La mula
Era una vieja mula rucia, pelicana, de cabeza muy
grande y con una oreja un poco gacha. Caminaba a paso lento y se balanceaba de
cerviz a cola, como barco. Y, tan pronto como se detenía, bajaba la cabeza y
se ponía a triscar yerbajos. Más que rucia la piel parecía manchada. Como si
hubiera sido tejida con distintos hilos y en diferentes tiempos. Con rotos y
remiendos. Y hasta algún costurón en la pata y en el anca.
Los arreos de montar eran casi del color de su pelo.
Sucios, viejos, cuarteados, como hechos de la piel de viejas manos trabajadoras
y fatigadas. Al paso, crujía algo la silla. La grupera colgaba lacia bajo la
cola. La retranca y el pretal eran demasiado grandes y como de bestia de
carga. La silla era un viejo galápago inglés desvencijado. Debajo, como
sudadero, asomaba una bayeta amarilla, llena de olores recios y tiernos.
Sola, casi sin guía del jinete, había tomado el camino
de la loma, que era como una cicatriz de tierra roja entre el verde de la yerba
y de las arboledas de café. Sola se había detenido en el claro de lo alto. El
jinete le había abandonado la brida sobre el cuello y antes de echar pie a
tierra, y mientras ella comenzaba a mordisquear los terrosos yerbajos, se puso
a observar con detención todo el rededor.
Era seguro que no había nadie. No se oía sino el
resuello grueso de la mula y el tenue rumor de la arboleda. A veces, pero muy a
veces, un canto de pájaro o un graznido de gavilán. No había nadie. No se oía
ningún ruido de mano o de pie, ninguna voz, ninguna figura humana se
alcanzaba a divisar en la distancia. Era todo una inmensa soledad de árboles y
yerbas, y algunas aves, y la mula y él: don Lope Leporino.
Cerciorado de aquella soledad que se sentía y se
palpaba, en la que estaba metido como en agua profunda, cercado, guardado, defendido
por árboles solitarios, por hojas erizadas, por leguas de ausencia de hombre,
don Lope lanzó su grito. Era un grito gutural, entre bramido y canto. Un grito
que resonó limpio y ancho por toda la vastedad sin gente. Si hubiera habido alguien
no hubiera podido resonar así. Resonaba redondo, completo, hasta lo lejano, sin
romperse, hasta que se apagaba lentamente al unísono. Ciertamente, podía
estar seguro de que no había nadie. Don Lope Leporino sonrió satisfecho y bajó
de la mula.
Le puso la mano sobre el cuello y se le acercó con
cautela. Al sentir la mano la mula levantó la cabeza. Don Lope le cogió con la
otra mano la oreja gacha y comenzó a hablar. A hablar con una voz sigilosa, ahogada,
que a ratos no le salía, temblorosa e incompleta.
-Esto no puede seguir. ¡No se aguanta más! ¡No se
aguanta! Hay que acabar con este hombre. Es un tirano. Un déspota. Un verdugo.
Un gran ladrón.
Sintió escalofrío por lo
que había dicho y volvió la cabeza. No había pasado nada. Todo seguía igual.
-Hay que decirlo. Es un tirano. Las cárceles están
llenas de gente. A los presos los torturan. Los cuelgan. Les pasan una soga por
los testículos y los cuelgan. No se debe aguantar esto más. Todos los días
cuelgan a cuatro, cinco, diez hombres. Todos los días hay más presos.
Volvió de nuevo la
cabeza. Nada había cambiado. Podía seguir.
-Yo te lo digo. Lo odio. Hay que acabar con este
tirano. ¡Muera el tirano! ¡Abajo el tirano! Yo lo digo. Yo. ¿Me oyes? ¡Muera el
tirano! ¡Muera! ¡Muera! ¡Muera! ¡Abajo! ¡Muera!
Era un maullido más que una voz. Un estertor que
apenas le salía. Estaba cubierto de sudor. Pero tenía en los ojos una luz de
contento y casi de paz.
Se secó el sudor, respiró profundamente, volvió a
montar y emprendió el camino de regreso. Iba silbando. Una marcha alegre de
tropa victoriosa.
Don Lope Leporino volvía a la ciudad y se sumergía
como para desaparecer. No quería ser visto, ni ser sentido, ni ser recordado,
pero quería ver y saber. Todos sabían cosas y estaban deseosos de decirlas,
pero había tanto peligro en informarse como en opinar.
