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martes, 8 de diciembre de 2015

Reales Sitios de España


       

La mula

Era una vieja mula rucia, pelicana, de cabeza muy grande y con una oreja un poco gacha. Caminaba a paso lento y se balanceaba de cerviz a cola, como bar­co. Y, tan pronto como se detenía, bajaba la cabeza y se ponía a triscar yerbajos. Más que rucia la piel parecía manchada. Como si hubiera sido tejida con distintos hilos y en diferentes tiempos. Con rotos y remiendos. Y hasta algún costurón en la pata y en el anca.
Los arreos de montar eran casi del color de su pelo. Sucios, viejos, cuarteados, como hechos de la piel de viejas manos trabajadoras y fatigadas. Al paso, crujía algo la silla. La grupera colgaba lacia bajo la cola. La re­tranca y el pretal eran demasiado grandes y como de bestia de carga. La silla era un viejo galápago inglés des­vencijado. Debajo, como sudadero, asomaba una baye­ta amarilla, llena de olores recios y tiernos.
Sola, casi sin guía del jinete, había tomado el cami­no de la loma, que era como una cicatriz de tierra roja entre el verde de la yerba y de las arboledas de café. Sola se había detenido en el claro de lo alto. El jinete le había abandonado la brida sobre el cuello y antes de echar pie a tierra, y mientras ella comenzaba a mordis­quear los terrosos yerbajos, se puso a observar con de­tención todo el rededor.
Era seguro que no había nadie. No se oía sino el resuello grueso de la mula y el tenue rumor de la arboleda. A veces, pero muy a veces, un canto de pájaro o un graznido de gavilán. No había nadie. No se oía nin­gún ruido de mano o de pie, ninguna voz, ninguna fi­gura humana se alcanzaba a divisar en la distancia. Era todo una inmensa soledad de árboles y yerbas, y algu­nas aves, y la mula y él: don Lope Leporino.
Cerciorado de aquella soledad que se sentía y se palpaba, en la que estaba metido como en agua profun­da, cercado, guardado, defendido por árboles solitarios, por hojas erizadas, por leguas de ausencia de hombre, don Lope lanzó su grito. Era un grito gutural, entre bramido y canto. Un grito que resonó limpio y ancho por toda la vastedad sin gente. Si hubiera habido al­guien no hubiera podido resonar así. Resonaba redondo, completo, hasta lo lejano, sin romperse, hasta que se apagaba lentamente al unísono. Ciertamente, podía estar seguro de que no había nadie. Don Lope Lepori­no sonrió satisfecho y bajó de la mula.
Le puso la mano sobre el cuello y se le acercó con cautela. Al sentir la mano la mula levantó la cabeza. Don Lope le cogió con la otra mano la oreja gacha y comenzó a hablar. A hablar con una voz sigilosa, aho­gada, que a ratos no le salía, temblorosa e incompleta.
-Esto no puede seguir. ¡No se aguanta más! ¡No se aguanta! Hay que acabar con este hombre. Es un ti­rano. Un déspota. Un verdugo. Un gran ladrón.
Sintió escalofrío por lo que había dicho y volvió la cabeza. No había pasado nada. Todo seguía igual.
-Hay que decirlo. Es un tirano. Las cárceles están llenas de gente. A los presos los torturan. Los cuelgan. Les pasan una soga por los testículos y los cuelgan. No se debe aguantar esto más. Todos los días cuelgan a cuatro, cinco, diez hombres. Todos los días hay más presos.
Volvió de nuevo la cabeza. Nada había cambiado. Podía seguir.
-Yo te lo digo. Lo odio. Hay que acabar con este tirano. ¡Muera el tirano! ¡Abajo el tirano! Yo lo digo. Yo. ¿Me oyes? ¡Muera el tirano! ¡Muera! ¡Muera! ¡Muera! ¡Abajo! ¡Muera!
Era un maullido más que una voz. Un estertor que apenas le salía. Estaba cubierto de sudor. Pero tenía en los ojos una luz de contento y casi de paz.
Se secó el sudor, respiró profundamente, volvió a montar y emprendió el camino de regreso. Iba silbando. Una marcha alegre de tropa victoriosa.

Don Lope Leporino volvía a la ciudad y se sumergía como para desaparecer. No quería ser visto, ni ser sentido, ni ser recordado, pero quería ver y saber. Todos sabían cosas y estaban deseosos de decirlas, pero había tanto peligro en informarse como en opinar.
