El otro afuera
Llueve y las
calles están vacías. Como de costumbre, miro por la ventana.
El parque solitario, los árboles rendidos bajo el peso del agua, los
senderos de gravilla inundados. No creo que usted hoy venga a caminar. Claro
que me encantaría verla con unas botas altas y un paraguas amarillo. Y que el
agua se deslizara por los botones de su abrigo; un poco, no mucho. Nunca he
visto su pelo mojado. No sabe cómo me gustaría secarlo. Después podría besar
sus mejillas, besarla entera...
con fuerza.
No, no
vendrá. Quizás mañana, si es que no llueve. Pero falta tanto y necesito verla,
¿me entiende? Alegra mis días, me hace soñar... si no aparece, tendré pesadillas,
me revolcaré en la cama, no podré salir de esa asfixia, de la oscuridad
total...
Sigo aquí, no
me he movido. Hace un rato caminé hacia la cocina a prepararme un té. Lo bebí
de un sólo trago, soportando el dolor. Quizás lo hice, pero no tengo memoria de
un hecho tan definitivo; para mí es más simple decir que siempre he estado
aquí donde estoy ahora, mirando por el ventanal, esperándola.
Ya sé que el
parque es un espacio verde, amplio, un oasis dentro de la ciudad, donde juegan
niños y hay globos, algunas veces músicos solitarios, uno que otro vagabundo,
un jardinero municipal. Estoy tan acostumbrado a esta certeza que ya no
significa nada. Sólo usted logra que mi inquietud se convierta en algo físico.
Cómo explicarle que no es sólo el temblor de las manos o el corazón latiendo a
prisa, los ojos repletos de lágrimas, y esa sonrisa dibujada al instante de
verla, que prolongo hasta que usted desaparece. No. Es mi cuerpo entero que
sucumbe a la fascinación de la alerta, es la sensación de que estoy demasiado
vivo y que por mis venas no es mi sangre la que corre, sino la suya. ¿Podría
entender que cada paso que da es mío, que soy yo el que pasea por el parque,
con la ayuda de sus piernas?
Todo
cambiaría si usted se detuviera y observara que en el ventanal del tercer piso
del edificio antiguo, el que está en reparaciones, hay una silueta mirando en
dirección al parque. Podría llegar a quererme, ¿no es cierto? No hablo de
amor, sólo de un poco de cariño. Usted parece ser una mujer tímida, a pesar de
su caminar decidido. ¿Dejaría que le tomara la mano mientras caminamos amparados
por las grandes paulonias?, ¿dejaría que la abrazara, que la tocara delante de
todos?
Anochece. Los
faroles del parque se prenden, pero su luz se atenúa con la lluvia. Apago la
lámpara, a oscuras veo mejor hacia afuera. Respiro hondo. Usted debería estar
de vuelta. ¿Habrá pasado a comprar? A veces lo hace y vuelve cargando una
bolsa. Por la inclinación de su hombro determino que no es pesada. Nunca es
pesada. La lleva con cierto fastidio, con el tedio de tener que comprar para
después comer sola, mirando las noticias de la televisión. ¿Es así? Imagínese
conmigo, por un segundo imagíneme a su lado. Es cierto que no soy un hombre
buen mozo, pero soy bueno. Sí. Con usted sería otro. Sus noches no serían
largas, su televisión no quedaría encendida, chirriando rayas. Y no se
encontraría más con esa leche agria en el refrigerador. No, no tropezaría con
los muebles, ebria de penas antiguas, balbuceando canciones de amor, con la
bata de levantarse a medio abrir. No daría esos pasos de baile ni se abrazaría
a sí misma como si otro la abrazara. No caería al suelo, golpeándose los
pechos, gritando, llorando hasta quedarse dormida en el suelo helado de su
pequeño departamento. No, yo estaría junto a usted velando sus sueños,
susurrándole una historia donde un hombre echa de menos la voz de una mujer que
no conoce, que nunca ha oído cómo canta melodías mientras se trenza el pelo,
que no ha oído la entonación de sus palabras a medianoche, cuando se levanta
de la cama y da vueltas y vueltas por su pequeño departamento, sin saber qué
hacer.
Ese hombre
echa de menos su voz y su piel, algunas veces áspera, no por despreocupación
sino por parecerse a la arena de una playa que ella visitó cuando joven.
Él la amará
de la misma forma que su madre lo amó, con esa dedicación incondicional, feo
como el diablo, pero un pan de dios, así siempre le dijo, mientras lo vestía
de princesa gitana o de españolita con peineta y velo. Así la amará...
Antes de que
a ella le lastimen la carne y le cieguen la mirada, el otro esperará en ese
escaño. La esperará ahí hasta que pase; cuando ya le dé la espalda, se levantará
para seguirla y oler la caminata de su perfume, podrá sentir el crujido de sus
zapatos pisando las hojas secas, extasiarse de su belleza. Y cuando ella gire
para saber quién la sigue sólo verá una sombra o una brisa, algo que no
alcanzará a inquietarla...
Perdóneme, me
excedí. La soledad me lleva a pensar cosas que no existen. Su vida debe ser
tranquila, sin sobresaltos. Perdóneme. Soy yo el que cae al suelo y llora.
Ahora golpeo el ventanal y sé que es inútil. Quiérame, se lo ruego.
Al fin usted.
No puedo evitarlo: me emociono. Quisiera detener su imagen, pero todo es fugaz.
Usa un abrigo negro o café oscuro, una chalina de colores que entibia su
cuello. Camina de prisa, seguramente quiere llegar luego. Hace frío y sus manos
deben estar heladas. Se detiene, mira hacia atrás. Apura el paso. Es incómodo
caminar rápido con el paraguas, la bolsa de compras y la cartera que cuelga de
su brazo. Una pareja pasa cerca suyo, pero se aleja para cruzar la avenida. De
pronto, una silueta. Un hombre oscuro se detiene frente a sus ojos. ¡Huya! Él
la agarra del brazo, tratando de quitarle la cartera. No, no se resista. Usted
retrocede, él se acerca y recién puedo ver la navaja que tiene en su mano.
Recién mi mirada se detiene en su cara mientras él la ataca con furia,
asestándole la navaja en el cuello.
Oigo su grito
y puedo ver que usted está en el suelo, silenciosa, los ojos abiertos,
desamparada. No puedo mover ni un sólo músculo para ayudarla. Me tapo la cara
con las manos, siento el agotamiento de los que corren y corren sin saber dónde ir, esquivando tarros
de basura, gente, mucha gente que se extraña ante la imprudencia del empujón,
del rápido golpe en la espalda. Duelen las articulaciones, la garganta está
seca y el sudor moja mi cara. Me detengo. Estoy solo en una callejuela,
acezando. y usted está lejos, rodeada de curiosos y de policías. Usted es un
cuerpo cubierto con papel de diario. Pronto vendrá la ambulancia para sacarla de
esa postura indigna en que ha quedado.
Mi miedo está
aquí conmigo, firme, real. No sé dónde estoy ni quiero saberlo. Y no puedo
moverme, siento el frío de la pared apoderándose de mi espalda. La oscuridad
repleta mi vista, busco fósforos en los bolsillos, pero encuentro algo
afilado, húmedo. Retiro la mano de inmediato y corro nuevamente, corro con su
imagen incrustada en la piel.
La velocidad
se hace más intensa a medida que grito la desesperación de no conocer su
nombre.