Yzur
Compré el mono en el remate de un circo que había quebrado.
La primera
vez que se me ocurrió tentar la experiencia a cuyo relato están dedicadas
estas líneas fue una tarde, leyendo no sé dónde que los naturales de Java
atribuían la falta de lenguaje articulado en los monos a la abstención, no a la
incapacidad. «No hablan, decían, para que no los hagan trabajar.»
Semejante
idea, nada profunda al principio, acabó por preocuparme hasta convertirse en
este postulado antropológico; los monos fueron hombres que por una u otra razón
dejaron de hablar. El hecho produjo la atrofia de sus órganos de fonación y de
los centros cerebrales del lenguaje; debilitó casi hasta suprimirla la
relación entre unos y otros, el idioma de la especie en el grito inarticulado,
y el humano primitivo descendió a ser animal.
Claro está
que si llegara a demostrarse esto quedarían explicadas desde luego todas las
anomalías que hacen del mono un ser tan singular; pero ello no tendría sino una
demostración posible: volver el mono al lenguaje.
Entretanto
había corrido el mundo con el mío, vinculándolo cada vez más por medio de
peripecias y aventuras. En Europa llamó la atención, y, de haberlo querido,
llego a darle la celebridad de un Cónsul; pero mi seriedad de hombre de
negocios mal se avenía con tales payasadas.
Trabajado por
mi idea fija del lenguaje de los monos, agoté toda la bibliografía
concerniente al problema, sin ningún resultado apreciable. Sabía únicamente,
con entera seguridad, que no hay ninguna
razón científica para que el mono no hable. Esto llevaba cinco años de meditaciones.
Yzur (nombre
cuyo origen nunca pude descubrir, pues lo ignoraba igualmente su anterior patrón), Yzur era ciertamente un animal notable. La educación del circo, bien
que reducida casi enteramente al mimetismo, había desarrollado mucho sus
facultades; y esto era lo que me incitaba más a ensayar sobre él mi en
apariencia disparatada teoría.
Por otra
parte, sábese que el chimpancé (Yzur lo era) es entre los monos el mejor provisto de cerebro y uno
de los más dóciles, lo cual aumentaba mis probabilidades. Cada vez que lo veía
avanzar en dos pies, con las manos a la espalda para conservar el equilibrio, y
su aspecto de marinero borracho, la convicción de su humanidad detenida se
vigorizaba en mí.
No haya a la
verdad razón alguna para que el mono no articule absolutamente. Su lenguaje
natural, es decir, el conjunto de gritos con que se comunica con sus
semejantes, es asaz variado; su laringe, por más distinta que resulte de la
humana, nunca lo es tanto como la del loro, que habla, sin embargo; y en cuanto
a su cerebro, fuera de que la comparación con el de este último animal
desvanece toda duda, basta recordar que el del idiota es también rudimentario,
a pesar de lo cual hay cretinos que pronuncian algunas palabras. Por lo que
hace a la circunvolución de Broca, depende, es claro, del desarrollo total del
cerebro; fuera de que no está probado que ella sea fatalmente el sitio
de localización del lenguaje. Si es el caso de localización mejor establecido
en anatomía, los hechos contradictorios son desde luego incontestables.
Felizmente,
los monos tienen, entre sus muchas malas condiciones, el gusto por aprender,
como lo demuestra su tendencia imitativa; la memoria feliz, la reflexión que
llega hasta una profunda facultad de disimulo, y la atención comparativamente
más desarrollada que en el niño. Es decir, pues, un sujeto pedagógico de los
más favorables.
El mío era
joven además, y es sabido que la juventud constituye la época más intelectual
del mono, parecido en esto al negro. La dificultad estribaba solamente en el
método que emplearía para comunicarle la palabra.
Conocía
todas las infructuosas tentativas de mis antecesores; y está de más decir que,
ante la competencia de algunos de ellos y la nulidad de todos sus esfuerzos,
mis propósitos fallaron más de una vez; cuando el tanto pensar sobre aquel tema
fue llevándome a esta conclusión:
Lo primero consiste en desarrollar el aparato
de fonación del mono.
Así es, en
efecto, como se procede con los sordomudos antes de llevarlos a la
articulación; y no bien hube reflexionado sobre esto cuando las analogías entre el sordomudo y el mono se
agolparon en mi espíritu.