Cuando tres personas estaban juntas en una esquina ya se podía suponer de lo que hablaban. Hablaban, llenos de cautela y de temor, de la tiranía. Si alguien se acercaba, callaban, cambiaban de conversación y hasta de tono.
Decía alguno, para que oyera el pasante:
-Y ¿cómo sigue la comadre?
Pero el pasante sabía que no era de eso de lo que estaban hablando. De lo que habían estado hablando un momento antes y de lo que seguirían hablando un momento después. Estaban hablando del tirano. Esta­ban comentando la última prisión.
-Anoche prendieron al general Portañuelo.
Era fácil imaginar lo que había pasado. A la media noche, cuando todo estaba tranquilo y sumido en el sue­ño, se habían oído unos golpes secos en el portón de la casa del general Portañuelo. Una voz soñolienta y alar­mada habría preguntado con angustia, desde el interior: «¿Quién es?» Nadie habría respondido, pero habrían seguido tocando con insistente insolencia. El general Portañuelo habría venido en persona a abrir la puerta. Tres hombres bajos, rechonchos, de grandes sombreros y bigotes caídos lo habrían encañonado con sus revól­veres. «Lo venimos a buscar, General, para una averi­guación.»
Era de eso, y no de la comadre, de lo que estaban hablando, cuando Leporino pasaba junto al grupo. Pero era mejor no oír. Porque después, a la hora de la averi­guación, iban a empezar a preguntar quiénes estaban allí, quiénes se habían acercado, quiénes habían oído y no habían ido a denunciar el hecho a las autoridades.
Pero otras veces era peor. Era un grupo que, a la sombra del árbol de una plaza, dejaba escapar, como un pájaro demasiado visible y codiciado, aquella palabra que golpeaba en los oídos de Leporino como una cam­pana de difuntos. Aquella palabra que era mejor no oír nunca, no haber oído nunca, no saber lo que significa­ba. Pero era eso lo que habían dicho. Habían dicho «conspiración». Leporino apresuraba el paso. La cons­piración era siempre de noche. Había que jurar. Había que responder con la propia vida ante unos desconocidos. Había que ocultar armas. Había que planear el asesinato de alguien. Había que tomar un cuartel. Sonarían tiros. Todo fracasaría entonces y comenzaría la persecución. Las tropas del tirano, la policía del tirano, los espías del tirano, los torturadores del tirano, entrarían en acción. Buscarían y hallarían, en los más inverosími­les escondites, a todos los que habían sabido algo, a todos a los que había oído la palabra y los llevarían a los más sucios y oscuros calabozos de las cárceles más temibles, para sacarles confesión por medio de tortura, para colgarlos por los testículos, para remacharles en los tobillos grillos de cien libras, para arrojarlos, doloridos y febriles, en el suelo húmedo y en la sombra pestilente. Por años y años y años.
En ocasiones era la cara de un conocido, de un viejo amigo, una cara risueña, bonachona hasta un poco tonta. Una cara con una voz que Leporino había visto y oído por muchos años, diciendo las mismas sandeces y banalidades sobre el tiempo, sobre la cosecha de café, sobre la partida de julepe en el club, sobre la querida de Pedro o sobre la esposa de Juan. Pero ahora aquella voz decía de un modo un poco misterioso:
-Hola, Lope, ¿qué se opina?
¿Qué se opina de qué? ¿Qué era opinar? Opinar era decir: «Esto está mal»; «esto no puede seguir así»; «ya esto no se aguanta»; «hay mucho disgusto»; «todo el mundo está hablando»; «se habla de una conspiración»; «aquí va a pasar algo». Y era eso, precisamente, lo que podía oír un espía. Aquel mismo hombre que le hablaba podía ser un espía o podía convertirse en un espía, o se acababa de volver un espía, o se iba a volver un espía. Hasta sin quererlo podía convertirse en un espía. Podía repetir más tarde en una conversación, para darle más fuerza a su noticia: «Lope me dijo». Y alguien podía oír. Y Lope era él: Lope Leporino, hacendado. De qué le valdría entonces alegar: «Yo soy Lope Leporino, us­tedes me conocen, un padre de familia, un hacendado, un hombre serio, no me interesa la política, nunca me he metido en política, le tengo horror, ésa es la palabra, horror a la política. Yo no opino. Nunca he opinado. Eso que dicen que dije es mentira. Yo no he podido de­cir eso. Yo soy amigo de esta situación. Malditos sean todos esos conspiradores. Viva el jefe, que mande cien años, que Dios nos lo conserve hasta el fin de los si­glos».
