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jueves, 13 de abril de 2017

Grandes maestros en pequeño formato


Carpas como las soñadas

I
Hace ya mucho tiempo, alrededor de la era Enchó, a co­mienzos del siglo X, vivía en el templo Mii-dera un mon­je llamado Kógi. Había ganado gran fama por su destreza como pintor; pero sus temas no eran las habituales imáge­nes budistas, ni paisajes ni flores y pájaros. Cuando se hallaba libre de las tareas del templo, se dirigía al lago donde los pescadores echaban sus redes y entregaba algu­nas monedas a cambio de algunos peces que devolvía al agua; observando cómo nadaban, los pintaba. De este modo, con el correr de los años, había adquirido una ad­mirable maestría en este tema.
Cierto día se adormiló mientras reflexionaba sobre un cuadro, y en sueños penetró las aguas del lago y se vio a sí mismo retozando en medio de peces grandes y pequeños. Al despertar los pintó según la escena que había visto, y colgó en la pared la pintura que denominó «Carpas como las soñadas». Siendo la obra realmente maravillosa, mu­chos se disputaban su adquisición, pero el monje Kógi, que accedía de cuando en cuando a las peticiones y regalaba con suma facilidad ciertas pinturas de pájaros y flo­res, o de paisajes, guardaba celosamente el cuadro de las carpas, repitiendo afablemente a cada uno de los aspirantes:
-Por cierto que no puedo entregar a profanos que matan a los seres vivos para comerlos tranquilamente, los peces que yo mismo he criado.
De esta manera, en todo el país se comentó tanto la excelencia del cuadro de las carpas como la misma humo­rada de Kogi sobre sus peces.
II
Cierto año Kogi cayó enfermo, y a los siete días súbita­mente cerró los ojos, su respiración se detuvo y murió. Sus discípulos y amigos, reunidos, lloraban y se lamenta­ban de su muerte; no obstante, como aún conservara en su pecho un poco de calor, permanecieron esperanzados a su lado en previsión de cualquier eventualidad; así, al tercer día, les pareció ver que sus manos y sus pies se movían lentamente; de pronto exhaló un profundo suspiro, abrió los ojos, se incorporó como si acabara de despertar y, diri­giéndose a los presentes, inquirió:
-Creo que hace tiempo que he perdido la concien­cia. ¿Cuántos días han pasado?
-Tres días hace que vos, maestro, expirasteis -res­pondieron los discípulos-. Tanto los del templo, como esos señores que siempre estuvieron en amistad con vos, llegaron para orar, e incluso se había consultado sobre los preparativos del funeral. Sin embargo, viendo que aún había calor en vuestro pecho, os velamos sin colocaros en el ataúd, y ahora que habéis regresado a la vida, nos ale­gramos de lo prudentes que fuimos al no enterraros.
Kogi asintió en señal de aprobación y dijo:
Que uno de ustedes vaya hasta la residencia del vicegobernador Taira, nuestro feligrés, y anuncie lo si­guiente: «El maestro ha revivido milagrosamente. En es­tos momentos estáis por celebrar una fiesta bebiendo sake y aderezando un pescado fresco. Os suplico que inte­rrumpáis por un momento vuestro festín y vengáis al templo, pues os haré escuchar un relato muy, muy extra­ño». Y que mientras transmita esto, observe lo que están haciendo. Sin duda ha de concordar con mis palabras.
El mensajero, intrigado, se encaminó a la residencia, dijo lo que le fuera ordenado y al observarlos, comprobó que tanto el dueño de casa, como Juro, su hermano menor, y Kamori, uno de los vasallos junto con otras personas, se encontraban sentados en círculo bebiendo, en una escena que en nada difería de la descrita por el maestro y que lo dejó estupefacto. Al enterarse de los hechos, los que esta­ban en la residencia se asombraron sobremanera y, dejan­do al instante de comer, se dirigieron al templo.
