El Ulises
Estaba lavando
los platos cuando sonó el timbre. Apenas lo alcancé a oír debido al volumen de
la música. Escuchaba Clásicos de Siempre en radio Capital mientras jabonaba los
vasos que heredé de mamá. Son dos docenas, todos iguales. Un poco molesta por
la interrupción, me sequé las manos y bajé el volumen.
Abrí la puerta
y ahí estaba Neto, el hermano de Raúl, mi enamorado. No había venido a mi casa
desde hacía dos o tres años. Ni siquiera cuando mamá murió me visitó. Ahora
venía sin anunciarse. Estaba junto a Norma, su mujer. Bueno, no exactamente,
porque ella estaba medio pasito más atrás. Es difícil explicarlo, pero Norma
siempre está escondida detrás de Neto. Claro que es más pequeñita, pero no es
sólo por eso que una no la ve. Siempre da la impresión de que se oculta a
propósito.
Tenían esa cara
de mala noticia que los acompaña a todas partes desde que se casaron. Esa cara
que a una le da cosquillas en el pecho y temblores en las piernas. En realidad,
siempre que veo a Neto y a su esposa me producen esa sensación, pero este día
fue un poquito más fuerte.
Me molestó que
vinieran a casa a la hora de lavar los platos. Y más aún, esa mañana en que
Raúl había salido de viaje a Latacunga. Iba con un juez a hacer una diligencia
judicial.
Yo quería
acabar desde hacía rato mi relación con Raúl y me sentía molesta conmigo por no
atreverme a hacerlo. Tenía un gran pretexto: quería que primero me devolviera
mis libros. Él acostumbraba llevárselos para prestarlos a sus parientes que no
leían o a sus amigos que no devolvían, o simplemente para acomodarlos en el
librero del estudio de su casa. Desde niña me gustan los libros como objetos.
Me encanta verlos, olerlos, tocarlos. Por esto no me gusta que nadie los
manosee. Claro que también los leo, pero eso no es lo más importante.
El último libro
que desapareció fue el Ulises. No es que jamás lo haya leído ni que me guste
especialmente. Sólo lo utilizo para dormirme. Cuando estoy desvelada, tomo el
libro y abro en cualquier página, pero casi nunca logro terminarla pues antes me
quedo dormida. Cuando le conté a mi hermana que Raúl se lo había llevado, me
recomendó otro somnífero: rezar el rosario. Me dijo que con tres avemarías
bastaba. Lo intenté pero no funcionó. En cambio con el Ulises no falla: en tres
minutos quedo zombi y garantizo mis buenas ocho horas de sueño.
Una relación se
daña por cualquier razón, no importa cuál sea. En nuestro caso fue la manía de
Raúl de querer leer los mismos libros que yo y al mismo tiempo. Él ya había
leído y releído el famoso Ulises. No sé para qué lo quería. Todos los libros
que yo empezaba a leer, él también quería leerlos o se los llevaba a su
biblioteca. Ésta, definitivamente, fue la razón por la cual se acabó nuestra
relación.
Que se cayera
de borracho, los viernes por la noche, me daba igual. Su mala puntería al
orinar era otra cosa que todavía podía soportar. Los ronquidos y su tonito
mandón al hablarme tampoco me importaban. El caso es que el amor se había ido
al diablo y yo quería recuperar mi Ulises antes de decirle que ya se había terminado
todo. Siempre lo veía en su biblioteca, en la tercera fila, casi al borde de la
ventana. Estaba muy bien colocado.
En todo esto
pensaba mientras Neto y Norma entraban a mi casa. Pasaron sin saludar y
mientras nos dirigíamos hacia la sala, caí en la cuenta de que Neto hablaba
conmigo.
—Nancy, tenemos
malas noticias y qué pena ser nosotros los que debamos darlas.
—¿Qué pasa?
—pregunté.
Neto se puso a
llorar como el día en que murió su mamá. Era una situación incómoda. Yo pensaba
en mis vasos. Estaban ya jabonados, mientras esa pareja lloraba en mi sala.
Para entonces, Norma lo abrazaba y también se había puesto a llorar. Yo fui a
traer un paquete de kleenex que tenía en mi bolso.
Raúl y yo
llevábamos tres años juntos. Él se había separado de su mujer y a los pocos
meses empezamos a salir y a compartir nuestros amigos. Nunca nos fuimos a vivir
juntos. De tener hijos ni hablar. Él tenía ya uno. Decía que era demasiado para
un solo hombre. Yo no tengo ninguno, pero no me hacen falta para nada. Por eso
tal vez nunca nos casamos. Por eso, y porque él jamás se divorció. Su esposa no
quería darle el divorcio. Total, yo con recuperar mi Ulises daría por saldada
esta etapa de mi vida.