Entonces se demudaba y le decía al amigo: «Yo no opino. Tú sabes que yo no soy político. Tengo mucho que hacer. Más adelante nos veremos. Adiós».
Y se iba salvado, escapado, tranquilo, pero sólo por un momento. Era como si una jauría lo persiguiera. Todos lo hostigaban para comprometerlo. No estarían tranquilos hasta que les dijera algo suficientemente comprometedor como para llevarlo a la cárcel. De nada valía que dijera:
-Tú sabes que yo no opino.
-Bueno, pero algo debes de pensar.
-Trato de no pensar.
-Pero, en fin, no es posible que estés de acuerdo con este horror.
-¿Con cuál horror?
-Con esto que está pasando. Estos atropellos, es­tas prisiones, estos robos.
Palidecía y se llevaba las manos a los labios:
-Cuidado con lo que dices. Cállate, pueden oírnos. Eso es una gran imprudencia. Además, esto siem­pre ha sido así. Siempre. No hay nada nuevo. Hay que tener mucho cuidado. Mucho cuidado. En boca cerrada no entra mosca. Adiós.
Y volvía a salir huyendo. A veces se hacía el que no veía a los que lo llamaban, el que no oía lo que le decían, el que no comprendía el significado de las palabras.
El interlocutor decía:
-Se está preparando una cosa.
Él no oía.
El interlocutor insistía:
-Se está preparando una cosa, ¿comprende?
Entonces se agarraba de una respuesta estúpida:
-Me han hablado de ese negocio, es el de la harina, ¿verdad?, no me interesa.
-No, no es eso, le estoy hablando del hombre.
-Ah, del hombre.
-Está caído.
-¿Qué hombre?
Sentía que lo miraban con desprecio. No se atrevía a decir una palabra, no se atrevía a oír. Y sin embargo, hubiera querido decir muchas cosas, Estaba lleno, esta­ba ahíto, como un cuero lleno de agua, como una odre que no podía aguantar una sola gota más de aquel líquido denso e hirviente que le bullía por dentro.
-Usted nunca dice nada, Leporino.
Eso era lo bueno. Que todos estuvieran de acuerdo en que él nunca decía nada. Pero eso también era lo malo. Porque pensaban que no decía, pero pensaba. Qué cosas pensarían ellos que él pensaba. Qué cosas pensa­rían sus amigos que él pensaba. Y qué cosas pensarían los espías que él pensaba. Pensarían que disimulaba. Pen­sarían que estaba conspirando. Que tenía armas escon­didas. Que estaba en contacto con los revolucionarios. Que formaba parte de un complot para asesinar al tira­no. Venía a resultar peor lo que ellos pudieran pensar de su silencio que todo lo que él pudiera decir.
Porque lo que él pudiera decir no hubiera pasado de esto, que era lo que los más decían:
-Esto está muy mal. Esto no puede seguir así: no se aguanta más. Hay que tumbar a este hombre.
Pero por eso mismo, acaso por haber sabido un es­pía que alguien había dicho menos que eso, había gente que se pudría en la cárcel desde hace años y años. Inco­municados, con grillos, sin médicos, sin ropas, tendidos sobre una tabla en el suelo.
Don Lope Leporino se iba llenando de aquellas palabras que recibía y que no dejaba salir. Palabras in­fladas, palabras fermentadas, palabras gaseosas y ex­pansivas, que se movían y desplazaban dentro de él sofocándolo, oprimiéndolo, repletándolo. Se le agita­ban por dentro como gases locos.
Si pudiera gritar en una esquina: «Muera el tirano». Si pudiera siquiera confiarse a alguien y decirle con una profunda sensación de desahogo: «Tenemos que tum­bar a este hombre». Pero no podía decirlo. Estaban las orejas de los espías en todas partes. Estaban los esbi­rros, los soplones, los correveidiles, los confidentes, los habladores, los bocafloja, los indiscretos, los averigua­dores, los espías de todas clases.
Tenía que tragarse aquello, tenía que aguantarlo adentro, como se aguanta con angustia hasta el último momento inaguantable la náusea y el impulso del vó­mito. La mano en la boca, el paso apresurado, los ojos sin ver. La palabra más inocente podía de pronto esta­llar como un petardo llena de las más inesperadas signi­ficaciones y revelaciones. Un simple saludo, un gesto rutinario podía ser interpretado de una manera espan­tosa. Decir «¿qué hay?» a alguien, en un momento dado, podía ser interpretado como el equivalente o la clave de una frase tan terrible como la siguiente: «¿Cuá­les son las últimas instrucciones sobre el complot que está en marcha para asesinar al tirano?»
