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sábado, 1 de abril de 2017

Torredembarra












El paciente

La primera vez que los médicos supieron de mi enfermedad, pusieron mucho interés en tranquilizarme y declararon que una pierna amputada hoy día no era nada, ahora que las prótesis ya no eran un sufrimiento como en los tiempo de las piernas de madera, sino más bien un alivio. Me prometieron que iba a andar incluso mejor que antes, ya que alegaron que el afán de volver a caminar me daría fuerzas inmensas. Y tenían razón. Una vez que arranqué, andaba mejor que nunca, pero no por mucho tiempo. La enfermedad, que los médicos ahora diagnosticaron como la muy poco frecuente «desaparición general», volvió a brotar, esta vez en la otra pierna, que también tuvo que ser amputada. Tampoco esta vez falló la Medicina: resulta que andaba mejor con dos piernas artificiales que con dos naturales.
A continuación tuve un pequeño respiro, y luego la enfermedad se manifestó en el brazo derecho y progresó rápidamente hasta el hombro, cosa que los médicos me dijeron no tomara demasiado en serio, porque también los brazos caían dentro de las posibilidades que tenía el arte de las prótesis de mejorar a la naturaleza, y pronto, pues, estaba provisto no sólo de uno, sino de dos brazos artificiales, que me resultaban de gran utilidad. El brazo derecho mantuvo durante algunos días a los médicos en cierto dilema, porque en él la enfermedad había comenzado en el codo, y por eso primero se les ocurrió serrar esta articulación para luego unir las dos partes con otra artificial; pero como la enfermedad empezó a avanzar, de manera que hubieran tenido que unir el hombro y la mano, abandonaron esa idea.
Para las personas que van perdiendo una cosa tras otra, pero que en su lugar consiguen algo menos vulnerable, el hospital llega a ser un querido hogar. Después de mi última operación en la que tuve mis dos nuevos brazos, la enfermedad me dejó en paz durante más de un año, que pasé en mi casa ocupándome de mis diferentes quehaceres ociosos, que llegué a dominar con una perfección cada vez mayor. Con el tiempo empecé a echar mucho de menos el hospital, y por fin, la enfermedad, que seguía sus propios y desconocidos caminos, surgió en el pulmón derecho, al que los médicos en seguida declararon incurable (lo que por otra parte no me tenía que preocupar, porque me valdría perfectamente con un solo pulmón, y si ése también quedara afectado podrían meterme otro durante la operación en la que me quitarían el viejo). Y así fue. En ningún momento tenía dolores porque no paraban de darme pastillas e inyecciones calmantes, y las molestias que éstas me iban causando en otras partes del cuerpo se iban neutralizando por otros remedios pensados para fomentar los procesos en justamente aquellas partes del cuerpo. El nuevo pulmón era sumamente agradable: era más fácil respirar, todo el pecho se notaba más ligero que antes, de manera que tuve unos buenos meses antes de que la enfermedad de nuevo me mandara a mi segundo hogar, donde los médicos tuvieron que sustituir primero un riñón, luego el otro.
La enfermedad ahora progresó fuertemente, lo que yo no percibí, gracias a Dios, ya que los cuidados de los médicos eran extraordinarios y me mantuvieron en un estado letárgico durante un mes, durante el cual parte del intestino grueso y del delgado fueron cambiados por tubos y piezas que sacaban las inmundicias por mis costados, lo que en muchos sentidos viene a ser una ventaja. Cuando me desperté los médicos declararon que ahora estaba prácticamente curado, ya que a la enfermedad no le quedaban órganos que atacar. En esto, sin embargo, se equivocaron.
El corazón, del que habían pensado que sería inmune ante la enfermedad, empezó a fallar, y poco a poco llegó a estar tan afectado que hubo que pararlo y se me tuvo que meter para siempre en un aparato al que llaman corazón artificial y que hace toda la labor del órgano destruido.