Cuando tres personas estaban juntas en una esquina ya
se podía suponer de lo que hablaban. Hablaban, llenos de cautela y de temor, de
la tiranía. Si alguien se acercaba, callaban, cambiaban de conversación y hasta
de tono.
Decía alguno, para que oyera el pasante:
-Y ¿cómo sigue la comadre?
Pero el pasante sabía que no era de eso de lo que
estaban hablando. De lo que habían estado hablando un momento antes y de lo que
seguirían hablando un momento después. Estaban hablando del tirano. Estaban
comentando la última prisión.
-Anoche prendieron al general Portañuelo.
Era fácil imaginar lo
que había pasado. A la media noche, cuando todo estaba tranquilo y sumido en el
sueño, se habían oído unos golpes secos en el portón de la casa del general
Portañuelo. Una voz soñolienta y alarmada habría preguntado con angustia,
desde el interior: «¿Quién es?» Nadie habría respondido, pero habrían seguido
tocando con insistente insolencia. El general Portañuelo habría venido en
persona a abrir la puerta. Tres hombres bajos, rechonchos, de grandes sombreros
y bigotes caídos lo habrían encañonado con sus revólveres. «Lo venimos a
buscar, General, para una averiguación.»
Era de eso, y no de la comadre, de lo que estaban
hablando, cuando Leporino pasaba junto al grupo. Pero era mejor no oír. Porque
después, a la hora de la averiguación, iban a empezar a preguntar quiénes
estaban allí, quiénes se habían acercado, quiénes habían oído y no habían ido a
denunciar el hecho a las autoridades.
Pero otras veces era peor. Era un grupo que, a la
sombra del árbol de una plaza, dejaba escapar, como un pájaro demasiado visible
y codiciado, aquella palabra que golpeaba en los oídos de Leporino como una campana
de difuntos. Aquella palabra que era mejor no oír nunca, no haber oído nunca,
no saber lo que significaba. Pero era eso lo que habían dicho. Habían dicho
«conspiración». Leporino apresuraba el paso. La conspiración era siempre de
noche. Había que jurar. Había que responder con la propia vida ante unos desconocidos.
Había que ocultar armas. Había que planear el asesinato de alguien. Había que
tomar un cuartel. Sonarían tiros. Todo fracasaría entonces y comenzaría la
persecución. Las tropas del tirano, la policía del tirano, los espías del
tirano, los torturadores del tirano, entrarían en acción. Buscarían y
hallarían, en los más inverosímiles escondites, a todos los que habían sabido
algo, a todos a los que había oído la palabra y los llevarían a los más sucios
y oscuros calabozos de las cárceles más temibles, para sacarles confesión por
medio de tortura, para colgarlos por los testículos, para remacharles en los
tobillos grillos de cien libras, para arrojarlos, doloridos y febriles, en el
suelo húmedo y en la sombra pestilente. Por años y años y años.
En ocasiones era la cara de un conocido, de un viejo
amigo, una cara risueña, bonachona hasta un poco tonta. Una cara con una voz
que Leporino había visto y oído por muchos años, diciendo las mismas sandeces y
banalidades sobre el tiempo, sobre la cosecha de café, sobre la partida de
julepe en el club, sobre la querida de Pedro o sobre la esposa de Juan. Pero
ahora aquella voz decía de un modo un poco misterioso:
-Hola, Lope, ¿qué se opina?
¿Qué se opina de qué?
¿Qué era opinar? Opinar era decir: «Esto está mal»; «esto no puede seguir así»;
«ya esto no se aguanta»; «hay mucho disgusto»; «todo el mundo está hablando»;
«se habla de una conspiración»; «aquí va a pasar algo». Y era eso,
precisamente, lo que podía oír un espía. Aquel mismo hombre que le hablaba podía
ser un espía o podía convertirse en un espía, o se acababa de volver un espía,
o se iba a volver un espía. Hasta sin quererlo podía convertirse en un espía.
Podía repetir más tarde en una conversación, para darle más fuerza a su
noticia: «Lope me dijo». Y alguien podía oír. Y Lope era él: Lope Leporino,
hacendado. De qué le valdría entonces alegar: «Yo soy Lope Leporino, ustedes
me conocen, un padre de familia, un hacendado, un hombre serio, no me interesa
la política, nunca me he metido en política, le tengo horror, ésa es la
palabra, horror a la política. Yo no opino. Nunca he opinado. Eso que dicen que
dije es mentira. Yo no he podido decir eso. Yo soy amigo de esta situación.
Malditos sean todos esos conspiradores. Viva el jefe, que mande cien años, que
Dios nos lo conserve hasta el fin de los siglos».