III
Kógi, incorporándose en su lecho, les agradeció el ha­berse tomado la molestia de acudir hasta allí. El vicegobernador, a su vez, lo felicitó por haber regresado a la vida. Pero Kógi comenzó a interrogarlo:
-Escuchad lo que os digo, señor, para comprobar la exactitud de mis palabras. ¿No es cierto que ordenasteis ir de pesca a ese tal Bunshi, el pescador?
El vicegobernador se sorprendió:
-¡Sí, es cierto! ¿Pero cómo es posible que lo sepáis?
-Ese pescador franqueó vuestro portón llevando en la cesta un pescado de más de un metro -continuó Kógi-. Vos os hallabais en compañía de vuestro herma­no menor, en la sala principal que mira al sur, jugando al go. Kamori estaba junto a vosotros y observaba el desa­rrollo del juego comiendo un enorme durazno. Como os complacisteis de que el pescador trajera ese pez tan gran­de, le entregasteis algunas monedas que había en la ban­deja de pie; luego le disteis de beber en abundancia. El cocinero, orgullosamente, sacó el pescado y lo aderezó. ¿Hay algo que no concuerde con lo que dije hasta ahora?
Quienes acompañaban al vicegobernador quedaron perplejos al oír esto, y le urgieron a explicar cómo era que conocía tantos detalles. Kógi dijo:
-Os lo explicaré. Últimamente el sufrimiento por la enfermedad se me había hecho intolerable, y buscando aliviar la fiebre, sin advertir que estaba muerto, franqueé el portal del templo con la ayuda del bastón, y sentí como si me hubiese librado del mal con esa sensación del pájaro cautivo que vuelve a volar hacia las nubes. Anduve y an­duve por montes y aldeas hasta que, sin darme cuenta, me encontré al borde del lago. A la vista de las azules aguas surgió en mi espíritu, que oscilaba entre sueño y realidad, el deseo de bañarme; así fue como allí mismo me quité la ropa, y de un salto me sumergí en lo más profundo, nadan­do de aquí para allá con extrema facilidad y a mi placer, pese a que desde mi infancia nunca había sido un buen nadador. Ahora que lo pienso, puede que haya sido la ilu­sión de un sueño absurdo. Sin embargo, el hombre que nada en la superficie no puede gozar del deleite que siente el pez dentro del agua. Sentí entonces el deseo de sumer­girme y retozar como los peces. Junto a mí se encontraba un enorme pez, que me dijo: «Lo que deseáis, Maestro, es muy sencillo. ¡Aguardad, os lo ruego!». Lo vi alejarse hacia la profundidad del lago, y algo más tarde, montado a caballo sobre el mismo pez, surgió de la hondura un per­sonaje con toca y traje ceremonial, acompañado de un numeroso séquito de toda clase de peces, que dirigiéndose a mí anunció: «El Dios de las Aguas ha manifestado: "Vos, venerable monje, adquiristeis gran mérito liberan­do a seres vivientes. Ahora que deseáis penetrar en las aguas y poder retozar como los peces, se os entregará por un tiempo un manto de capa dorada, para que podáis go­zar de los placeres del mundo de las aguas. Os adverti­mos solamente que, seducido por el aroma de una cama­da, no vayáis a perder la vida suspendido en el sedal de una línea de pesca"». Y dicho esto desapareció. Absoluta­mente atónito, recorrí mi cuerpo con la vista para descu­brir que, recubierto de escamas de dorado esplendor, me hallaba transformado en una carpa. Sin siquiera extrañar­me moví la cola, agité las aletas y comencé a nadar a mi antojo. Primero me dejé llevar por las olas que levanta el viento que baja del monte Nagara; luego, hallándome en las playas abiertas de una gran bahía, me sorprendió el ruido de pasos de los transeúntes que pasaban mojando el borde de sus trajes; quise ocultarme sumergiéndome en la profundidad donde se reflejan las imágenes de las monta­ñas, pero se me hacía muy difícil, pues me atraían sin remedio, como en un sueño, los fuegos que encendían los pescadores. Ya era media noche; la luna que se demora en lo más alto del cielo sobre el Monte del Espejo inunda­ba de límpida claridad todos los puertos, cada uno de los ochenta repliegues de las ochenta abras, lo cual no deja­ba de ser un grato espectáculo. Pasando por unos islotes encontré maravilloso el rojo cercado del templo shintoísta reflejado en las olas. Pasaron las horas, y cuando sopló el viento despejando los vestigios de la noche y los remos comenzaron a impulsar las barcas que salían del puerto de Asazuma ya de mañana, fui arrancado de mi sueño entre los cañaverales, esquivé la pértiga del experto barquero que partía de Yabase, pero sólo para huir, incontables ve­ces, al ruido de pasos de los guardias en el puente de Seta. Cuando los rayos del sol eran más cálidos, nadaba yo en la superficie; cuando el viento silbaba con violencia, me pa­seaba por las profundidades del lago.
