La carrera de los motociclistas pacientes
En
esta carrera no vence el más rápido, sino el más lento. Parecería fácil, al
principio, ser el más lento de los motociclistas, pero no es fácil, porque no
forma parte del temperamento de un motociclista ser lento o paciente.
Las
máquinas se alinean en la salida, cada cual más equipada y costosa, con
asientos de piel blanca y apoyabrazos, incrustaciones de caoba y cornamentas en
la proa. Todos estos accesorios las hacen tan impresionantes que es difícil no
conducirlas a toda velocidad.
Cuando
suena el disparo de salida, los corredores arrancan los motores y se ponen en
marcha con extraordinario ruido, pero sólo ganan unos centímetros sobre la
pista caliente y polvorienta, moviendo como patos sus botazas negras para
mantener el equilibrio. Los novatos abren latas de cerveza y empiezan a beber,
pero los corredores experimentados saben que si beben se pondrán demasiado
impacientes como para continuar la carrera. En vez de beber, oyen la radio,
encienden televisores portátiles, y leen revistas y libros de evasión mientras
siguen adelante, todos a la par, ni tan rápido como para perder la carrera, ni
tan despacio como para detenerse, pues, de acuerdo con las reglas, las
motocicletas deben avanzar en todo momento.
Al
otro lado de la pista hay unos hombres llamados verificadores que vigilan que
nadie viole esta regla. Casi siempre, especialmente en el caso de un piloto
verdaderamente experto, el movimiento de la máquina sólo puede percibirse
observando los surcos casi intangibles que los neumáticos delanteros abren en
el polvo, y el polvo que levantan los neumáticos traseros. Los verificadores se
sientan en sillones plegables que desplazan, cada pocos minutos, a lo largo de
la pista.
Aunque
la línea de llegada está sólo a noventa metros de distancia, cuando la tarde
empieza a declinar las grandes máquinas siguen todavía apelotonadas hacia la
mitad de la pista. Entonces, uno por uno los novatos se impacientan, aceleran
el motor con feliz estruendo, y dejan que sus máquinas los saquen de la
inmóvil polvareda de sus compañeros con un latigazo que les echa hacia atrás
la cabeza y hace volar los magníficos tupés engominados. En un instante cruzan
la línea de meta y están fuera de la carrera, y, al otro lado de la línea,
donde el polvo es más gris, lejos de los espectadores, lejos del grupo oscuro,
fulgurante, perseverante de los motoristas más pacientes, asumen cierto aire de
superioridad, aunque, en realidad, ahora que nadie los mira ya, se avergüenzan
de no haber sido capaces de continuar la carrera.
El
final de la carrera se decide siempre por foto-finish. El vencedor suele
ser un veterano, no sólo en las carreras para lentos, sino también en las
carretas para rápidos. Para un veterano es fácil construir un motor potente,
calibrar la configuración y las condiciones de la pista, tomarle la medida a
sus rivales, y adquirir la fortaleza suficiente para ganar carreras para
rápidos. Mucho más difícil es entrenarse para la paciencia, templar lo nervios
para la velocidad de la babosa, del caracol, tan lenta que, en comparación, el
cangrejo se mueve como un caballo al galope y la mariposa como la flecha del
rayo. Acostumbrarse a contemplar el mundo visible con un maravilloso potencial
para la velocidad entre las piernas, y, sin embargo, avanzar con tanta lentitud
que cualquier cambio de posición resulta prácticamente imperceptible y el mundo
permanece también imperturbable, salvo por la luz que proyecta el sol en su
viaje, y al final de la lenta jornada hasta el sol parece haber sido lanzado
con un arco rapidísimo.
Lydia Davis