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domingo, 9 de julio de 2017

Universitat Rovira i Virgili




Yzur                                           

Compré el mono en el remate de un circo que había quebrado.
La primera vez que se me ocurrió tentar la experiencia a cuyo relato es­tán dedicadas estas líneas fue una tarde, leyendo no sé dónde que los na­turales de Java atribuían la falta de lenguaje articulado en los monos a la abstención, no a la incapacidad. «No hablan, decían, para que no los ha­gan trabajar.»
Semejante idea, nada profunda al principio, acabó por preocuparme hasta convertirse en este postulado antropológico; los monos fueron hombres que por una u otra razón dejaron de hablar. El hecho produjo la atrofia de sus órganos de fonación y de los centros cerebrales del len­guaje; debilitó casi hasta suprimirla la relación entre unos y otros, el idioma de la especie en el grito inarticulado, y el humano primitivo des­cendió a ser animal.
Claro está que si llegara a demostrarse esto quedarían explicadas desde luego todas las anomalías que hacen del mono un ser tan singular; pero ello no tendría sino una demostración posible: volver el mono al len­guaje.
Entretanto había corrido el mundo con el mío, vinculándolo cada vez más por medio de peripecias y aventuras. En Europa llamó la atención, y, de haberlo querido, llego a darle la celebridad de un Cónsul; pero mi se­riedad de hombre de negocios mal se avenía con tales payasadas.
Trabajado por mi idea fija del lenguaje de los monos, agoté toda la bi­bliografía concerniente al problema, sin ningún resultado apreciable. Sabía únicamente, con entera seguridad, que no hay ninguna razón cientí­fica para que el mono no hable. Esto llevaba cinco años de meditaciones.
Yzur (nombre cuyo origen nunca pude descubrir, pues lo ignoraba igualmente su anterior patrón), Yzur era ciertamente un animal notable. La educación del circo, bien que reducida casi enteramente al mimetismo, había desarrollado mucho sus facultades; y esto era lo que me incitaba más a ensayar sobre él mi en apariencia disparatada teoría.
Por otra parte, sábese que el chimpancé (Yzur lo era) es entre los mo­nos el mejor provisto de cerebro y uno de los más dóciles, lo cual aumen­taba mis probabilidades. Cada vez que lo veía avanzar en dos pies, con las manos a la espalda para conservar el equilibrio, y su aspecto de marinero borracho, la convicción de su humanidad detenida se vigorizaba en mí.
No haya a la verdad razón alguna para que el mono no articule absoluta­mente. Su lenguaje natural, es decir, el conjunto de gritos con que se co­munica con sus semejantes, es asaz variado; su laringe, por más distinta que resulte de la humana, nunca lo es tanto como la del loro, que habla, sin embargo; y en cuanto a su cerebro, fuera de que la comparación con el de este último animal desvanece toda duda, basta recordar que el del idiota es también rudimentario, a pesar de lo cual hay cretinos que pro­nuncian algunas palabras. Por lo que hace a la circunvolución de Broca, depende, es claro, del desarrollo total del cerebro; fuera de que no está probado que ella sea fatalmente el sitio de localización del lenguaje. Si es el caso de localización mejor establecido en anatomía, los hechos contra­dictorios son desde luego incontestables.
Felizmente, los monos tienen, entre sus muchas malas condiciones, el gusto por aprender, como lo demuestra su tendencia imitativa; la memo­ria feliz, la reflexión que llega hasta una profunda facultad de disimulo, y la atención comparativamente más desarrollada que en el niño. Es decir, pues, un sujeto pedagógico de los más favorables.
El mío era joven además, y es sabido que la juventud constituye la época más intelectual del mono, parecido en esto al negro. La dificultad estribaba solamente en el método que emplearía para comunicarle la pala­bra.
Conocía todas las infructuosas tentativas de mis antecesores; y está de más decir que, ante la competencia de algunos de ellos y la nulidad de to­dos sus esfuerzos, mis propósitos fallaron más de una vez; cuando el tanto pensar sobre aquel tema fue llevándome a esta conclusión:
Lo primero consiste en desarrollar el aparato de fonación del mono.
Así es, en efecto, como se procede con los sordomudos antes de llevarlos a la articulación; y no bien hube reflexionado sobre esto cuando las analogías entre el sordomudo y el mono se agolparon en mi espíritu.
