El paciente
La
primera vez que los médicos supieron de mi enfermedad, pusieron mucho interés
en tranquilizarme y declararon que una pierna amputada hoy día no era nada,
ahora que las prótesis ya no eran un sufrimiento como en los tiempo de las
piernas de madera, sino más bien un alivio. Me prometieron que iba a andar
incluso mejor que antes, ya que alegaron que el afán de volver a caminar me
daría fuerzas inmensas. Y tenían razón. Una vez que arranqué, andaba mejor que
nunca, pero no por mucho tiempo. La enfermedad, que los médicos ahora
diagnosticaron como la muy poco frecuente «desaparición general», volvió a
brotar, esta vez en la otra pierna, que también tuvo que ser amputada. Tampoco
esta vez falló la Medicina: resulta que andaba mejor con dos piernas
artificiales que con dos naturales.
A
continuación tuve un pequeño respiro, y luego la enfermedad se manifestó en el
brazo derecho y progresó rápidamente hasta el hombro, cosa que los médicos me
dijeron no tomara demasiado en serio, porque también los brazos caían dentro de
las posibilidades que tenía el arte de las prótesis de mejorar a la naturaleza,
y pronto, pues, estaba provisto no sólo de uno, sino de dos brazos
artificiales, que me resultaban de gran utilidad. El brazo derecho mantuvo
durante algunos días a los médicos en cierto dilema, porque en él la enfermedad
había comenzado en el codo, y por eso primero se les ocurrió serrar esta
articulación para luego unir las dos partes con otra artificial; pero como la enfermedad
empezó a avanzar, de manera que hubieran tenido que unir el hombro y la mano,
abandonaron esa idea.
Para
las personas que van perdiendo una cosa tras otra, pero que en su lugar
consiguen algo menos vulnerable, el hospital llega a ser un querido hogar.
Después de mi última operación en la que tuve mis dos nuevos brazos, la
enfermedad me dejó en paz durante más de un año, que pasé en mi casa ocupándome
de mis diferentes quehaceres ociosos, que llegué a dominar con una perfección
cada vez mayor. Con el tiempo empecé a echar mucho de menos el hospital, y por
fin, la enfermedad, que seguía sus propios y desconocidos caminos, surgió en el
pulmón derecho, al que los médicos en seguida declararon incurable (lo que por
otra parte no me tenía que preocupar, porque me valdría perfectamente con un
solo pulmón, y si ése también quedara afectado podrían meterme otro durante la
operación en la que me quitarían el viejo). Y así fue. En ningún momento tenía
dolores porque no paraban de darme pastillas e inyecciones calmantes, y las molestias
que éstas me iban causando en otras partes del cuerpo se iban neutralizando por
otros remedios pensados para fomentar los procesos en justamente aquellas
partes del cuerpo. El nuevo pulmón era sumamente agradable: era más fácil
respirar, todo el pecho se notaba más ligero que antes, de manera que tuve unos
buenos meses antes de que la enfermedad de nuevo me mandara a mi segundo hogar,
donde los médicos tuvieron que sustituir primero un riñón, luego el otro.
La
enfermedad ahora progresó fuertemente, lo que yo no percibí, gracias a Dios, ya
que los cuidados de los médicos eran extraordinarios y me mantuvieron en un
estado letárgico durante un mes, durante el cual parte del intestino grueso y
del delgado fueron cambiados por tubos y piezas que sacaban las inmundicias por
mis costados, lo que en muchos sentidos viene a ser una ventaja. Cuando me
desperté los médicos declararon que ahora estaba prácticamente curado, ya que a
la enfermedad no le quedaban órganos que atacar. En esto, sin embargo, se equivocaron.
El
corazón, del que habían pensado que sería inmune ante la enfermedad, empezó a
fallar, y poco a poco llegó a estar tan afectado que hubo que pararlo y se me
tuvo que meter para siempre en un aparato al que llaman corazón artificial y
que hace toda la labor del órgano destruido.
La
vida sigue teniendo sus lados hermosos; todos en el hospital se esfuerzan en
proporcionarme diferentes alegrías, lo que les agradezco profundamente. Ahora
se me ha sacado definitivamente del mundo de las inquietudes. Mi vida consiste
principalmente en mirar al techo y, con ciertos intervalos, hacer toscas
camisetas a ganchillo con los dos brazos que tengo que levantar por encima de
la cabeza.
