El Paraíso perdido
Yo, estos
poderes los tenía de muchacho. Me acuerdo muy bien de aquella conejera vacía,
que era nuestro laboratorio: de mi hermano y mío. Teníamos lagartos en
alcohol, mariposas clavadas con alfileres, en planchas de corcho, que no se
movían apenas, durante días y días, aunque siempre estaban suspirando por
librarse de aquellos clavos hasta que el dibujo de las alas las desaparecía con
la esperanza; camisas de culebras, saltamontes atados a un hilo, ranas en una
palangana con agua, que morían y se volvían de espalda, mostrando su indecente
tripa blanca y palpitante; flores de todas clases, mustias en seguida por la
nostalgia de los prados, aunque las alimentábamos con aspirinas. Y hacíamos
vivisecciones crueles, en las lagartijas, y autopsias de todos los otros bichos
como buscando a la vida que se había ido inexplicablemente; y producíamos
truenos artificiales con chapas de metal que dejábamos caer con arte, y lluvia
de pétalos para cuando decíamos misa, vestidos con casullas de periódicos y
consagrábamos pan y agua. Y también teníamos una linterna mágica, que habíamos
fabricado, y un imán, y un muñeco chico y otro chica, que se casaban o eran
obispos y generales, monjas y reinas; y vendíamos pimiento de ladrillo molido
y aceite y velas, o enterrábamos a un pájaro sin plumas, que se había caído de
un nido y poníamos una cruz sobre su sepultura, al pie del moral. Y escuchábamos
por las cerraduras lo que hacían los mayores, y, una vez, así asomados al
misterio de las habitaciones cerradas, vimos un equipo de novia, y, otro día,
en la iglesia miramos al Cristo del Miserere por debajo de las faldas, porque
tenía faldas como las chicas y a éstas también las mirábamos por debajo, pero
no vimos nada, como no veíamos nada a las chicas, ni a las otras imágenes que
tenían falda y no sabíamos entonces para qué servían las faldas.
Pero
sabíamos, sin embargo, muchas cosas y teníamos poderes sobre la naturaleza
toda y experimentábamos el hielo, cuando, en invierno, se helaban las botellas
de agua y los moldes del hielo eran fantásticos cristales y abalorios en
nuestras repisas de boticarios, como si algún genio, maestro en vidrieras, por
la noche de enero, los hubiera tallado.
Sabíamos de
dónde venían los niños y los pájaros o los perros que cuidábamos con biberón,
y, en el otoño, ligábamos a los chuchos callejeros y éramos demiurgos,
escribíamos poesías y hacíamos comedias y nos disfrazábamos de personajes o
del tonto Muñomer que iba pidiendo por las casas y anunciaba las cosechas o los
mellizos que nacerían y llevaba una brújula, pretendiendo que Arévalo siempre
caía al norte y no fallaba. Pero, un día, Toño, nuestro vecino, que era
también nuestro inseparable amigo y ayudante fáustico, que trataba de resucitar
las lagartijas después de las vivisecciones, acostándolas sobre las placas y
haciéndoles la respiración artificial, se puso malo de la garganta y luego del
vientre y tuvimos que ir a jugar con él a la cama. Y luego, otro día, ya no
nos dejaron y, al otro, madre dijo que Toño estaba muerto y que nosotros, mi
hermano y yo, llevaríamos el ataúd blanco con bordes muy dorados con otros dos
muchachos. Y fuimos y vimos cómo le bajaban a la fosa, al Toño, todo amarillo,
con su traje azul marino que se manchó de pastel el día de la Primera Comunión;
y su madre, llorando, nos dio luego un roscón y la cinta del ataúd, que
habíamos llevado, y cuando la fuimos a guardar en nuestro laboratorio ya las
ranas y el lagarto grande estaban secos y la linterna mágica nos pareció un
tubo engañoso y ridículo, y mi hermano dijo que lo que necesitábamos era una
calavera de persona humana de verdad para estudiarla. Y así anduvimos años
buscándola, sin otra obsesión, hasta que, un día, mi hermano cumplió quince
años y dijo que, una noche después del Rosario, había besado a la Alicia, la
hija del doctor, y que estaba bueno el beso y que ya no necesitábamos
calaveras, ni mariposas, ni ranas, ni poesías, ni ninguna otra cosa, sino una
Alicia. Y yo le di la razón, porque vi que aquel laboratorio nuestro era ya
solamente una conejera abandonada y que aquellas cosas no eran nada más que
cachivaches absurdos que nos habían entretenido como a niños ciegos y, además,
mi madre dijo que quitásemos de allí aquellas porquerías, que iban a llevar
conejos para criar. Y noté que a mi prima Carmencita le habían crecido los pechos
y que sus labios se habían puesto más gruesos y que sería una Alicia para
otros, aunque no para mí, aunque me gustaba, y, un día, cuando la besé, me puse
colorado y me sofoqué. Y así me hice hombre, según dicen, y perdí mis antiguos
poderes, que estaban en la conejera y nos compró Alicia con un beso. Pero
¡ahora!, Alicia se casó con un notario adinerado y nadie nos ha devuelto aquel
viejo paraíso. Con mi hermano hace que no me hablo diez años por la mezquina
herencia de mi padre y sobre todo porque él y su mujer se quedaron con el reloj
del comedor que tenía una monja que montaba a caballo con un soldado
napoleónico, cuando daba las horas enteras hasta las seis y luego de las seis
en adelante se bajaba y se iba a su convento. Y ahora vivo solo, en el campo,
mucho más desolado todavía por haber leído muchos libros. Pero estoy construyendo
una conejera en mi casa para que los niños que viven aquí cerca hagan allí su
mundo de gusanos de seda y renacuajos. A lo mejor, mirándolos, me crece, de
nuevo, en las manos, el viejo Paraíso y pueda renovarlo: como cuando extendía
mis alas para volar como un murciélago por las noches oscuras o cuando veía a
los conejos, con gabán de cuadros y sombrero de copa, ir a pedirle a papá que
nos dejara quietos y tranquilos en la conejera, porque ni comer necesitábamos.
José Jiménez Lozano