Primero de todo, su extraordinaria movilidad mímica que compensa al lenguaje articulado, demostrando que no por dejar de hablar se deja de pensar, así haya disminución de esta facultad por la paralización de aqué­lla. Después, otros caracteres mas peculiares por ser más específicos: la diligencia en el trabajo, la fidelidad, el coraje, aumentados hasta la certidumbre por estas dos condiciones cuya comunidad es verdaderamente reveladora: la facilidad para los ejercicios de equilibrio y la resistencia al mareo.
Decidí, entonces, empezar mi obra con una verdadera gimnasia de los labios y de la lengua de mi mono, tratándolo en esto como a un sordo­mudo. En lo restante, me favorecería el oído para establecer comunica­ciones directas de palabra, sin necesidad de apelar al tacto. El lector verá que en esta parte prejuzgaba con demasiado optimismo.
Felizmente, el chimpancé es de todos los grandes monos el que tiene la­bios más movibles; y en el caso particular, habiendo padecido Yzur de an­ginas, sabía abrir la boca para que se la examinaran.
La primera inspección confirmó en parte mis sospechas. La lengua per­manecía en el fondo de su boca, como una masa inerte, sin otros movi­mientos que los de la deglución. La gimnasia produjo luego su efecto, pues a los dos meses ya sabía sacar la lengua para burlar. Ésta fue la pri­mera relación que conoció entre el movimiento de su lengua y una idea; una relación perfectamente acorde con su naturaleza, por otra parte.
Los labios dieron más trabajo, pues hasta hubo que estirárselos con pinzas; pero apreciaba  -quizá por mi expresión- la importancia de aquella tarea anómala y la acometía con viveza. Mientras yo practicaba los movimientos labiales que debía imitar, permanecía sentado, rascándose la grupa con su brazo vuelto hacia atrás y guiñando en una concen­tración dubitativa, o alisándose las patillas con todo el aire de un hombre que armoniza sus ideas por medio de ademanes rítmicos. Al fin aprendió a mover los labios.
Pero el ejercicio del lenguaje es un arte difícil, como lo prueban los largos balbuceos del niño, que lo llevan, paralelamente con su desarrollo intelec­tual, a la adquisición del hábito. Está demostrado, en efecto, que el centro propio de las inervaciones vocales se halla asociado con el de la palabra en forma tal, que el desarrollo normal de ambos depende de su ejercicio armó­nico; y esto ya lo había presentido en 1785 Heinicke, el inventor del mé­todo oral para la enseñanza de los sordomudos, como una consecuencia fi­losófica. Hablaba de una «concatenación dinámica de las ideas», frase cuya profunda claridad honraría a más de un psicólogo contemporáneo.
Yzur se encontraba, respecto al lenguaje, en la misma situación del niño que antes de hablar entiende ya muchas palabras; pero era mucho más apto para asociar los juicios que debía poseer sobre las cosas, por su ma­yor experiencia de la vida.        
Estos juicios, que no debían ser solo de Impresión, sino también inquisitivos y disquisitivos, a juzgar por el carácter diferencial que asumían, lo cual supone un raciocinio abstracto, le daban un grado superior de inteli­gencia muy favorable por cierto a mi propósito.
Si mis teorías parecen demasiado audaces, basta con reflexionar que el silogismo, o sea, el argumento lógico fundamental, no es extraño a la mente de muchos animales. Como que el silogismo es originariamente una comparación entre dos sensaciones. Si no, ¿por qué los animales que co­nocen al hombre huyen de él, y no aquellos que nunca lo conocieron...?
Comencé, entonces, la educación fonética de Yzur.
Tratábase de enseñarle primero la palabra mecánica, para llevarlo pro­gresivamente a la palabra sensata.
Poseyendo el mono la voz, es decir, llevando esto de ventaja al sordo­mudo, con más ciertas articulaciones rudimentarias, tratábase de ense­ñarle las modificaciones de aquélla, que constituyen los fonemas y su ar­ticulación, llamada por los maestros estática o dinámica, según que se re­fiera a las vocales o a las consonantes.
Dada la glotonería del mono, y siguiendo en esto un método empleado por Heinicke con los sordomudos, decidí asociar cada vocal con una go­losina: a con papa; e con leche; i con vino; o con coco; u con azúcar, ha­ciendo de modo que la vocal estuviese contenida en el nombre de la golo­sina, ora con dominio único y repetido como en papa, coco, leche, ora reuniendo los dos acentos, tónico y prosódico, es decir, como sonido fundamental: vino, azúcar.
Todo anduvo bien mientras se trató de las vocales, o sea, los sonidos que se forman con la boca abierta. Yzur los aprendió en quince días. La u fue lo que más le costó pronunciar.
