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viernes, 7 de abril de 2017

Carlos III



Madrid entre ayer y hoy 

Cuando yo era todavía niño, Madrid, con su rey recién estrenado, era aún la vieja capital que encerraba en su recinto estrecho grandes de España y mendigos, beatas que soñaban en cambiar el mundo a fuerza de rosarios, y anarquistas que estaban convencidos de que sólo podría cambiarse a fuerza de bombas fabricadas en la cocina según una receta secreta, garantizada como creación del mismísimo Orsini. Sin embargo, la trama de la vida diaria comenzaba a cambiar.
Las luces de la ciudad eran como esas alfombrillas para los pies de la cama que tanto encantaba hacer a nuestras abuelas con recortes de trapos viejos y nuevos. Existían las bombillas eléctricas de Mr. Edison, peras de vidrio soplado, en cuyo interior se curvaba un filamento negro como un pelo de griego velludón, que se encendía con un rojo de cereza y temblaba temeroso bajo los pasos del vecino de arriba. Las calles principales tenían arcos voltaicos, encerrados dentro de enormes globos de cristal lecho­so, a los que protegía una red de alambre. Inesperadamente, chisporroteaban lanzando sobre el transeúnte partículas de carbón incandescentes, parpadeaban al borde de la extinción, y sólo se recuperaban bajo un esfuerzo de ruedas dentadas que giraban desbocadas con el mismo ruido que las de un reloj despertador cuyo escape se ha roto. Acababan de instalarse los primeros faroles de gas provistos de la camisa Auer, pero los dos únicos gasómetros de Madrid no llegaban a suministrar la presión necesaria, y la mayoría de las calles tenían aún los viejos faroles en los que el mechero era un simple orificio del cual surgía una llama como una luna diminuta en cuarto creciente, azul en la base, blanca en el borde dentado. La diversión favorita de los chiquillos que vi­vían en calles alumbradas aún con quinqués de tubos ahumados era hacer excursiones a las calles más céntricas, gatear la columna del farol y apagar estas llamas románticas; donde la invención de Auer había llegado, el placer era mucho mayor: a pedrada limpia se rompían las «almidonadas camisas».
Comenzaba a desaparecer una vieja casta orgullosa de sí mis­ma: los aguadores. La instalación de grifos conectados a la nue­va acometida de agua de la ciudad los estaba arruinando. Hasta entonces, el suministro más importante de agua en Madrid de­pendía de sus pozos y sus manantiales. El subsuelo de la ciudad es rico en agua de la sierra, y casi todas sus plazas y plazuelas po­seían su fuente y muchos patios de casas privadas su pozo. Exis­tía también el viejo canal de Isabel II, pero al principio del siglo, cuando la ciudad comenzó a crecer, el agua comenzó a escasear. El marqués de Lozoya, que mereció el título por su visión de las necesidades futuras de Madrid, construyó una presa en el valle del Lozoya y proporcionó la posibilidad de que hubiera agua en cada piso, en cada casa, en cada retrete. Esto condenó a los agua­dores a desaparecer.
La mayoría de ellos procedía de Galicia, del extremo noroes­te de España. Habían llegado a Madrid andando, muchos descal­zos, otros con simples alpargatas, un pan de borona de cinco ki­logramos bajo el brazo por sustento del viaje. Y tan pronto como llegaban a la ciudad compraban su única herramienta de trabajo, una cuba de madera en la que cabrían unos diez litros, y se lanza­ban a buscar parroquianos entre los vecinos de una o varias ca­lles. Llenaban sus cubas en las fuentes públicas y las transporta­ban escaleras arriba y escaleras abajo durante todo el día y parte de la noche. Cobraban cinco céntimos por el agua de cada cuba, y muchos vecinos les guardaban restos de comida y prendas usa­das. Cada uno tenía su parroquia fija, y si uno de ellos se hacía demasiado viejo para atender el servicio, vendía su distrito a un recién llegado, al que introducía a sus clientes con calurosas recomendaciones. En algunas vecindades aristocráticas había venta de éstas que llegaba a valer diez mil reales, una suma fabulosa en la época. Pero en tales barrios el negocio podía ser magnífico. Aparte de los aprovechamientos de comida y ropa, había señoritas modernas que se bañaban una vez por semana, lo cual significaba veinte cubas de agua cada vez.
Todo innovador tiene sus enemigos, y el marqués de Lozoya no escapó a la regla. Pero, curiosamente, la batalla contra el marqués y sus innovaciones fue sostenida con furia no por los aguadores, sino por el pueblo bajo, que llenaba las casas de corredo­res y protestó de que la nueva agua era demasiado «fina» y su paladar estaba acostumbrado al agua «gorda». La mayoría siguió teniendo en un rincón de la casa la gran tinaja de barro que el aguador venía a llenar un día sí y otro no. Las mujeres preferían la nueva agua para lavar, porque el jabón hacía más espuma en ella, pero se negaban a beberla:
-No, hija, no, ¡ni soñarlo que yo cate el agua esa que te deja vacía por dentro! A mí que me den mi agua gorda, que alimenta como un buen caldo...