Entre mocos,
hipos y «páseme otro kleenex», me enteré de que en la subida al páramo Raúl se
estrelló de frente contra una volqueta. No hubo sobrevivientes.
No sé qué cara
puse, pero a juzgar por la de ellos me imagino que fue la adecuada, o al menos
la que ellos esperaban porque se levantaron y me abrazaron. Yo correspondí.
Me dijeron que
yo era la verdadera viuda, aunque la esposa de Raúl ya estaba de viaje a
Latacunga con su abogado. Iban para el levantamiento del cadáver y para iniciar
los trámites de sucesión. Supe también que venían a llevarme a casa de Raúl,
donde se estaban reuniendo los amigos y parientes.
Traté de
explicarles que primero quería terminar de lavar los platos. Sonrieron
amablemente y Norma se ofreció a hacerlo mientras yo me cambiaba de ropa. Debía
ponerme ropa negra. Sin mucha gana, acepté. Me preocupaba que fuera a romper
los vasos de mamá. Dos docenas de vasos, todos iguales, era una maravilla que
debía cuidar para poder servir en vasos idénticos, en las raras ocasiones en
que invito amigos.
Me fui a mi
habitación un poco aturdida, pero cuando salí, vestida de viuda, me di cuenta
de que los vasos seguían en el mismo estado en que los había dejado y eso me
tranquilizó.
Cuando llegamos
a casa de Raúl, todos los presentes se acercaron a abrazarme. Escuché las
frases de siempre y respondí con las palabras correctas. Me senté en un sillón
y miré al piso porque no encontraba nada más que mirar. La gente se turnaba
sentándose a mi lado y dándome palmadas en la espalda. Las mujeres me besaban
las mejillas y los hombres, la mano.
No sé cuánto
tiempo pasó hasta que llegó Julia, la hija de Raúl, y no sé por qué me levanté
para saludarla y ella aceleró el paso para abrazarme, soltando un lamento muy
ruidoso para mi oído y muy húmedo para mi hombro. Yo alcé los ojos y todos me
sonrieron complacidos. En los velorios es así, cualquier cosa hace sonreír a la
gente. A mí nada me causaba gracia en ese momento. Yo había dejado los platos a
medio jabonar en mi casa, y las cosas estaban sucediendo de tal manera que
sospechaba que todo esto tomaría demasiado tiempo.
De pronto
recordé el Ulises. Sabía el lugar exacto donde estaba. Sólo tenía que llegar
hasta allí y tomarlo. Cuando Julia se calmó un poco, nos sentamos juntas. No
pude controlar mi ansiedad y le pedí que me dejara pasar al estudio por última
vez. Ella dijo que claro y me dio un beso. Esto también provocó muchas sonrisas
entre los presentes y hasta emotivas lágrimas. Yo sentí un gran alivio.
Una amiga se
ofreció para acompañarme pero yo me negué:
—Es algo que
tengo que hacer sola —le expliqué.
Ella sonrió
benevolente y todos estuvieron de acuerdo.
Subí. Entré.
Traté de cerrar la puerta pero crujía mucho. Me senté en el sillón por si acaso
alguien me había seguido. Espié por la rendija pero no vi a nadie, así que
busqué con la mirada el Ulises y enseguida lo encontré. Lo tomé, lo metí
rápidamente en mi bolso y volví a sentarme. Recorrí mecánicamente con la mirada
las estanterías. Encontré dos libros más que Raúl se había llevado y también
los guardé. Volví a sentarme.
El sol entraba
directo hasta el sillón donde me había acomodado. Pensaba descansar un poco del
ruido de la gente, pero el calor era peor. Decidí regresar. Al salir, tomé un
retrato mío que Raúl tenía sobre el escritorio. Era una foto que me había hecho
él mismo cuando nos queríamos mucho. Tomé también otra foto donde estábamos los
dos sentados en un jardín. No sé qué jardín sería, pero la foto era bonita.
Hasta me veía flaca.
Y con esas dos
fotos en la mano, bajé las gradas. No sé cuánto tiempo estuve arriba pero había
llegado más gente y otra vez empezaron los abrazos, los sollozos, las frases
memorizadas desde siempre. Las fotos en mi mano debieron causar buena impresión
porque todos querían verlas. Yo las enseñé mientras apretaba fuertemente el
bolso con el Ulises dentro de él. Ya podía volver tranquila a lavar mis vasos.
Sólo era cuestión de esperar unas pocas horas.
Coca Ponce