Primero de
todo, su extraordinaria movilidad mímica que compensa al lenguaje articulado,
demostrando que no por dejar de hablar se deja de pensar, así haya disminución
de esta facultad por la paralización de aquélla. Después, otros caracteres mas
peculiares por ser más específicos: la diligencia en el trabajo, la fidelidad,
el coraje, aumentados hasta la certidumbre por estas dos condiciones cuya
comunidad es verdaderamente reveladora: la facilidad para los ejercicios de
equilibrio y la resistencia al mareo.
Decidí,
entonces, empezar mi obra con una verdadera gimnasia de los labios y de la
lengua de mi mono, tratándolo en esto como a un sordomudo. En lo restante, me
favorecería el oído para establecer comunicaciones directas de palabra, sin
necesidad de apelar al tacto. El lector verá que en esta parte prejuzgaba con
demasiado optimismo.
Felizmente,
el chimpancé es de todos los grandes monos el que tiene labios más movibles; y
en el caso particular, habiendo padecido Yzur de anginas, sabía abrir la boca
para que se la examinaran.
La primera
inspección confirmó en parte mis sospechas. La lengua permanecía en el fondo
de su boca, como una masa inerte, sin otros movimientos que los de la
deglución. La gimnasia produjo luego su efecto, pues a los dos meses ya sabía
sacar la lengua para burlar. Ésta fue la primera relación que conoció entre el
movimiento de su lengua y una idea; una relación perfectamente acorde con su
naturaleza, por otra parte.
Los labios
dieron más trabajo, pues hasta hubo que estirárselos con pinzas; pero
apreciaba -quizá por mi expresión- la
importancia de aquella tarea anómala y la acometía con viveza. Mientras yo
practicaba los movimientos labiales que debía imitar, permanecía sentado,
rascándose la grupa con su brazo vuelto hacia atrás y guiñando en una concentración
dubitativa, o alisándose las patillas con todo el aire de un hombre que
armoniza sus ideas por medio de ademanes rítmicos. Al fin aprendió a mover los
labios.
Pero el
ejercicio del lenguaje es un arte difícil, como lo prueban los largos balbuceos
del niño, que lo llevan, paralelamente con su desarrollo intelectual, a la
adquisición del hábito. Está demostrado, en efecto, que el centro propio de las
inervaciones vocales se halla asociado con el de la palabra en forma tal, que el desarrollo
normal de ambos depende de su ejercicio armónico; y esto ya lo había
presentido en 1785 Heinicke, el inventor del método oral para la enseñanza de
los sordomudos, como una consecuencia filosófica. Hablaba de una
«concatenación dinámica de las ideas», frase cuya profunda claridad honraría a más
de un psicólogo contemporáneo.
Yzur se encontraba, respecto al lenguaje, en la misma situación del niño que antes de hablar entiende ya muchas
palabras; pero era mucho más apto para asociar los juicios que debía poseer
sobre las cosas, por su mayor experiencia de la vida.
Estos
juicios, que no debían ser solo de Impresión, sino también inquisitivos y
disquisitivos, a juzgar por el carácter diferencial que asumían, lo cual supone
un raciocinio abstracto, le daban un grado superior de inteligencia muy
favorable por cierto a mi propósito.
Si mis
teorías parecen demasiado audaces, basta con reflexionar que el silogismo, o
sea, el argumento lógico fundamental, no es extraño a la mente de muchos
animales. Como que el silogismo es originariamente una comparación entre dos
sensaciones. Si no, ¿por qué los animales que conocen al hombre huyen de él, y
no aquellos que nunca lo conocieron...?
Comencé,
entonces, la educación fonética de Yzur.
Tratábase de
enseñarle primero la palabra mecánica, para llevarlo progresivamente a la
palabra sensata.
Poseyendo el
mono la voz, es decir, llevando esto de ventaja al sordomudo, con más ciertas
articulaciones rudimentarias, tratábase de enseñarle las modificaciones de
aquélla, que constituyen los fonemas y su articulación, llamada por los
maestros estática o dinámica, según que se refiera a las vocales o a las
consonantes.
Dada la
glotonería del mono, y siguiendo en esto un método empleado por Heinicke con
los sordomudos, decidí asociar cada vocal con una golosina: a
con papa; e con leche; i con vino; o
con coco; u con azúcar, haciendo de modo que la
vocal estuviese contenida en el nombre de la golosina, ora con dominio único y
repetido como en papa, coco, leche, ora reuniendo los dos acentos,
tónico y prosódico, es decir, como sonido fundamental: vino, azúcar.
Todo anduvo
bien mientras se trató de las vocales, o sea, los sonidos que se forman con la
boca abierta. Yzur los aprendió en quince días. La u
fue lo que más le costó pronunciar.