Entonces se demudaba y le decía al amigo: «Yo
no opino. Tú sabes que yo no soy político. Tengo mucho que hacer. Más
adelante nos veremos. Adiós».
Y se iba salvado, escapado, tranquilo, pero sólo por
un momento. Era como si una jauría lo persiguiera. Todos lo hostigaban para
comprometerlo. No estarían tranquilos hasta que les dijera algo suficientemente
comprometedor como para llevarlo a la cárcel. De nada valía que dijera:
-Tú sabes que yo no opino.
-Bueno, pero algo debes de pensar.
-Trato de no pensar.
-Pero, en fin, no es posible que estés de acuerdo con
este horror.
-¿Con cuál horror?
-Con esto que está pasando. Estos atropellos, estas
prisiones, estos robos.
Palidecía y
se llevaba las manos a los labios:
-Cuidado con
lo que dices. Cállate, pueden oírnos. Eso es una gran imprudencia. Además, esto
siempre ha sido así. Siempre. No hay nada nuevo. Hay que tener mucho cuidado.
Mucho cuidado. En boca cerrada no entra mosca. Adiós.
Y volvía a
salir huyendo. A veces se hacía el que no veía a los que lo llamaban, el que no
oía lo que le decían, el que no comprendía el significado de las palabras.
El
interlocutor decía:
-Se está
preparando una cosa.
Él no oía.
El
interlocutor insistía:
-Se está
preparando una cosa, ¿comprende?
Entonces se
agarraba de una respuesta estúpida:
-Me han
hablado de ese negocio, es el de la harina, ¿verdad?, no me interesa.
-No, no es
eso, le estoy hablando del hombre.
-Ah, del
hombre.
-Está caído.
-¿Qué hombre?
Sentía que lo
miraban con desprecio. No se atrevía a decir una palabra, no se atrevía a oír.
Y sin embargo, hubiera querido decir muchas cosas, Estaba lleno, estaba ahíto,
como un cuero lleno de agua, como una odre que no podía aguantar una sola gota
más de aquel líquido denso e hirviente que le bullía por dentro.
-Usted nunca
dice nada, Leporino.
Eso era lo
bueno. Que todos estuvieran de acuerdo en que él nunca decía nada. Pero eso
también era lo malo. Porque pensaban que no decía, pero pensaba. Qué cosas
pensarían ellos que él pensaba. Qué cosas pensarían sus amigos que él pensaba.
Y qué cosas pensarían los espías que él pensaba. Pensarían que disimulaba. Pensarían
que estaba conspirando. Que tenía armas escondidas. Que estaba en contacto con
los revolucionarios. Que formaba parte de un complot para asesinar al tirano.
Venía a resultar peor lo que ellos pudieran pensar de su silencio que todo lo
que él pudiera decir.
Porque lo que él pudiera decir no hubiera pasado de esto, que era lo
que los más decían:
-Esto está muy mal. Esto no puede seguir así: no se aguanta más. Hay
que tumbar a este hombre.
Pero por eso
mismo, acaso por haber sabido un espía que alguien había dicho menos que eso,
había gente que se pudría en la cárcel desde hace años y años. Incomunicados,
con grillos, sin médicos, sin ropas, tendidos sobre una tabla en el suelo.
Don Lope
Leporino se iba llenando de aquellas palabras que recibía y que no dejaba
salir. Palabras infladas, palabras fermentadas, palabras gaseosas y expansivas,
que se movían y desplazaban dentro de él sofocándolo, oprimiéndolo,
repletándolo. Se le agitaban por dentro como gases locos.
Si pudiera
gritar en una esquina: «Muera el tirano». Si pudiera siquiera confiarse a
alguien y decirle con una profunda sensación de desahogo: «Tenemos que tumbar
a este hombre». Pero no podía decirlo. Estaban las orejas de los espías en
todas partes. Estaban los esbirros, los soplones, los correveidiles, los
confidentes, los habladores, los bocafloja, los indiscretos, los averiguadores,
los espías de todas clases.
Tenía que
tragarse aquello, tenía que aguantarlo adentro, como se aguanta con angustia
hasta el último momento inaguantable la náusea y el impulso del vómito. La
mano en la boca, el paso apresurado, los ojos sin ver. La palabra más
inocente podía de pronto estallar como un petardo llena de las más inesperadas
significaciones y revelaciones. Un simple saludo, un gesto rutinario podía ser
interpretado de una manera espantosa. Decir «¿qué hay?» a alguien, en un
momento dado, podía ser interpretado como el equivalente o la clave de una
frase tan terrible como la siguiente: «¿Cuáles son las últimas instrucciones
sobre el complot que está en marcha para asesinar al tirano?»
