó a él también?
Has metido la pata en esto, Harry.
El señor don Harry Purvis hizo
una pausa para apurar las últimas gotas de su vaso y lo acercó a Drew.
-¡Vaya! -exclamó-. ¿Es un interrogatorio? No he mencionado ese
punto porque no tiene mucha importancia. Pero explica por qué nunca tuve el
menor indicio de la naturaleza de aquella melodía. Mira, el ayudante de Gilbert
era un técnico de laboratorio muy cualificado, pero no pudo prestarle mucha
ayuda en la fabricación de Ludwig. Era una de esas personas que carecen
completamente de oído. Para él, la Melodía Ideal no significaba más que el
maullido de un gato.
Nadie hizo más preguntas: creo
que todos sentimos el deseo de enfrascarnos en nuestros propios pensamientos.
Hubo un silencio largo y profundo antes de que «El Ciervo Blanco» reanudara su
actividad habitual. Pero a los pocos minutos, Charlie comenzó a silbar de nuevo
La Ronde.
Arthur C. Clarke