Cuando yo era
todavía niño, Madrid, con su rey recién estrenado, era aún la vieja capital que
encerraba en su recinto estrecho grandes de España y mendigos, beatas que
soñaban en cambiar el mundo a fuerza de rosarios, y anarquistas que estaban
convencidos de que sólo podría cambiarse a fuerza de bombas fabricadas en la
cocina según una receta secreta, garantizada como creación del mismísimo
Orsini. Sin embargo, la trama de la vida diaria comenzaba a cambiar.
Las luces de
la ciudad eran como esas alfombrillas para los pies de la cama que tanto
encantaba hacer a nuestras abuelas con recortes de trapos viejos y nuevos. Existían
las bombillas eléctricas de Mr. Edison, peras de vidrio soplado, en cuyo
interior se curvaba un filamento negro como un pelo de griego velludón, que se
encendía con un rojo de cereza y temblaba temeroso bajo los pasos del vecino de
arriba. Las calles principales tenían arcos voltaicos, encerrados dentro de
enormes globos de cristal lechoso, a los que protegía una red de alambre.
Inesperadamente, chisporroteaban lanzando sobre el transeúnte partículas de
carbón incandescentes, parpadeaban al borde de la extinción, y sólo se
recuperaban bajo un esfuerzo de ruedas dentadas que giraban desbocadas con el
mismo ruido que las de un reloj despertador cuyo escape se ha roto. Acababan de
instalarse los primeros faroles de gas provistos de la camisa Auer, pero los
dos únicos gasómetros de Madrid no llegaban a suministrar la presión necesaria,
y la mayoría de las calles tenían aún los viejos faroles en los que el mechero
era un simple orificio del cual surgía una llama como una luna diminuta en
cuarto creciente, azul en la base, blanca en el borde dentado. La diversión
favorita de los chiquillos que vivían en calles alumbradas aún con quinqués de
tubos ahumados era hacer excursiones a las calles más céntricas, gatear la
columna del farol y apagar estas llamas románticas; donde la invención de Auer
había llegado, el placer era mucho mayor: a pedrada limpia se rompían las
«almidonadas camisas».
Comenzaba a
desaparecer una vieja casta orgullosa de sí misma: los aguadores. La
instalación de grifos conectados a la nueva acometida de agua de la ciudad los
estaba arruinando. Hasta entonces, el suministro más importante de agua en
Madrid dependía de sus pozos y sus manantiales. El subsuelo de la ciudad es
rico en agua de la sierra, y casi todas sus plazas y plazuelas poseían su
fuente y muchos patios de casas privadas su pozo. Existía también el viejo
canal de Isabel II, pero al principio del siglo, cuando la ciudad
comenzó a crecer, el agua comenzó a escasear. El marqués de Lozoya, que mereció
el título por su visión de las necesidades futuras de Madrid, construyó una
presa en el valle del Lozoya y proporcionó la posibilidad de que hubiera agua
en cada piso, en cada casa, en cada retrete. Esto condenó a los aguadores a
desaparecer.
La mayoría
de ellos procedía de Galicia, del extremo noroeste de España. Habían llegado a
Madrid andando, muchos descalzos, otros con simples alpargatas, un pan de
borona de cinco kilogramos bajo el brazo por sustento del viaje. Y tan pronto
como llegaban a la ciudad compraban su única herramienta de trabajo, una cuba
de madera en la que cabrían unos diez litros, y se lanzaban a buscar
parroquianos entre los vecinos de una o varias calles. Llenaban sus cubas en
las fuentes públicas y las transportaban escaleras arriba y escaleras abajo durante
todo el día y parte de la noche. Cobraban cinco céntimos por el agua de cada
cuba, y muchos vecinos les guardaban restos de comida y prendas usadas. Cada
uno tenía su parroquia fija, y si uno de ellos se hacía demasiado viejo para
atender el servicio, vendía su distrito a un recién llegado, al que introducía
a sus clientes con calurosas recomendaciones. En algunas vecindades
aristocráticas había venta de éstas que llegaba a valer diez mil reales, una
suma fabulosa en la época. Pero en tales barrios el negocio podía ser
magnífico. Aparte de los aprovechamientos de comida y ropa, había señoritas
modernas que se bañaban una vez por semana, lo cual significaba veinte cubas de
agua cada vez.
Todo
innovador tiene sus enemigos, y el marqués de Lozoya no escapó a la regla.
Pero, curiosamente, la batalla contra el marqués y sus innovaciones fue
sostenida con furia no por los aguadores, sino por el pueblo bajo, que llenaba
las casas de corredores y protestó de que la nueva agua era demasiado «fina» y
su paladar estaba acostumbrado al agua «gorda». La mayoría siguió teniendo en
un rincón de la casa la gran tinaja de barro que el aguador venía a llenar un
día sí y otro no. Las mujeres preferían la nueva agua para lavar, porque el
jabón hacía más espuma en ella, pero se negaban a beberla:
-No, hija, no, ¡ni soñarlo que yo cate el agua esa que te deja vacía por
dentro! A mí que me den mi agua gorda, que alimenta como un buen caldo...