No era
posible dejar salir una palabra, soltar una frase. No había voz insignificante,
ni gesto inocente.
Estaba lleno como una bomba, inflado como un pellejo,
colmado como un costal. Las palabras no dichas, los impulsos frenados, los
gestos contenidos, las violencias aplastadas, las ganas reprimidas le zumbaban
en los oídos y lo aturdían. Debía de parecer un enfermo, o un beodo, o un
loco.
Lo mejor era regresar
pronto a la casa. Apresuraba el paso, ponía la mirada en el suelo y como un
sonámbulo se encaminaba hacia su habitación.
Pero había una voz que lo saludaba. No hubiera querido contestar. Lo
volvían a saludar. Alzó la vista. No podía creerlo. Era lo peor. Era el jefe de
los espías.
Todo el mundo decía que era el jefe de los espías.
-¿Qué hay de
nuevo, don Lope?
Tenía una
nariz larga, ancha y caída. Una quijada huesuda, temblorosa y algo colgante.
Unos dientes amarillos y cuadrados. Por debajo del sombrero le salía un
áspero pelo entrecano que se le prolongaba por el cuello y por la cara, como si
fueran cerdas rucias. Estaba recostado de una esquina y lo acompañaban otros
dos hombres de mal aspecto. Estaba vestido con un traje arrugado y sucio. El
revólver le hacía un gran bulto en la cintura. El traje era de un marrón aguado
y turbio. Las orejas eran grandes y peludas.
-¿Qué hay de nuevo?
¿Qué quería decir eso?
¿Por qué le preguntaban eso a él? Si apenas lo conocía. Lo conocía de fama. De
la horrible fama. No sabía siquiera si nombrarlo por su nombre. Tenía temor de
que aquel nombre, por el que lo llamaban, sonara a nombre puesto por los
enemigos. Algunos le decía Coronel. Pero podía pensar que era burla.
-¿De nuevo?
¿Qué era lo de nuevo? Lo
de nuevo era lo que no se podía decir. Lo que el espía sabía que él sabía. Lo
que le iba a averiguar para llevárselo.
-¿De nuevo? Nada. ¿Qué va a haber de nuevo? Había
dicho demasiado. Era evidente que había dicho que lo que podía desearse de
nuevo no podía llegar a ser porque lo impedían los espías, porque lo destruían
los esbirros, porque lo extinguía el tirano. Era eso lo que se le había
escapado.
-Adiós. Adiós.
Dijo. No «hasta la vista». Nunca «hasta la vista». Había
que desaparecer pronto. Casi trotando penetró en su casa.
En el
corredor estaban los dos hijos. Él iba a hablar pero ellos discutían con voces
alzadas.
-No sabes.
-Sí sé.
-No sabes. Vuelve a repetirlo para que veas.
-El que no sabe eres tú. Oye: es una república
federal, electiva,...
-¿Qué más? Veo que no sabes.
-Este..., este...
-Representativa, animal. ¿Lo oyes? Una república
representativa. Lo dijo el «profe».
-¿Qué es eso? -gritó
interrumpiéndolos.
Estaba indignado. ¿Quién
era el imbécil que ponía a sus niños en el riesgo de decir esas cosas?
-¿Qué es eso?
Los niños, atemorizados,
apenas se atrevieron a decir:
-Es la lección de
cívica. Es la Constitución, papá.
-¿Qué Constitución?
¿Quién ha visto semejante disparate? Nada de eso; no hablar más nada de eso.
Imprudentes. ¿Quién es ese profesor? Algún bachillercito loco. O algún espía.
Algún provocador. «República representativa». Así, inocentemente, para ver qué
dicen los muchachos, qué comentan, qué repiten de lo que oyen en su casa.
Su mujer venía del comedor.
-Debes ocuparte más de tus hijos. Les estás haciendo
hacer cosas peligrosas.
-¿Pero qué pasa? ¿Por qué estás así?
-Porque soy el único que se da cuenta del peligro en
el que estamos. Tú no te das cuenta. Tú nunca te has dado cuenta de nada.
La mujer se puso a llorar con grandes sollozos.
-Qué malo eres. Hacerme esto a mí, y hoy que te tenía
la sorpresa de una nueva cocinera.
Don Lope saltó:
-Una nueva cocinera.