Las consonantes diéronme un trabajo endemoniado; y a poco hube de comprender que nunca llegaría a pronunciar aquellas en cuya formación en­tran los dientes y las encías. Sus largos colmillos le estorbaban enteramente.
El vocabulario quedaba reducido, entonces, a las cinco vocales; la b, la k, la m, la g, la f y la c, es decir, todas aquellas consonantes en cuya forma­ción no interviniesen sino el paladar y la lengua.
Aun para esto no me bastó el oído. Hube de recurrir al tacto como un sordomudo, apoyando su mano en mi pecho y luego en el suyo para que sintiera las vibraciones del sonido.
Y pasaron tres años sin conseguir que formara palabra alguna. Tendía a dar a las cosas, como nombre propio, el de la letra cuyo sonido predominaba en ellas. Esto era todo.
En el circo había aprendido a ladrar, como los perros, sus compañeros de tareas; y cuando me veía desesperar ante las vanas tentativas para arran­carle la palabra, ladraba fuertemente como dándome todo lo que sabía. Pronunciaba aisladamente las vocales y consonantes, pero no podía asociarlas. Cuando más, acertaba en una repetición vertiginosa de pes y emes.
Por despacio que fuera, se había operado un gran cambio en su carácter. Tenía menos movilidad en las facciones, la mirada más profunda, y adop­taba posturas meditabundas. Había adquirido, por ejemplo, la costumbre de contemplar las estrellas. Su sensibilidad se desarrollaba igualmente; íbasele notando una gran facilidad de lágrimas.
Las lecciones continuaban con inquebrantable tesón, aunque sin mayor éxito. Aquello había llegado a convertirse en una obsesión dolorosa, y poco a poco sentíame inclinado a emplear la fuerza. Mi carácter iba agriándose con el fracaso, hasta asumir una sorda animosidad contra Yzur. Éste se intelectualizaba más, en el fondo de su mutismo rebelde, y empezaba a convencerme de que nunca lo sacaría de allí, cuando supe de golpe que no hablaba porque no quería.
El cocinero, horrorizado, vino a decirme una noche que había sorpren­dido al mono «hablando verdaderas palabras». Estaba, según su narra­ción, acurrucado junto a una higuera de la huerta; pero el terror le impe­día recordar lo esencial de esto, es decir, las palabras. Sólo creía retener dos: cama y pipa. Casi le doy de puntapiés por su imbecilidad.
No necesito decir que pasé la noche poseído de una gran emoción; y lo que en tres años no había cometido, el error que todo lo echó a perder, provino del enervamiento de aquel desvelo, tanto como de mi excesiva curiosidad.
En vez de dejar que el mono llegara naturalmente a la manifestación del lenguaje, llamélo al día siguiente y procuré imponérsela por obediencia.
No conseguí sino las pes y las emes con que me tenía harto, las guiñadas hipócritas y -Dios me perdone- una cierta vislumbre de ironía en la azogada ubicuidad de sus muecas.
Me encolericé, y sin consideración alguna le di de azotes. Lo único que logré fue su llanto y un silencio absoluto que excluía hasta los gemidos.
A los tres días cayó enfermo, en una especie e sombría demencia complicada con síntomas de meningitis. Sanguijuelas, afusiones frías, purgantes,­ revulsivos cutáneos, alcoholaturo de briona, bromuro: toda la terapéutica del espantoso mal le fue aplicada. Luché con desesperado brío, a impulsos de un remordimiento y de un temor. Aquél por creer a la bestia una víctima de mi crueldad; éste por la suerte del secreto que quizá se lle­vaba a la tumba.
Mejoró al cabo de mucho tiempo, quedando, no obstante, tan débil, que no podía moverse de la cama. La proximidad de la muerte habíalo en­noblecido y humanizado. Sus ojos, llenos de gratitud, no se separaban de mí, siguiéndome por toda la habitación como dos bolas giratorias, aun­que estuviese detrás de él; su mano buscaba las mías en una intimidad de convalecencia. En mi gran soledad, iba adquiriendo rápidamente la im­portancia de una persona.
El demonio del análisis, que no es sino una forma del espíritu de per­versidad, impulsábame, sin embargo, a renovar mis experiencias. En reali­dad, el mono había hablado. Aquello no podía quedar así.