Las consonantes
diéronme un trabajo endemoniado; y a poco hube de comprender que nunca llegaría
a pronunciar aquellas en cuya formación entran los dientes y las encías. Sus
largos colmillos le estorbaban enteramente.
El
vocabulario quedaba reducido, entonces, a las cinco vocales; la b, la k, la m,
la g, la f y la c, es decir, todas aquellas consonantes en cuya formación no
interviniesen sino el paladar y la lengua.
Aun para esto
no me bastó el oído. Hube de recurrir al tacto como un sordomudo,
apoyando su mano en mi pecho y
luego en el suyo para que sintiera las vibraciones del sonido.
Y pasaron
tres años sin conseguir que formara palabra alguna. Tendía a dar a las cosas,
como nombre propio, el de la letra cuyo sonido predominaba en ellas. Esto era
todo.
En el circo
había aprendido a ladrar, como los perros, sus compañeros de tareas; y cuando
me veía desesperar ante las vanas tentativas para arrancarle la palabra,
ladraba fuertemente como dándome todo lo que sabía. Pronunciaba aisladamente
las vocales y consonantes, pero no podía asociarlas. Cuando más, acertaba en
una repetición vertiginosa de pes y emes.
Por
despacio que fuera, se había operado un gran cambio en su carácter. Tenía menos
movilidad en las facciones, la mirada más profunda, y adoptaba posturas meditabundas.
Había adquirido, por ejemplo, la costumbre de contemplar las estrellas. Su
sensibilidad se desarrollaba igualmente; íbasele notando una gran facilidad de
lágrimas.
Las lecciones
continuaban con inquebrantable tesón, aunque sin mayor éxito. Aquello había
llegado a convertirse en una obsesión dolorosa, y poco a poco sentíame
inclinado a emplear la fuerza. Mi carácter iba agriándose con el fracaso, hasta
asumir una sorda animosidad contra Yzur. Éste se intelectualizaba más, en el
fondo de su mutismo rebelde, y empezaba a convencerme de que nunca lo sacaría
de allí, cuando supe de golpe que no hablaba porque no quería.
El cocinero,
horrorizado, vino a decirme una noche que había sorprendido al mono «hablando
verdaderas palabras». Estaba, según su narración, acurrucado junto a una
higuera de la huerta; pero el terror le impedía recordar lo esencial de esto,
es decir, las palabras. Sólo creía retener dos: cama y pipa. Casi le doy de puntapiés por su imbecilidad.
No necesito
decir que pasé la noche poseído de una gran emoción; y lo que en tres años no
había cometido, el error que todo lo echó a perder, provino del enervamiento de
aquel desvelo, tanto como de mi excesiva curiosidad.
En vez
de dejar que el mono llegara naturalmente a la manifestación del lenguaje,
llamélo al día siguiente y procuré imponérsela por obediencia.
No conseguí
sino las pes y las emes con que me tenía harto, las guiñadas
hipócritas y -Dios me perdone- una cierta vislumbre de ironía en la azogada
ubicuidad de sus muecas.
Me encolericé,
y sin consideración alguna le di de azotes. Lo único que logré fue su llanto y un silencio absoluto que excluía hasta los gemidos.
A los tres
días cayó enfermo, en una especie e sombría demencia complicada con síntomas de
meningitis. Sanguijuelas, afusiones frías, purgantes, revulsivos cutáneos,
alcoholaturo de briona, bromuro: toda la terapéutica del espantoso mal le fue
aplicada. Luché con desesperado brío, a impulsos de un remordimiento y de un
temor. Aquél por creer a la bestia una víctima de mi crueldad; éste por la
suerte del secreto que quizá se llevaba a la tumba.
Mejoró al
cabo de mucho tiempo, quedando, no obstante, tan débil, que no podía moverse de
la cama. La proximidad de la muerte habíalo ennoblecido y humanizado. Sus
ojos, llenos de gratitud, no se separaban de mí, siguiéndome por toda la
habitación como dos bolas giratorias, aunque estuviese detrás de él; su mano
buscaba las mías en una intimidad de convalecencia. En mi gran soledad, iba
adquiriendo rápidamente la importancia de una persona.
El demonio
del análisis, que no es sino
una forma del espíritu de perversidad, impulsábame, sin embargo, a renovar mis
experiencias. En realidad, el mono había hablado. Aquello no podía quedar así.
Comencé muy
despacio, pidiéndole las letras que sabía pronunciar. ¡Nada! Dejélo solo
durante horas, espiándolo por un
agujerillo del tabique. ¡Nada! Habléle con
oraciones breves, procurando tocar su fidelidad o su glotonería. ¡Nada!
