Carpas como las soñadas
I
Hace
ya mucho tiempo, alrededor de la era Enchó, a comienzos del siglo X, vivía en
el templo Mii-dera un monje llamado Kógi. Había ganado gran fama por su
destreza como pintor; pero sus temas no eran las habituales imágenes budistas,
ni paisajes ni flores y pájaros. Cuando se hallaba libre de las tareas del
templo, se dirigía al lago donde los pescadores echaban sus redes y entregaba
algunas monedas a cambio de algunos peces que devolvía al agua; observando
cómo nadaban, los pintaba. De este modo, con el correr de los años, había
adquirido una admirable maestría en este tema.
Cierto
día se adormiló mientras reflexionaba sobre un cuadro, y en sueños penetró las
aguas del lago y se vio a sí mismo retozando en medio de peces grandes y
pequeños. Al despertar los pintó según la escena que había visto, y colgó en la
pared la pintura que denominó «Carpas como las soñadas». Siendo la obra
realmente maravillosa, muchos se disputaban su adquisición, pero el monje Kógi,
que accedía de cuando en cuando a las peticiones y regalaba con suma facilidad
ciertas pinturas de pájaros y flores, o de paisajes, guardaba celosamente el
cuadro de las carpas, repitiendo afablemente a cada uno de los aspirantes:
-Por
cierto que no puedo entregar a profanos que matan a los seres vivos para
comerlos tranquilamente, los peces que yo mismo he criado.
De
esta manera, en todo el país se comentó tanto la excelencia del cuadro de las
carpas como la misma humorada de Kogi sobre sus peces.
II
Cierto
año Kogi cayó enfermo, y a los siete días súbitamente cerró los ojos, su
respiración se detuvo y murió. Sus discípulos y amigos, reunidos, lloraban y se
lamentaban de su muerte; no obstante, como aún conservara en su pecho un poco
de calor, permanecieron esperanzados a su lado en previsión de cualquier
eventualidad; así, al tercer día, les pareció ver que sus manos y sus pies se
movían lentamente; de pronto exhaló un profundo suspiro, abrió los ojos, se
incorporó como si acabara de despertar y, dirigiéndose a los presentes,
inquirió:
-Creo
que hace tiempo que he perdido la conciencia. ¿Cuántos días han pasado?
-Tres
días hace que vos, maestro, expirasteis -respondieron los discípulos-. Tanto
los del templo, como esos señores que siempre estuvieron en amistad con vos,
llegaron para orar, e incluso se había consultado sobre los preparativos del
funeral. Sin embargo, viendo que aún había calor en vuestro pecho, os velamos
sin colocaros en el ataúd, y ahora que habéis regresado a la vida, nos alegramos
de lo prudentes que fuimos al no enterraros.
Kogi
asintió en señal de aprobación y dijo:
Que
uno de ustedes vaya hasta la residencia del vicegobernador Taira, nuestro
feligrés, y anuncie lo siguiente: «El maestro ha revivido milagrosamente. En
estos momentos estáis por celebrar una fiesta bebiendo sake y aderezando un pescado fresco. Os suplico que interrumpáis
por un momento vuestro festín y vengáis al templo, pues os haré escuchar un
relato muy, muy extraño». Y que mientras transmita esto, observe lo que están
haciendo. Sin duda ha de concordar con mis palabras.
El
mensajero, intrigado, se encaminó a la residencia, dijo lo que le fuera
ordenado y al observarlos, comprobó que tanto el dueño de casa, como Juro, su
hermano menor, y Kamori, uno de los vasallos junto con otras personas, se
encontraban sentados en círculo bebiendo, en una escena que en nada difería de
la descrita por el maestro y que lo dejó estupefacto. Al enterarse de los
hechos, los que estaban en la residencia se asombraron sobremanera y, dejando
al instante de comer, se dirigieron al templo.
III
Kógi,
incorporándose en su lecho, les agradeció el haberse tomado la molestia de
acudir hasta allí. El vicegobernador, a su vez, lo felicitó por haber regresado
a la vida. Pero Kógi comenzó a interrogarlo:
-Escuchad
lo que os digo, señor, para comprobar la exactitud de mis palabras. ¿No es
cierto que ordenasteis ir de pesca a ese tal Bunshi, el pescador?