Comencé muy despacio, pidiéndole las letras que sabía pronunciar. ¡Nada! Dejélo solo durante horas, espiándolo por un agujerillo del tabi­que. ¡Nada! Habléle con oraciones breves, procurando tocar su fidelidad o su glotonería. ¡Nada! Cuando aquéllas eran patéticas, los ojos se le hin­chaban de llanto. Cuando le decía una frase habitual, como el «yo soy tu amo» con que empezaba todas mis lecciones, o el «tú eres mi mono» con que completaba mi anterior afirmación, para llevar a su espíritu la certi­dumbre de una verdad total, él asentía cerrando los párpados; pero no producía un sonido, ni siquiera llegaba a mover los labios.
Había vuelto a la gesticulación como único medio de comunicarse con­migo; y este detalle, unido a sus analogías con los sordomudos, redoblaba mis precauciones, pues nadie ignora la gran predisposición de estos últi­mos a las enfermedades mentales. Por momentos deseaba que se volviera loco, a ver si el delirio rompía al fin su silencio.
Su convalecencia seguía estacionaria. La misma flacura, la misma tris­teza. Era evidente que estaba enfermo de inteligencia y de dolor. Su uni­dad orgánica habíase roto al impulso de una cerebración anormal, y día más, día menos, aquél era caso perdido.
Mas, a pesar de la mansedumbre que el progreso de la enfermedad au­mentaba en él, su silencio, aquel desesperante silencio provocado por mi exasperación, no cedía. Desde un oscuro fondo de tradición petrificada en instinto, la raza imponía su milenario mutismo al animal, fortaleciéndose de voluntad atávica en las raíces mismas de su ser. Los antiguos hombres de la selva, que forzó al silencio, es decir, al suicidio intelectual, quién sabe que bárbara injusticia, mantenían su secreto formado por misterios de bosque y abismos de prehistoria, en aquella decisión ya inconsciente, pero formidable con la inmensidad de su tiempo.
Infortunios del antropoide retrasado en la evolución cuya delantera to­maba el humano con un despotismo de sombría barbarie, habían, sin duda, destronado a las grandes familias cuadrumanas del dominio arbóreo de sus primitivos edenes, raleando sus filas, cautivando sus hembras para organizar la esclavitud desde el propio vientre materno, hasta infundir a su impotencia de vencidas el acto de dignidad mortal que las llevaba a romper con el enemigo el vínculo superior también, pero infausto de la palabra, refugiándose como salvación suprema en la noche de la animalidad.
Y qué horrores, qué estupendas sevicias no habrían cometido los ven­cedores con la semibestia en trance de evolución, para que ésta, después de haber gustado el encanto intelectual que es el fruto paradisíaco de las biblias, se resignara a aquella claudicación de su estirpe en la degradante igualdad de los inferiores; a aquel retroceso que cristalizaba por siempre su inteligencia en los gestos de un automatismo de acróbata; a aquella gran cobardía de la vida que encorvaría eternamente, como en distintivo bestial, sus espaldas de dominado, imprimiéndole ese melancólico azora­miento que permanece en el fondo de su caricatura.
He aquí lo que al borde mismo del éxito había despertado mi malhu­mor en el fondo del limbo atávico. A través del millón de años, la palabra, con su conjuro, removía la antigua alma simiana; pero contra esa tenta­ción que iba a violar las tinieblas de la animalidad protectora, la memoria ancestral, difundida en la especie bajo un instintivo horror, oponía tam­bién edad sobre edad como una muralla.
Yzur entró en agonía sin perder el conocimiento. Una dulce agonía a ojos cerrados, con respiración débil, pulso vago, quietud absoluta, que sólo interrumpía para volver de cuando en cuando hacia mí, con una des­garradora expresión de eternidad, su cara de videjo mulato triste. Y la úl­tima tarde, la tarde de su muerte, fue cuando ocurrió la cosa extraordina­ria que me ha decidido a emprender esta narración.
Habíame dormitado a su cabecera, vencido por el calor y la quietud del crepúsculo que empezaba, cuando sentí de pronto que me asían por la muñeca.
Desperté sobresaltado. El mono, con los ojos muy abiertos, se moría definitivamente aquella vez, y su expresión era tan humana, que me in­fundió horror; pero su mano, sus ojos, me atraían con tanta elocuencia hacia él, que hube de inclinarme de inmediato a su rostro; y entonces, con su último suspiro, el último suspiro que coronaba y desvanecía a la vez mi esperanza, brotaron -estoy seguro-, brotaron en un murmullo (¿cómo explicar el tono de una voz que ha permanecido sin hablar diez mil siglos?) estas palabras cuya humanidad reconciliaba las especies:
-AMO, AGUA, AMO, MI AMO...

Leopoldo Lugones