Cuando aquéllas eran patéticas, los ojos se le hinchaban de llanto. Cuando le
decía una frase habitual, como el
«yo soy tu amo» con que empezaba todas mis lecciones,
o el «tú eres mi mono» con que
completaba mi anterior afirmación, para llevar a su espíritu la certidumbre de
una verdad total, él asentía cerrando los párpados; pero no producía un sonido, ni siquiera
llegaba a mover los labios.
Había vuelto
a la gesticulación como único
medio de comunicarse conmigo; y este detalle, unido a sus analogías con los sordomudos, redoblaba mis
precauciones, pues nadie ignora la gran predisposición de estos últimos a las enfermedades mentales. Por momentos deseaba que se volviera
loco, a ver si el delirio rompía al fin su silencio.
Su
convalecencia seguía estacionaria. La misma flacura, la misma tristeza. Era
evidente que estaba enfermo de inteligencia y de dolor. Su unidad orgánica
habíase roto al impulso de una cerebración anormal, y día más, día menos, aquél
era caso perdido.
Mas, a pesar
de la mansedumbre que el progreso de la enfermedad aumentaba en él, su
silencio, aquel desesperante silencio provocado por mi exasperación, no
cedía. Desde un oscuro fondo de tradición petrificada en instinto, la raza imponía su milenario
mutismo al animal, fortaleciéndose de voluntad atávica en las raíces mismas
de su ser. Los antiguos hombres de la selva, que forzó al silencio, es decir,
al suicidio intelectual, quién sabe que bárbara injusticia, mantenían
su secreto formado por misterios de bosque y abismos de prehistoria, en aquella
decisión ya inconsciente, pero formidable con la inmensidad de su tiempo.
Infortunios
del antropoide retrasado en la evolución cuya delantera tomaba el humano con
un despotismo de sombría barbarie, habían, sin duda, destronado a las grandes
familias cuadrumanas del dominio arbóreo de sus primitivos edenes, raleando sus
filas, cautivando sus hembras para organizar la esclavitud desde el propio
vientre materno, hasta infundir a su impotencia de vencidas el acto de dignidad
mortal que las llevaba a romper con el enemigo el vínculo superior también,
pero infausto de la palabra, refugiándose como salvación suprema en la noche de
la animalidad.
Y qué
horrores, qué estupendas sevicias no habrían cometido los vencedores con la
semibestia en trance de evolución, para que ésta, después de haber gustado el
encanto intelectual que es el fruto paradisíaco de las biblias, se resignara a
aquella claudicación de su estirpe en la degradante igualdad de los inferiores;
a aquel retroceso que cristalizaba por siempre su inteligencia en los gestos de
un automatismo de acróbata; a aquella gran cobardía de la vida que encorvaría
eternamente, como en distintivo bestial, sus espaldas de dominado,
imprimiéndole ese melancólico azoramiento que permanece en el fondo de su
caricatura.
He aquí lo
que al borde mismo del éxito había despertado mi malhumor en el fondo del
limbo atávico. A través del millón de años, la palabra, con su conjuro, removía
la antigua alma simiana; pero contra esa tentación que iba a violar las
tinieblas de la animalidad protectora, la memoria ancestral, difundida en la
especie bajo un instintivo horror, oponía también edad sobre edad como una
muralla.
Yzur entró en agonía sin perder el conocimiento. Una dulce agonía a ojos
cerrados, con respiración débil, pulso vago, quietud absoluta, que sólo
interrumpía para volver de cuando en cuando hacia mí, con una desgarradora
expresión de eternidad, su cara de videjo mulato triste. Y la última tarde, la
tarde de su muerte, fue cuando ocurrió la cosa extraordinaria que me ha
decidido a emprender esta narración.
Habíame dormitado
a su cabecera, vencido por el calor y la quietud del crepúsculo que empezaba,
cuando sentí de pronto que me asían por la muñeca.
Desperté
sobresaltado. El mono, con los ojos muy abiertos, se moría definitivamente
aquella vez, y su expresión era tan humana, que me infundió horror; pero su
mano, sus ojos, me atraían con tanta elocuencia hacia él, que hube de
inclinarme de inmediato a su rostro; y entonces, con su último suspiro, el
último suspiro que coronaba y desvanecía a la vez mi esperanza, brotaron -estoy
seguro-, brotaron en un murmullo (¿cómo explicar el tono de una voz que ha
permanecido sin hablar diez mil siglos?) estas palabras cuya humanidad
reconciliaba las especies:
Leopoldo Lugones