Algunos de
los viejos manantiales eran especialmente apreciados. La fuente de la Encarnación brindaba
en los días más calurosos del verano agua casi helada. La fuente del cuartel de
la Guardia Civil ,
en la calle del Duque de Alba, era muy buena contra el raquitismo: el agua
sabía a hierro y a veces salía rojiza. La fuente del Berro, cerca de la vieja
plaza de toros, tenía una tremenda popularidad, difundida por los miles de
aficionados que acudían a las corridas. Así, por un tiempo, los aguadores
pudieron subsistir gracias a los entendidos, aun cuando todo Madrid estaba ya
surtido abundantemente.
Sus últimos y
más fieles clientes fueron los más pobres del Madrid pobre. El último sitio a
donde llegaron las nuevas cañerías fueron los barrios bajos, y aun entonces se
creyó necesario instalar más que una fuente en el patio o en el portal para abastecer
toda la casa, así que aún había que subir el agua a los pisos. Probablemente
también las amas de casa se identificaban con los aguadores, incluidos ahora en
su misma miseria, y no les regateaban los cinco céntimos. Los pocos de ellos
que quedaban eran viejos, sin otro medio de vida; los jóvenes más capacitados y
decididos hacía ya tiempo que habían desaparecido en otras tareas más
lucrativas.
Hacia 1908 el
agua «gorda» sufrió su derrota definitiva. Estalló en Madrid una epidemia de
tifus y, con razón o sin ella, se echó la
culpa al agua contaminada de los viejos pozos y manantiales. Lo cierto era que muchos de ellos
estaban situados en lo que una vez fue cementerio de conventos ya olvidados. Yo
mismo recuerdo haber mirado fascinado durante horas la sustitución de las
viejas tuberías de la fuente de la Encarnación , porque los trabajadores
desenterraban montones de huesos humanos apolillados e impregnados del óxido de
la viejísima y también roída cañería. El asco que me produjo el espectáculo me
convirtió en un exaltado defensor del agua nueva, pura y cristalina. (Por
aquel entonces estudiaba yo elementos de física y química y rudimentos de
fisiología e higiene.) La fidelidad de mi familia al aguador me desesperaba, y
en vista de que mis argumentos no lograban convencerles, un día rompí a
martillazos la tinaja que había en la cocina al lado de la nueva fuente; inundé
al vecino de abajo, y declaré a gritos y lágrimas, por la tunda que me dieron,
que rompería toda tinaja que volviera a aparecer en la casa.
Sí, aquellos
fueron en verdad años revolucionarios. Las gentes no sólo dejaron de beber el
agua de las viejas fuentes. Fueron mucho más lejos. Se les metió en la cabeza
la idea de que todos los chiquillos deberían aprender a leer. Esto ¡en capas de
la sociedad donde jamás nadie creyó fuera necesario, y en una ciudad donde se
precisaba tener buenos padrinos para que le admitieran a uno en las escasas
escuelas gratis que existían!
Como si esta
nueva exigencia los hubiera creado, aparecieron en escena dos extraños
pedagogos: el Maestro de la
Perra Gorda y el Santo de las Barbas.
El Maestro de
la Perra Gorda
apareció un día en el barrio de las Injurias, un distrito en las afueras
desérticas de Madrid habitado por mendigos, gitanos y los jornaleros más
pobres. Era un barrio de chabolas construidas con viejas latas y ladrillos
rotos de los derribos, donde vivían en armonía seres humanos, gallinas
esqueléticas, cerdos alucinantes y piojos cebados. El alumbrado del barrio lo
suministraban unas cuantas lámparas -las mechas sumergidas en aceite de oliva,
pero de posos-, que colgaban de postes pintados de verde. El agua había que
buscarla a medio kilómetro de distancia, hasta que un día apareció una fuente
de hierro de la nueva agua en la plaza, sin aceras ni pavimento, como todo el
resto del poblado.
El Maestro de
la Perra Gorda
construyó una choza más, hecha exclusivamente de chapas viejas clavadas a
trozos de vigas apolilladas. Sobre una de las latas, perfectamente oxidada,
escribió en grandes letras la palabra «escuela», así, con minúscula, y en
menos tiempo que se cuenta se vio rodeado de un enjambre de discípulos,
chiquillos astrosos que se sentaban en el suelo alrededor de él, vestidos con
alguna camisilla hecha tiras, con unos pantaloncillos con las nalgas al aire, o
en el traje en que su madre los echó al mundo. Los honorarios del Maestro de la Perra Gor da eran eso:
una perra gorda, diez céntimos al mes por cada pupilo. A cambio de ello les enseñaba el ABC, lo único que podía enseñarles,
porque él mismo no sabía mucho más.
