El país donde nunca se muere
Un día dijo un joven:
-A mí, esta historia de que todos deben morirse
no me gusta nada. Quiero ir en busca del país donde nunca se muere.
Saluda al padre, a la madre, a los tíos y a los
primos, y se va. Camina durante días, camina durante meses, y a todo el que
encuentra le pregunta si sabe dónde está el lugar donde nunca se muere: pero
nadie lo sabía. Un día se encontró con un viejo con una barba blanca hasta el
pecho, que empujaba una carretilla llena de piedras. Le preguntó:
-¿Sabría decirme dónde queda el lugar donde nunca se
muere?
-¿No quieres morir? Quédate conmigo. Hasta que yo
termine de transportar con mi carretilla toda la montaña, piedra por piedra, no
morirás.
-¿Y cuánto calcula que necesitará?
-Cien años necesitaré.
-¿Y después
debo morir?
-Pues claro.
-No, no es éste el lugar que busco: quiero ir a un
lugar donde no se muera nunca.
Saluda al viejo y sigue adelante. Tras mucho
caminar, llega a un bosque tan grande que parece no tener fin. Había un viejo o
con la barba hasta el ombligo, que cortaba ramas con un honcejo.
-Discúlpeme -le dijo el joven-, ¿me podría decir
dónde queda un lugar donde uno no muere nunca?
-Quédate conmigo -le dijo el viejo-. No morirás hasta
que no haya podado todo el bosque con mi honcejo.
-¿Y cuánto tardará?
-Pues... como doscientos años.
-¿Y después tengo que morir igual?
-Seguro. ¿No te basta?
-No, no es éste el lugar que busco: busco un lugar
donde uno no muera nunca.
Se despidieron y el
joven siguió adelante. Meses después llegó a orillas del mar. Había un viejo
con la barba hasta las rodillas, que miraba un pato que bebía agua del mar.
-Discúlpeme, ¿ sabe
dónde queda un lugar donde uno no muere nunca?
-Si tienes miedo a
morir, quédate conmigo. Mira: hasta que este pato no termine de secar el mar
con el pico, no morirás.
-¿Y cuánto tiempo le llevará?
-A ojo de buen cubero, unos trescientos años.
-¿Y después tengo que morir?
-¿Y qué quieres? ¿Cuántos años quieres vivir?
-No. Éste tampoco es lugar para mí; debo ir allá
donde nunca se muere.
Reanudó el viaje. Un
atardecer, llegó a un magnífico palacio. Llamó a la puerta, y le abrió un viejo
con la barba hasta los pies:
-¿Qué deseas, muchacho?
-Estoy buscando el lugar donde nunca se muere.
-Muy bien, has dado con él. El lugar donde nunca se
muere es aquí. Mientras estés conmigo, estarás seguro de no morir.
-¡Al fin! ¡Di tantas
vueltas! ¡Éste es justo el lugar que buscaba! ¿Pero a usted no le molesta que
me quede?
-Al contrario, me
alegra: así me haces compañía.
De modo que el joven se instaló en el palacio con el
viejo, y hacía vida de señor. Pasaban los años sin que uno se diera cuenta: años,
años y años. Un día el joven le dijo al viejo:
-La verdad es que estoy
muy bien aquí con usted, pero me gustaría hacer una visita a mis parientes.
-¿Pero qué parientes
quieres ir a visitar? A estas alturas ya estarán todos muertos.
-En fin, ¿qué quiere que le diga? Tengo ganas de ir a
visitar mi aldea, y quién sabe si no me encontraré con los hijos de los hijos
de mis parientes.
-Si de veras se te ha metido esa idea en la cabeza,
te enseñaré lo que tienes que hacer. Ve a la cuadra, toma mi caballo blanco,
que tiene la virtud de correr como el viento, pero ten presente que nunca debes
bajarte de la silla, por ninguna razón, porque si no te mueres en el acto.
-No desmontaré, quédese tranquilo: ¡tengo mucho miedo
a morir!
Fue a la cuadra, sacó
el caballo blanco, lo montó y corrió como el viento. Pasó por el lugar donde
había encontrado al viejo con el pato: donde estaba el mar ahora había una gran
pradera. En una parte había una pila de huesos: eran los huesos del viejo. «Vaya, vaya», se dijo el joven, «hice bien en seguir adelante. ¡Si me hubiese
quedado, ahora también estaría muerto!».
Siguió su camino. Donde
estaba el gran bosque que el viejo tenía que dar con su honcejo, todo estaba
desnudo y ralo: no se veía ni un árbol. «También aquí», pensó el joven, «me
habría muerto hace tiempo.»
Pasó por el lugar donde estaba la gran montaña que un
viejo tenía que deshacer piedra por piedra: ahora había una llanura plana como
una mesa de billar.
-¡Con éste si que estaba bien muerto!.
Al fin llega a su aldea,
pero está tan cambiada que no puede reconocerla. Busca su casa, pero no está ni
siquiera la calle. Pregunta por los suyos, pero nadie había oído jamás su
apellido. Se sintió mal. «Más vale que me vuelva en seguida», se dijo.
Hizo girar el caballo y emprendió el regreso. Aún no
había hecho la mitad del camino cuando se encontró con un carretero que
conducía un carro lleno de zapatos viejos, tirado por un buey.
-¡Por caridad, señor!
-dijo el carretero-. Baje un momento y ayúdeme a poner esta rueda, que se me
salió del eje.
-Tengo prisa, no puedo
bajar de la silla -dijo el joven.
-Hágame el favor, mire
que estoy solo y ya anochece...
El joven sintió piedad y
desmontó. Aún tenía un pie en el estribo y otro en tierra, cuando el carretero
le agarró un brazo y le dijo:
-¡Ah! ¡Al fin te atrapé! ¿Sabes quién soy? ¡Soy la
Muerte! ¿Ves todos esos zapatos rotos que hay en el carro? Son los que me has
hecho gastar para perseguirte. ¡Ahora has caído! ¡Todos deben terminar en mis
manos, no hay escapatoria!
Y también al pobre joven le llegó la hora de morir.
Italo Calvino - Cuentos populares italianos