El
vicegobernador se sorprendió:
-¡Sí,
es cierto! ¿Pero cómo es posible que lo sepáis?
-Ese
pescador franqueó vuestro portón llevando en la cesta un pescado de más de un
metro -continuó Kógi-. Vos os hallabais en compañía de vuestro hermano menor,
en la sala principal que mira al sur, jugando al go. Kamori estaba junto a vosotros y observaba el desarrollo
del juego comiendo un enorme durazno. Como os complacisteis de que el pescador
trajera ese pez tan grande, le entregasteis algunas monedas que había en la
bandeja de pie; luego le disteis de beber en abundancia. El cocinero, orgullosamente,
sacó el pescado y lo aderezó. ¿Hay algo que no concuerde con lo que dije hasta
ahora?
Quienes
acompañaban al vicegobernador quedaron perplejos al oír esto, y le urgieron a
explicar cómo era que conocía tantos detalles. Kógi dijo:
-Os
lo explicaré. Últimamente el sufrimiento por la enfermedad se me había hecho
intolerable, y buscando aliviar la fiebre, sin advertir que estaba muerto,
franqueé el portal del templo con la ayuda del bastón, y sentí como si me
hubiese librado del mal con esa sensación del pájaro cautivo que vuelve a volar
hacia las nubes. Anduve y anduve por montes y aldeas hasta que, sin darme
cuenta, me encontré al borde del lago. A la vista de las azules aguas surgió en
mi espíritu, que oscilaba entre sueño y realidad, el deseo de bañarme; así fue
como allí mismo me quité la ropa, y de un salto me sumergí en lo más profundo,
nadando de aquí para allá con extrema facilidad y a mi placer, pese a que
desde mi infancia nunca había sido un buen nadador. Ahora que lo pienso, puede
que haya sido la ilusión de un sueño absurdo. Sin embargo, el hombre que nada
en la superficie no puede gozar del deleite que siente el pez dentro del agua.
Sentí entonces el deseo de sumergirme y retozar como los peces. Junto a mí se
encontraba un enorme pez, que me dijo: «Lo que deseáis, Maestro, es muy
sencillo. ¡Aguardad, os lo ruego!». Lo vi alejarse hacia la profundidad del
lago, y algo más tarde, montado a caballo sobre el mismo pez, surgió de la
hondura un personaje con toca y traje ceremonial, acompañado de un numeroso
séquito de toda clase de peces, que dirigiéndose a mí anunció: «El Dios de las
Aguas ha manifestado: "Vos, venerable monje, adquiristeis gran mérito
liberando a seres vivientes. Ahora que deseáis penetrar en las aguas y poder
retozar como los peces, se os entregará por un tiempo un manto de capa dorada,
para que podáis gozar de los placeres del mundo de las aguas. Os advertimos
solamente que, seducido por el aroma de una camada, no vayáis a perder la vida
suspendido en el sedal de una línea de pesca"». Y dicho esto desapareció.
Absolutamente atónito, recorrí mi cuerpo con la vista para descubrir que,
recubierto de escamas de dorado esplendor, me hallaba transformado en una
carpa. Sin siquiera extrañarme moví la cola, agité las aletas y comencé a
nadar a mi antojo. Primero me dejé llevar por las olas que levanta el viento
que baja del monte Nagara; luego, hallándome en las playas abiertas de una gran
bahía, me sorprendió el ruido de pasos de los transeúntes que pasaban mojando
el borde de sus trajes; quise ocultarme sumergiéndome en la profundidad donde
se reflejan las imágenes de las montañas, pero se me hacía muy difícil, pues
me atraían sin remedio, como en un sueño, los fuegos que encendían los
pescadores. Ya era media noche; la luna que se demora en lo más alto del cielo
sobre el Monte del Espejo inundaba de límpida claridad todos los puertos, cada
uno de los ochenta repliegues de las ochenta abras, lo cual no dejaba de ser
un grato espectáculo. Pasando por unos islotes encontré maravilloso el rojo
cercado del templo shintoísta reflejado en las olas. Pasaron las horas, y
cuando sopló el viento despejando los vestigios de la noche y los remos comenzaron
a impulsar las barcas que salían del puerto de Asazuma ya de mañana, fui
arrancado de mi sueño entre los cañaverales, esquivé la pértiga del experto
barquero que partía de Yabase, pero sólo para huir, incontables veces, al
ruido de pasos de los guardias en el puente de Seta. Cuando los rayos del sol
eran más cálidos, nadaba yo en la superficie; cuando el viento silbaba con
violencia, me paseaba por las profundidades del lago.
