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miércoles, 19 de abril de 2017

Fundación Mapfre



La carrera de los motociclistas pacientes

En esta carrera no vence el más rápido, sino el más lento. Parecería fácil, al principio, ser el más lento de los motoci­clistas, pero no es fácil, porque no forma parte del tempera­mento de un motociclista ser lento o paciente.
Las máquinas se alinean en la salida, cada cual más equipada y costosa, con asientos de piel blanca y apoyabrazos, incrustaciones de caoba y cornamentas en la proa. To­dos estos accesorios las hacen tan impresionantes que es difícil no conducirlas a toda velocidad.
Cuando suena el disparo de salida, los corredores arran­can los motores y se ponen en marcha con extraordinario ruido, pero sólo ganan unos centímetros sobre la pista ca­liente y polvorienta, moviendo como patos sus botazas ne­gras para mantener el equilibrio. Los novatos abren latas de cerveza y empiezan a beber, pero los corredores experimen­tados saben que si beben se pondrán demasiado impacien­tes como para continuar la carrera. En vez de beber, oyen la radio, encienden televisores portátiles, y leen revistas y li­bros de evasión mientras siguen adelante, todos a la par, ni tan rápido como para perder la carrera, ni tan despacio como para detenerse, pues, de acuerdo con las reglas, las motocicletas deben avanzar en todo momento.
Al otro lado de la pista hay unos hombres llamados ve­rificadores que vigilan que nadie viole esta regla. Casi siempre, especialmente en el caso de un piloto verdaderamente experto, el movimiento de la máquina sólo puede percibir­se observando los surcos casi intangibles que los neumáti­cos delanteros abren en el polvo, y el polvo que levantan los neumáticos traseros. Los verificadores se sientan en sillones plegables que desplazan, cada pocos minutos, a lo largo de la pista.
Aunque la línea de llegada está sólo a noventa metros de distancia, cuando la tarde empieza a declinar las grandes máquinas siguen todavía apelotonadas hacia la mitad de la pista. Entonces, uno por uno los novatos se impacientan, aceleran el motor con feliz estruendo, y dejan que sus má­quinas los saquen de la inmóvil polvareda de sus compañe­ros con un latigazo que les echa hacia atrás la cabeza y hace volar los magníficos tupés engominados. En un instante cruzan la línea de meta y están fuera de la carrera, y, al otro lado de la línea, donde el polvo es más gris, lejos de los es­pectadores, lejos del grupo oscuro, fulgurante, perseverante de los motoristas más pacientes, asumen cierto aire de su­perioridad, aunque, en realidad, ahora que nadie los mira ya, se avergüenzan de no haber sido capaces de continuar la carrera.
El final de la carrera se decide siempre por foto-finish. El vencedor suele ser un veterano, no sólo en las carreras para lentos, sino también en las carretas para rápidos. Para un veterano es fácil construir un motor potente, calibrar la configuración y las condiciones de la pista, tomarle la me­dida a sus rivales, y adquirir la fortaleza suficiente para ga­nar carreras para rápidos. Mucho más difícil es entrenarse para la paciencia, templar lo nervios para la velocidad de la babosa, del caracol, tan lenta que, en comparación, el can­grejo se mueve como un caballo al galope y la mariposa como la flecha del rayo. Acostumbrarse a contemplar el mundo visible con un maravilloso potencial para la velocidad entre las piernas, y, sin embargo, avanzar con tanta lentitud que cualquier cambio de posición resulta prácticamente imperceptible y el mundo permanece también imperturbable, salvo por la luz que proyecta el sol en su viaje, y al final de la lenta jornada hasta el sol parece haber sido lanzado con un arco rapidísimo.

Lydia Davis