Algunos de los viejos manantiales eran especialmente apreciados. La fuente de la Encarnación brindaba en los días más calurosos del verano agua casi helada. La fuente del cuartel de la Guardia Civil, en la calle del Duque de Alba, era muy buena contra el raquitismo: el agua sabía a hierro y a veces salía rojiza. La fuente del Berro, cerca de la vieja plaza de toros, tenía una tremenda popularidad, difundida por los miles de aficionados que acudían a las corridas. Así, por un tiempo, los aguadores pudieron subsistir gracias a los entendidos, aun cuando todo Madrid estaba ya surtido abundantemente.
Sus últimos y más fieles clientes fueron los más pobres del Madrid pobre. El último sitio a donde llegaron las nuevas cañerías fueron los barrios bajos, y aun entonces se creyó necesario instalar más que una fuente en el patio o en el portal para abastecer toda la casa, así que aún había que subir el agua a los pisos. Probablemente también las amas de casa se identificaban con los aguadores, incluidos ahora en su misma miseria, y no les regateaban los cinco céntimos. Los pocos de ellos que quedaban eran viejos, sin otro medio de vida; los jóvenes más capacitados y decididos hacía ya tiempo que habían desaparecido en otras tareas más lucrativas.
Hacia 1908 el agua «gorda» sufrió su derrota definitiva. Estalló en Madrid una epidemia de tifus y, con razón o sin ella, se echó la culpa al agua contaminada de los viejos pozos y manantiales. Lo cierto era que muchos de ellos estaban situados en lo que una vez fue cementerio de conventos ya olvidados. Yo mis­mo recuerdo haber mirado fascinado durante horas la sustitución de las viejas tuberías de la fuente de la Encarnación, porque los trabajadores desenterraban montones de huesos humanos apolillados e impregnados del óxido de la viejísima y también roída cañería. El asco que me produjo el espectáculo me convir­tió en un exaltado defensor del agua nueva, pura y cristalina. (Por aquel entonces estudiaba yo elementos de física y química y rudimentos de fisiología e higiene.) La fidelidad de mi familia al aguador me desesperaba, y en vista de que mis argumentos no lograban convencerles, un día rompí a martillazos la tinaja que había en la cocina al lado de la nueva fuente; inundé al vecino de abajo, y declaré a gritos y lágrimas, por la tunda que me dieron, que rompería toda tinaja que volviera a aparecer en la casa.
Sí, aquellos fueron en verdad años revolucionarios. Las gentes no sólo dejaron de beber el agua de las viejas fuentes. Fueron mucho más lejos. Se les metió en la cabeza la idea de que todos los chiquillos deberían aprender a leer. Esto ¡en capas de la sociedad donde jamás nadie creyó fuera necesario, y en una ciudad donde se precisaba tener buenos padrinos para que le admitieran a uno en las escasas escuelas gratis que existían!
Como si esta nueva exigencia los hubiera creado, aparecieron en escena dos extraños pedagogos: el Maestro de la Perra Gorda y el Santo de las Barbas.
El Maestro de la Perra Gorda apareció un día en el barrio de las Injurias, un distrito en las afueras desérticas de Madrid habitado por mendigos, gitanos y los jornaleros más pobres. Era un barrio de chabolas construidas con viejas latas y ladrillos rotos de los derribos, donde vivían en armonía seres humanos, gallinas esqueléticas, cerdos alucinantes y piojos cebados. El alumbrado del barrio lo suministraban unas cuantas lámparas -las mechas sumergidas en aceite de oliva, pero de posos-, que colgaban de postes pintados de verde. El agua había que buscarla a medio kilómetro de distancia, hasta que un día apareció una fuente de hierro de la nueva agua en la plaza, sin aceras ni pavimento, como todo el resto del poblado.
El Maestro de la Perra Gorda construyó una choza más, hecha exclusivamente de chapas viejas clavadas a trozos de vigas apolilladas. Sobre una de las latas, perfectamente oxidada, escri­bió en grandes letras la palabra «escuela», así, con minúscula, y en menos tiempo que se cuenta se vio rodeado de un enjambre de discípulos, chiquillos astrosos que se sentaban en el suelo alre­dedor de él, vestidos con alguna camisilla hecha tiras, con unos pantaloncillos con las nalgas al aire, o en el traje en que su madre los echó al mundo. Los honorarios del Maestro de la Perra Gor­da eran eso: una perra gorda, diez céntimos al mes por cada pu­pilo. A cambio de ello les enseñaba el ABC, lo único que podía en­señarles, porque él mismo no sabía mucho más.