La vida sigue teniendo sus lados hermosos; todos en el hospital se esfuerzan en proporcionarme diferentes alegrías, lo que les agradezco profundamente. Ahora se me ha sacado definitivamente del mundo de las inquietudes. Mi vida consiste principalmente en mirar al techo y, con ciertos intervalos, hacer toscas camisetas a ganchillo con los dos brazos que tengo que levantar por encima de la cabeza.
Pienso en mi vida, si es mía o si pertenece a los médicos, y en tal caso si sigo siendo yo mismo siquiera. He preguntado a mi esposa, a mis hijos, a mis hermanos y a mis amigos, y todos me dicen que sigo siendo el mismo, que sigo siendo yo mismo. Entonces, ¿hasta qué punto se le puede ir reduciendo a una persona sin convertirla por completo en otra cosa? No me pesa esta cuestión, me siento bien, no me importa si no soy yo mismo, no tengo otra cosa que hacer más que pensar; puede que esto sea el error, quizás los pensamientos sean arrancados de la cadena vital de manera que cada pequeña parte tiene un significado que normalmente no debe tener. También he preguntado a los médicos si ellos piensan que mi alma ha podido seguir todas las transformaciones y trasplantes (porque también he pasado por estos últimos: cuando, por ejemplo, la nariz durante algún tiempo estaba desapareciendo, se colocó en su lugar un músculo, curvado durante meses; pero esto no lo mencioné antes, porque me parecía de poca importancia). Entonces los médicos me contestaron que debería hablar con los psicoterapeutas. Volví a plantear mi pregunta ante ellos: si ellos pensaban que la mayor parte o incluso la totalidad de mi alma había sido eliminada y si, a lo mejor, ahora tenía otra alma. Me contestaron que ésa era una pregunta muy complicada; primero intentaron convencerme de que no había alma, pero yo seguía manteniendo que sí. Entonces dijeron que era posible que el alma no estuviera en el cuerpo, sino alrededor del cuerpo, y este criterio lo encontré satisfactorio. En ese caso mi alma está intacta; así, nada me ha podido afectar.
Ni siquiera el que ahora ya no tenga mi propia cabeza, sino la de otro que murió durante la última guerra, después de lo cual me fue dada a mí porque era un caso interesante y porque la Medicina quiso apuntarse un triunfo. No sé cómo fue, porque estuve ausente durante meses, y aunque hubiese querido -pero ni lo habría querido- no habría podido protestar. Cuando me enteré me pareció bien, como casi siempre. Pero una cosa es cómo lo percibe una persona, y otra es cómo son las cosas en la realidad; hasta este punto he llegado en mis meditaciones.
Admiro a la Medicina, le estoy muy agradecido, le debo mi vida y mi bienestar, pero no sabe contestarme si los pensamientos que pienso siguen siendo los míos o si son los de mi predecesor, y si -por ejemplo- me será posible recordar todas las cosas que ha pensado él. Ya no lo creo así, porque lo he intentado con todas mis fuerzas. Sigo sin acordarme más que de mis recuerdos, sigo pensando solamente mis propios pensamientos, y a pesar de que nada de mi cuerpo sea mío sigo pensando en él como una pertenencia mía inalienable. ¿Cómo es posible esto cuando nada es mío, a no ser que yo sea otro cuerpo invisible alrededor del cuerpo, o como una boca invisible en la que mi cuerpo enfermo y podrido se encuentra como una muela picada?
Los médicos me han dicho que en realidad tengo una salud de hierro, y estoy de acuerdo con ellos. Estoy invenciblemente sano; el debilitamiento sólo ha afectado a un pequeñísimo lugar. Cuando éste esté carcomido y desechado, yo seguiré estando presente.
-¿Me reconoces? -le digo todos los días a mi esposa cuando viene.
-Claro que sí -me contesta y me acaricia el pelo.
-¿Me quieres? -le susurro, porque quiero saberlo todos los días.
-Te quiero más que nunca -me dice dulcemente, cada día.
-Pero si no me ves -digo lo más alto que me llega la voz.
-Que sí -dice ella.
-No, de verdad que no -digo-, tú no lo entiendes. Soy más grande de lo que tú crees, lo que tú ves no soy yo.
-Que sí -dice llorando-, eres tú. Eres tú.
-Pues que sea yo, yo -digo.
Cada día.
Peter Seeberg