»De
pronto sentí hambre, y de aquí para allá busqué alimento; no encontrando nada
avanzaba ya desesperado, cuando súbitamente tropecé con el sedal de la línea de
Bunshi, el pescador. La carnada olía a delicia. Empero, recordaba la
advertencia del Dios de las Aguas. Además, me dije, yo era un discípulo del
Buda, y aunque no consiguiese nada de comer por el momento, no iría a
envilecerme engullendo una carnada para peces. Así es que me alejé del lugar.
Pero algo más tarde el hambre iba en aumento y se volvía insoportable. Pensé
que aun cuando comiera esa carnada, no me dejaría atrapar tan tontamente. Desde
luego, como ese hombre y yo nos conocíamos, me dije que en el peor de los casos
nada había que temer, y tragué la carnada. Bunshi tiró vivamente de la línea y
me pescó. "¡Eh!, ¿qué haces?", grité, pero él actuaba como si nada
oyese. Pasó una cuerda por mis agallas, ató su barca en los cañaverales, me
puso en un cesto y entró en vuestra casa. Os encontrabais jugando un partido de
go, con vuestro hermano menor,
en la sala principal que mira al sur. Kamori, junto a vos, comía frutas. Al
ver el enorme pez que os presentaba Bunshi, vos lo admirasteis sobremanera. En
ese momento, dirigiéndome a vosotros, levanté la voz: "¿Os habéis olvidado
de Kógi? ¡Soltadme! ¡Dejadme regresar al templo!" Yo no cesaba de gritar,
pero vos os conducíais como si no sospecharais de nada; os limitabais a batir
palmas y regocijaros. Para comenzar, el cocinero apretó fuertemente mis dos
ojos con los dedos de la mano izquierda; luego, tomando con la derecha un
cuchillo bien afilado, me colocó sobre una tabla; ya estaba a punto de cortarme
cuando, no soportando más el dolor, lancé un grito agudo: "¿Cuándo se ha
visto causar daño a un discípulo del Buda? ¡Socorro! ¡Socorro!", gritaba
y gemía, pero ninguno me escuchaba. Finalmente, tuve la sensación de ser
cortado, y desperté de mi sueño.
Todos
estaban asombrados y emocionados:
-Recapacitando ahora que hemos oído el relato
del Maestro, es cierto que en varias ocasiones vimos al pez abrir la boca,
aunque también es cierto que no emitía el menor sonido. ¡Qué extraña
experiencia el haber asistido, con nuestros propios ojos, a semejante episodio!
Dicho lo cual, se envió un doméstico a la
residencia del vicegobernador y fue arrojado al lago lo que quedaba del pescado
crudo.
Kógi se repuso de su dolencia. Mucho tiempo después,
murió a avanzada edad. Al acercarse su fin, tomó muchas de sus pinturas de carpas
y las diseminó por el lago, y las carpas, separándose del lienzo, comenzaron a
nadar libremente en el agua. Ésta es la razón por la cual las pinturas de Kógi
no pudieron ser legadas a la posteridad. Su discípulo, alguien llamado
Narimitsu, transmitió el especial arte de la pintura de Kógi y conquistó gran
renombre en su época. Dice un antiguo relato que cierta vez pintó un gallo
sobre una puerta corrediza en un palacio y que un gallo vivo, al verlo, le
lanzó un espolonazo.
Ueda Akinari