No era posible dejar salir una palabra, soltar una frase. No había voz insignificante, ni gesto inocente.
Estaba lleno como una bomba, inflado como un pelle­jo, colmado como un costal. Las palabras no dichas, los impulsos frenados, los gestos contenidos, las violencias aplastadas, las ganas reprimidas le zumbaban en los oídos y lo aturdían. Debía de parecer un enfermo, o un beodo, o un loco.
Lo mejor era regresar pronto a la casa. Apresuraba el paso, ponía la mirada en el suelo y como un sonám­bulo se encaminaba hacia su habitación.
Pero había una voz que lo saludaba. No hubiera querido contestar. Lo volvían a saludar. Alzó la vista. No podía creerlo. Era lo peor. Era el jefe de los espías.
Todo el mundo decía que era el jefe de los espías.
-¿Qué hay de nuevo, don Lope?
Tenía una nariz larga, ancha y caída. Una quijada huesuda, temblorosa y algo colgante. Unos dientes amarillos y cuadrados. Por debajo del sombrero le salía un áspero pelo entrecano que se le prolongaba por el cuello y por la cara, como si fueran cerdas rucias. Estaba recostado de una esquina y lo acompañaban otros dos hombres de mal aspecto. Estaba vestido con un traje arrugado y sucio. El revólver le hacía un gran bulto en la cintura. El traje era de un marrón aguado y turbio. Las orejas eran grandes y peludas.
-¿Qué hay de nuevo?
¿Qué quería decir eso? ¿Por qué le preguntaban eso a él? Si apenas lo conocía. Lo conocía de fama. De la horrible fama. No sabía siquiera si nombrarlo por su nombre. Tenía temor de que aquel nombre, por el que lo llamaban, sonara a nombre puesto por los enemigos. Al­gunos le decía Coronel. Pero podía pensar que era burla.
-¿De nuevo?
¿Qué era lo de nuevo? Lo de nuevo era lo que no se podía decir. Lo que el espía sabía que él sabía. Lo que le iba a averiguar para llevárselo.
-¿De nuevo? Nada. ¿Qué va a haber de nuevo? Había dicho demasiado. Era evidente que había dicho que lo que podía desearse de nuevo no podía llegar a ser porque lo impedían los espías, porque lo destruían los esbirros, porque lo extinguía el tirano. Era eso lo que se le había escapado.
-Adiós. Adiós.
Dijo. No «hasta la vista». Nunca «hasta la vista». Había que desaparecer pronto. Casi trotando penetró en su casa.
En el corredor estaban los dos hijos. Él iba a hablar pero ellos discutían con voces alzadas.
-No sabes.
-Sí sé.
-No sabes. Vuelve a repetirlo para que veas.
-El que no sabe eres tú. Oye: es una república federal, electiva,...
-¿Qué más? Veo que no sabes.
-Este..., este...
-Representativa, animal. ¿Lo oyes? Una república representativa. Lo dijo el «profe».
-¿Qué es eso? -gritó interrumpiéndolos.
Estaba indignado. ¿Quién era el imbécil que ponía a sus niños en el riesgo de decir esas cosas?
-¿Qué es eso?
Los niños, atemorizados, apenas se atrevieron a decir:
-Es la lección de cívica. Es la Constitución, papá.
-¿Qué Constitución? ¿Quién ha visto semejante disparate? Nada de eso; no hablar más nada de eso. Imprudentes. ¿Quién es ese profesor? Algún bachillercito loco. O algún espía. Algún provocador. «República representativa». Así, inocentemente, para ver qué dicen los muchachos, qué comentan, qué repiten de lo que oyen en su casa.
Su mujer venía del comedor.
-Debes ocuparte más de tus hijos. Les estás haciendo hacer cosas peligrosas.
-¿Pero qué pasa? ¿Por qué estás así?
-Porque soy el único que se da cuenta del peligro en el que estamos. Tú no te das cuenta. Tú nunca te has dado cuenta de nada.
La mujer se puso a llorar con grandes sollozos.
-Qué malo eres. Hacerme esto a mí, y hoy que te tenía la sorpresa de una nueva cocinera.