El Santo de la Barba llenó la misma función
en lugar mucho más distinguido de Madrid. No exigía honorarios, porque tenía
sus medios de vida propios, traficando con colillas de cigarrillos y de
cigarros puros. Sus discípulos pertenecían al último escalón de la escala
social, un escalón aún más bajo que el de los «propietarios» del barrio de las
Injurias. Pero la escuela estaba situada en la solemne Plaza Mayor, a corta
distancia de la mismísima Puerta del Sol.
Por aquella
época, Madrid estaba invadido por los «golfos», chiquillos de cinco a quince
años que carecían de casa, muchas veces de familia, y que vivían de los
residuos y de los descuidos de la ciudad. Una de sus fuentes de ingreso más
importantes eran las colillas que recogían en las calles; ocasionalmente
ganaban algunos céntimos abriendo las portezuelas de los coches, llevando
maletas o cartas de amor, o simplemente mendigando. Su cuartel general y
dormitorio más amplio eran los soportales de la Plaza Mayor en su lado
norte, por ser allí donde encontraban abrigo contra los vientos de la sierra y,
alternativamente, en invierno y verano, el calorcillo del sol o el amparo de la
sombra en la frescura de las bóvedas. Los guardias y los serenos respetaban su
derecho de residencia durante la noche, pero los ahuyentaban durante el día.
Ambas partes respetaban una ley no escrita que excluía todas las mujeres, sin
distinción de edad, y todos los varones que hubieran pasado la pubertad y no
hubieran llegado aún a la ancianidad. Así, aquellos golfos tenían que ser aún
niños o ya ancianos para que su presencia se permitiera. El Santo de la Barba era un hombre ya muy
viejo.
Un día tras
otro permanecía sentado en su rincón, incrustado junto a una viejísima puerta
de hierro que nadie vio jamás abierta. Allí hacía su negocio. Compraba el
tabaco a los golfos -tabaco suelto de las colillas que pagaba por tamaño y
marca-, y después vendía a los «tabaqueros» del Rastro. Por las tardes, el
rincón se convertía en escuela, cuando los habituales acudían allí para «coger
cama» después de haber cenado sobras de rancho en los cuarteles de Madrid.
Como las
baldosas de piedra de las arcadas constituyen un lecho frío y duro, los
golfillos arrancaban los grandes anuncios de los teatros de las carteleras de
la ciudad y usaban los montones de hojas de papel, tiesos de engrudo, como
colchón y manta. Pero antes de irse a la cama, el Santo de la Barba usaba los carteles de
teatro como carteles de escuela de párvulos. Las letras más grandes, esas del
título de la obra o de los grandes artistas, eran visibles para todos los
chiquillos que se amontonaban a su alrededor y hasta el más torpe podía
apreciar su forma. El viejo deletreaba, hacía deletrear a los discípulos, y
después les enseñaba a agrupar las letras en sílabas. Y en las mañanas
enseñaba a los golfillos a lavarse en los dos enormes pilones de las dos fuentes
en el centro de la plaza. Él mismo era muy minucioso, y en las horas tempranas
impresionaba a los transeúntes con el cuidado y peinado de su copiosa barba
después de su remojón en el pilón.
Una de las
primeras fuentes públicas del marqués de Lozoya fue instalada en la Plaza Mayor ,
precisamente enfrente del «dormitorio» de los golfos, e inmediatamente nació
una nueva tradición, en virtud de la cual aquella fuente pertenecía
exclusivamente a los golfos y a los cobradores y conductores del tranvía a
Carabanchel, que tenía allí su parada.
La policía
apreciaba el trabajo de los dos maestros espontáneos y los dejaba en paz. Pero
poderes más altos, muy preocupados con la educación del pueblo, estimaron
necesario cerrar ambas escuelas. Al Maestro de la Perra Gorda le
metieron en la cárcel por «anarquista», y allí murió. El Santo de la Barba fue avisado en tiempo
y desapareció. Unos meses más tarde reapareció milagrosamente, detrás de un
tablero cargado de libros viejos, junto a la valla de un solar de la calle de
Atocha, el solar donde más tarde había de edificarse el teatro Calderón. Pero
secretamente siguió traficando colillas con los golfos.
A veces también
prestaba a sus viejos discípulos novelas con las tapas rotas y les instaba a
que aprendieran, «para que el día de mañana fueran hombres de provecho».
Desaparecieron
aguadores, golfos, barrios de miseria y maestros bizarros. El «agua gorda»
quedó enterrada bajo la nueva ciudad, con sus antiguos acarreadores, para
jamás volver.
En cuanto a
los otros...
Arturo
Barea