El Santo de la Barba llenó la misma función en lugar mucho más distinguido de Madrid. No exigía honorarios, porque tenía sus medios de vida propios, traficando con colillas de cigarrillos y de cigarros puros. Sus discípulos pertenecían al último escalón de la escala social, un escalón aún más bajo que el de los «propie­tarios» del barrio de las Injurias. Pero la escuela estaba situada en la solemne Plaza Mayor, a corta distancia de la mismísima Puerta del Sol.
Por aquella época, Madrid estaba invadido por los «golfos», chiquillos de cinco a quince años que carecían de casa, muchas veces de familia, y que vivían de los residuos y de los descuidos de la ciudad. Una de sus fuentes de ingreso más importantes eran las colillas que recogían en las calles; ocasionalmente ganaban al­gunos céntimos abriendo las portezuelas de los coches, llevando maletas o cartas de amor, o simplemente mendigando. Su cuartel general y dormitorio más amplio eran los soportales de la Plaza Mayor en su lado norte, por ser allí donde encontraban abrigo contra los vientos de la sierra y, alternativamente, en invierno y verano, el calorcillo del sol o el amparo de la sombra en la frescu­ra de las bóvedas. Los guardias y los serenos respetaban su dere­cho de residencia durante la noche, pero los ahuyentaban duran­te el día. Ambas partes respetaban una ley no escrita que excluía todas las mujeres, sin distinción de edad, y todos los varones que hubieran pasado la pubertad y no hubieran llegado aún a la an­cianidad. Así, aquellos golfos tenían que ser aún niños o ya ancia­nos para que su presencia se permitiera. El Santo de la Barba era un hombre ya muy viejo.
Un día tras otro permanecía sentado en su rincón, incrustado junto a una viejísima puerta de hierro que nadie vio jamás abier­ta. Allí hacía su negocio. Compraba el tabaco a los golfos -tabaco suelto de las colillas que pagaba por tamaño y marca-, y des­pués vendía a los «tabaqueros» del Rastro. Por las tardes, el rin­cón se convertía en escuela, cuando los habituales acudían allí para «coger cama» después de haber cenado sobras de rancho en los cuarteles de Madrid.
Como las baldosas de piedra de las arcadas constituyen un lecho frío y duro, los golfillos arrancaban los grandes anuncios de los teatros de las carteleras de la ciudad y usaban los monto­nes de hojas de papel, tiesos de engrudo, como colchón y manta. Pero antes de irse a la cama, el Santo de la Barba usaba los car­teles de teatro como carteles de escuela de párvulos. Las letras más grandes, esas del título de la obra o de los grandes artistas, eran visibles para todos los chiquillos que se amontonaban a su alrededor y hasta el más torpe podía apreciar su forma. El viejo deletreaba, hacía deletrear a los discípulos, y después les enseña­ba a agrupar las letras en sílabas. Y en las mañanas enseñaba a los golfillos a lavarse en los dos enormes pilones de las dos fuen­tes en el centro de la plaza. Él mismo era muy minucioso, y en las horas tempranas impresionaba a los transeúntes con el cuida­do y peinado de su copiosa barba después de su remojón en el pilón.
Una de las primeras fuentes públicas del marqués de Lozoya fue instalada en la Plaza Mayor, precisamente enfrente del «dormitorio» de los golfos, e inmediatamente nació una nueva tradi­ción, en virtud de la cual aquella fuente pertenecía exclusivamen­te a los golfos y a los cobradores y conductores del tranvía a Carabanchel, que tenía allí su parada.
La policía apreciaba el trabajo de los dos maestros espontá­neos y los dejaba en paz. Pero poderes más altos, muy preocupa­dos con la educación del pueblo, estimaron necesario cerrar am­bas escuelas. Al Maestro de la Perra Gorda le metieron en la cárcel por «anarquista», y allí murió. El Santo de la Barba fue avisado en tiempo y desapareció. Unos meses más tarde reapa­reció milagrosamente, detrás de un tablero cargado de libros viejos, junto a la valla de un solar de la calle de Atocha, el solar donde más tarde había de edificarse el teatro Calderón. Pero se­cretamente siguió traficando colillas con los golfos.
A veces también prestaba a sus viejos discípulos novelas con las tapas rotas y les instaba a que aprendieran, «para que el día de mañana fueran hombres de provecho».
Desaparecieron aguadores, golfos, barrios de miseria y maes­tros bizarros. El «agua gorda» quedó enterrada bajo la nueva ciu­dad, con sus antiguos acarreadores, para jamás volver.
En cuanto a los otros...

Arturo Barea