Don Lope saltó:
-Una nueva cocinera. Una nueva persona en la casa. Una desconocida para oír y para fisgonear y para averiguar todo y para enterarse de todo. Qué disparate. Ya habrá oído esto; esta tarde lo habrá reportado. A ca­llar, a callarse todos, a no decir una palabra más.
Sentía que ya no le podía caber nada más dentro. Que ya no tenía espacio para contener todo aquello que tenía que salirle fuera. Que iba a estallar. Los niños lo miraban asustados. La mujer lloriqueaba.
Antes de meterse en su cuarto gritó:
-Me voy ahora mismo para la hacienda. Tengo que irme ya. Que me preparen mis cosas.

Apenas llegó a la hacienda mandó a ensillar la mula y salió. Tenía más prisa que nunca y el animal parecía ir con una lentitud extraordinaria. Se atrevió a talonearla. El animal levantó la oreja gacha pero no apresuró el paso.
-No sé qué pasa hoy.
Mientras avanzaba por la vereda, cuesta arriba, en­tre las arboledas y los rastrojos, se volvía a cada instan­te y lanzaba miradas avizoras para cerciorarse de que nadie lo seguía ni andaba cerca.
Al fin llegó a la loma, se apeó de la mula, cogió la oreja gacha y se puso en disposición de hablar. Tenía tanto que decir que no hallaba cómo empezar. Se le atropellaban las noticias, los comentarios, las informaciones confidenciales, las revelaciones secretas. Los últimos nombres revelados de espías, el dato más reciente del complot, los tres presos de ayer, el más fresco papelito salido de la cárcel con la mención de los torturados del mismo día. Y además la indignación que lo ahogaba, la violencia contenida que lo oprimía, la pasión de decir a pleno pulmón todo aquel resentimiento que le dolía por dentro.
Lo que logró decir no eran casi palabras, sino como un ronquido, como un resoplo, como un jadeo, como un estertor.
-Abajo el tirano. Muera el tirano. Abajo el tirano. Muera el tirano. Abajo el tirano. Muera el tirano. Aba­jo el tirano. Muera el tirano.
Era un ritmo de fuelle, un resonar de sierra, un eco de campana, un golpe de pilón.
En el ojo de la mula se veía con la cabeza muy gran­de, el cuerpo muy pequeño, la boca redonda y oscura como un ojo de mula.
-Abajo el tirano. Muera el tirano.
Se iba aliviando. Pero la mula tenía las orejas grandes, y el pelo cano y rugoso le bajaba por el cuello hasta la quijada colgante y temblorosa. Le asomaban los gruesos dientes amarillos como si fuera a hablar. Y la piel arrugada, cana, floja y sucia parecía el turbio paño de un viejo traje. Era como una persona. Era como si una persona estuviera escondida dentro de la mula. Disfrazada o convertida en mula. El pelo cano, las orejas peludas y largas, la quijada. Recordaba a alguien. Recordaba a alguien de quien él no quería acordarse.
Saltó sobre la silla y, taloneando desesperadamente, al animal emprendió el regreso. Iba casi corriendo. Oía el ronquido de la mula cansada en el galope. Las gran­des orejas bailaban inertes y las ramas de los árboles le golpeaban en la cara, casi sin que él hiciera ningún ges­to para protegerse.
Cuando llegó al patio de la hacienda los cuatro hombres estaban allí esperándolo, con unos viejos sa­bles corvos, colgando de una banda de seda sucia tejida que les atravesaba el pecho. El jefe de los espías y sus tres compañeros.
-¿Qué se les ofrece? -se le ocurrió decir apenas puso pie a tierra.
No había duda de que se parecía a la mula. Estaba perdido. Ya no habría quién lo salvara.
-Venimos a buscarlo para una averiguación, don Lope.
Hablaba.
-Para una averiguación, ¿a mí?
-Sí, a usted.
-Para averiguar ¿qué?
-Yo no sé. Yo cumplo órdenes. Ya le dirán. Nos tenemos que ir ya.
Ya sabía lo que podía esperarlo. Nada tendrían que preguntarle. Lo llevarían directamente a la cárcel. Lo despojarían de las ropas. Lo echarían dentro del calabo­zo. Todo lo sabían ya.
Bajó la cabeza y se acercó a los hombres como ren­dido, como exhausto. Pero antes, con sobresalto, volvió la cabeza. La mula ya no estaba en el patio. Los hom­bres tuvieron que sostenerlo como se sostiene a alguien que va a caer.
Arturo Uslar Pietri