Pienso
en mi vida, si es mía o si pertenece a los médicos, y en tal caso si sigo siendo
yo mismo siquiera. He preguntado a mi esposa, a mis hijos, a mis hermanos y a
mis amigos, y todos me dicen que sigo siendo el mismo, que sigo siendo yo
mismo. Entonces, ¿hasta qué punto se le puede ir reduciendo a una persona sin
convertirla por completo en otra cosa? No me pesa esta cuestión, me siento bien,
no me importa si no soy yo mismo, no tengo otra cosa que hacer más que pensar;
puede que esto sea el error, quizás los pensamientos sean arrancados de la
cadena vital de manera que cada pequeña parte tiene un significado que
normalmente no debe tener. También he preguntado a los médicos si ellos piensan
que mi alma ha podido seguir todas las transformaciones y trasplantes (porque
también he pasado por estos últimos: cuando, por ejemplo, la nariz durante
algún tiempo estaba desapareciendo, se colocó en su lugar un músculo, curvado
durante meses; pero esto no lo mencioné antes, porque me parecía de poca
importancia). Entonces los médicos me contestaron que debería hablar con los
psicoterapeutas. Volví a plantear mi pregunta ante ellos: si ellos pensaban que
la mayor parte o incluso la totalidad de mi alma había sido eliminada y si, a
lo mejor, ahora tenía otra alma. Me contestaron que ésa era una pregunta muy
complicada; primero intentaron convencerme de que no había alma, pero yo seguía
manteniendo que sí. Entonces dijeron que era posible que el alma no estuviera
en el cuerpo, sino alrededor del cuerpo, y este criterio lo encontré
satisfactorio. En ese caso mi alma está intacta; así, nada me ha podido afectar.
Ni
siquiera el que ahora ya no tenga mi propia cabeza, sino la de otro que murió
durante la última guerra, después de lo cual me fue dada a mí porque era un
caso interesante y porque la Medicina quiso apuntarse un triunfo. No sé cómo
fue, porque estuve ausente durante meses, y aunque hubiese querido -pero ni lo
habría querido- no habría podido protestar. Cuando me enteré me pareció bien,
como casi siempre. Pero una cosa es cómo lo percibe una persona, y otra es cómo
son las cosas en la realidad; hasta este punto he llegado en mis meditaciones.
Admiro
a la Medicina, le estoy muy agradecido, le debo mi vida y mi bienestar, pero no
sabe contestarme si los pensamientos que pienso siguen siendo los míos o si son
los de mi predecesor, y si -por ejemplo- me será posible recordar todas las
cosas que ha pensado él. Ya no lo creo así, porque lo he intentado con todas
mis fuerzas. Sigo sin acordarme más que de mis recuerdos, sigo pensando
solamente mis propios pensamientos, y a pesar de que nada de mi cuerpo sea mío
sigo pensando en él como una pertenencia mía inalienable. ¿Cómo es posible esto
cuando nada es mío, a no ser que yo sea otro cuerpo invisible alrededor del
cuerpo, o como una boca invisible en la que mi cuerpo enfermo y podrido se encuentra
como una muela picada?
Los
médicos me han dicho que en realidad tengo una salud de hierro, y estoy de
acuerdo con ellos. Estoy invenciblemente sano; el debilitamiento sólo ha
afectado a un pequeñísimo lugar. Cuando éste esté carcomido y desechado, yo
seguiré estando presente.
-¿Me
reconoces? -le digo todos los días a mi esposa cuando viene.
-Claro
que sí -me contesta y me acaricia el pelo.
-¿Me
quieres? -le susurro, porque quiero saberlo todos los días.
-Te
quiero más que nunca -me dice dulcemente, cada día.
-Pero
si no me ves -digo lo más alto que me llega la voz.
-Que
sí -dice ella.
-No,
de verdad que no -digo-, tú no lo entiendes. Soy más grande de lo que tú crees,
lo que tú ves no soy yo.
-Que
sí -dice llorando-, eres tú. Eres tú.
-Pues
que sea yo, yo -digo.
Cada
día.
Peter Seeberg