Una nueva persona en la casa. Una desconocida para oír y para fisgonear y para
averiguar todo y para enterarse de todo. Qué disparate. Ya habrá oído esto;
esta tarde lo habrá reportado. A callar, a callarse todos, a no decir una
palabra más.
Sentía que ya no le podía
caber nada más dentro. Que ya no tenía espacio para contener todo aquello que
tenía que salirle fuera. Que iba a estallar. Los niños lo miraban asustados. La
mujer lloriqueaba.
Antes de meterse en su cuarto gritó:
-Me voy ahora mismo para la hacienda. Tengo que irme
ya. Que me preparen mis cosas.
Apenas llegó a la hacienda mandó a ensillar la mula y
salió. Tenía más prisa que nunca y el animal parecía ir con una lentitud
extraordinaria. Se atrevió a talonearla. El animal levantó la oreja gacha pero
no apresuró el paso.
-No sé qué pasa hoy.
Mientras avanzaba por la vereda, cuesta arriba, entre
las arboledas y los rastrojos, se volvía a cada instante y lanzaba miradas
avizoras para cerciorarse de que nadie lo seguía ni andaba cerca.
Al fin llegó a la loma, se apeó de la mula, cogió la
oreja gacha y se puso en disposición de hablar. Tenía tanto que decir que no
hallaba cómo empezar. Se le atropellaban las noticias, los comentarios, las
informaciones confidenciales, las revelaciones secretas. Los últimos nombres
revelados de espías, el dato más reciente del complot, los tres presos de ayer,
el más fresco papelito salido de la cárcel con la mención de los torturados del
mismo día. Y además la indignación que lo ahogaba, la violencia contenida que
lo oprimía, la pasión de decir a pleno pulmón todo aquel resentimiento que le
dolía por dentro.
Lo que logró decir no
eran casi palabras, sino como un ronquido, como un resoplo, como un jadeo, como
un estertor.
-Abajo el tirano. Muera el tirano. Abajo el tirano.
Muera el tirano. Abajo el tirano. Muera el tirano. Abajo el tirano. Muera el
tirano.
Era un ritmo de fuelle,
un resonar de sierra, un eco de campana, un golpe de pilón.
En el ojo de la mula se veía con la cabeza muy grande,
el cuerpo muy pequeño, la boca redonda y oscura como un ojo de mula.
-Abajo el tirano. Muera
el tirano.
Se iba aliviando. Pero
la mula tenía las orejas grandes, y el pelo cano y rugoso le bajaba por el
cuello hasta la quijada colgante y temblorosa. Le asomaban los gruesos dientes
amarillos como si fuera a hablar. Y la piel arrugada, cana, floja y sucia
parecía el turbio paño de un viejo traje. Era como una persona. Era como si una
persona estuviera escondida dentro de la mula. Disfrazada o convertida en mula.
El pelo cano, las orejas peludas y largas, la quijada. Recordaba a alguien.
Recordaba a alguien de quien él no quería acordarse.
Saltó sobre la silla y, taloneando desesperadamente,
al animal emprendió el regreso. Iba casi corriendo. Oía el ronquido de la mula cansada en el galope. Las grandes orejas
bailaban inertes y las ramas de los árboles le golpeaban en la cara, casi sin
que él hiciera ningún gesto para protegerse.
Cuando llegó
al patio de la hacienda los cuatro hombres estaban allí esperándolo, con unos
viejos sables corvos, colgando de una banda de seda sucia tejida que les
atravesaba el pecho. El jefe de los espías y sus tres compañeros.
-¿Qué se les ofrece? -se le ocurrió decir apenas puso pie a tierra.
No había duda de que se parecía a la mula. Estaba perdido. Ya no habría
quién lo salvara.
-Venimos a buscarlo para una averiguación, don Lope.
Hablaba.
-Para una
averiguación, ¿a mí?
-Sí, a usted.
-Para
averiguar ¿qué?
-Yo no sé. Yo
cumplo órdenes. Ya le dirán. Nos tenemos que ir ya.
Ya sabía lo
que podía esperarlo. Nada tendrían que preguntarle. Lo llevarían directamente a
la cárcel. Lo despojarían de las ropas. Lo echarían dentro del calabozo. Todo
lo sabían ya.
Bajó la
cabeza y se acercó a los hombres como rendido, como exhausto. Pero antes, con
sobresalto, volvió la cabeza. La mula ya no estaba en el patio. Los hombres
tuvieron que sostenerlo como se sostiene a alguien que va a caer.
Arturo Uslar Pietri