»De pronto sentí hambre, y de aquí para allá busqué alimento; no encontrando nada avanzaba ya desesperado, cuando súbitamente tropecé con el sedal de la línea de Bunshi, el pescador. La carnada olía a delicia. Empero, recordaba la advertencia del Dios de las Aguas. Además, me dije, yo era un discípulo del Buda, y aunque no consi­guiese nada de comer por el momento, no iría a envilecer­me engullendo una carnada para peces. Así es que me ale­jé del lugar. Pero algo más tarde el hambre iba en aumento y se volvía insoportable. Pensé que aun cuando comiera esa carnada, no me dejaría atrapar tan tontamente. Desde luego, como ese hombre y yo nos conocíamos, me dije que en el peor de los casos nada había que temer, y tragué la carnada. Bunshi tiró vivamente de la línea y me pescó. "¡Eh!, ¿qué haces?", grité, pero él actuaba como si nada oyese. Pasó una cuerda por mis agallas, ató su barca en los cañaverales, me puso en un cesto y entró en vuestra casa. Os encontrabais jugando un partido de go, con vuestro hermano menor, en la sala principal que mira al sur. Ka­mori, junto a vos, comía frutas. Al ver el enorme pez que os presentaba Bunshi, vos lo admirasteis sobremanera. En ese momento, dirigiéndome a vosotros, levanté la voz: "¿Os habéis olvidado de Kógi? ¡Soltadme! ¡Dejadme re­gresar al templo!" Yo no cesaba de gritar, pero vos os conducíais como si no sospecharais de nada; os limitabais a batir palmas y regocijaros. Para comenzar, el cocinero apretó fuertemente mis dos ojos con los dedos de la mano izquierda; luego, tomando con la derecha un cuchillo bien afilado, me colocó sobre una tabla; ya estaba a punto de cortarme cuando, no soportando más el dolor, lancé un grito agudo: "¿Cuándo se ha visto causar daño a un discí­pulo del Buda? ¡Socorro! ¡Socorro!", gritaba y gemía, pero ninguno me escuchaba. Finalmente, tuve la sensa­ción de ser cortado, y desperté de mi sueño.
Todos estaban asombrados y emocionados:
-Recapacitando ahora que hemos oído el relato del Maestro, es cierto que en varias ocasiones vimos al pez abrir la boca, aunque también es cierto que no emitía el menor sonido. ¡Qué extraña experiencia el haber asistido, con nuestros propios ojos, a semejante episodio!
Dicho lo cual, se envió un doméstico a la residencia del vicegobernador y fue arrojado al lago lo que quedaba del pescado crudo.
Kógi se repuso de su dolencia. Mucho tiempo des­pués, murió a avanzada edad. Al acercarse su fin, tomó muchas de sus pinturas de carpas y las diseminó por el lago, y las carpas, separándose del lienzo, comenzaron a nadar libremente en el agua. Ésta es la razón por la cual las pinturas de Kógi no pudieron ser legadas a la posteri­dad. Su discípulo, alguien llamado Narimitsu, transmi­tió el especial arte de la pintura de Kógi y conquistó gran renombre en su época. Dice un antiguo relato que cierta vez pintó un gallo sobre una puerta corrediza en un pala­cio y que un gallo vivo, al verlo, le lanzó un espolonazo.

Ueda Akinari