El otro
duelo
Hace ya tantos años que Carlos Reyles, hijo del
novelista, me refirió la historia en Adrogué, en un atardecer de verano. En mi
recuerdo se confunden ahora la larga crónica de un odio y su trágico fin con el
olor medicinal de los eucaliptos y la voz de los pájaros.
Hablamos, como siempre, de la entreverada historia de
las dos patrias. Me dijo que sin duda yo tenía mentas de Juan Patricio Nolan,
que había ganado fama de valiente, de bromista y de pícaro. Le contesté,
mintiendo, que sí. Nolan había muerto hacia el noventa, pero la gente seguía
pensando en él como en un amigo. Tuvo también sus detractores, que nunca
faltan. Me contó una de sus muchas diabluras. El hecho había ocurrido poco
antes de la batalla de Manantiales; los protagonistas eran dos gauchos de Cerro
Largo, Manuel Cardoso y Carmen Silveira.
¿Cómo y por qué se gestó su odio? ¿Cómo recuperar,
al cabo de un siglo, la oscura historia de dos hombres, sin otra fama que la
que les dio su duelo final? Un capataz del padre de Reyles, que se llamaba
Laderecha y «que tenía un bigote de tigre», había recibido por tradición oral
ciertos pormenores que ahora traslado sin mayor fe, ya que el olvido y la
memoria son inventivos.
Manuel Cardoso y Carmen Silveira tenían sus campitos
linderos. Como el de otras pasiones, el origen de un odio siempre es oscuro,
pero se habla de una porfía por animales sin marcar o de una carrera a
costilla, en la que Silveira, que era más fuerte, había echado a pechazos de la
cancha al parejero de Cardoso. Meses después ocurría, en el comercio del lugar,
una larga trucada mano a mano, de quince y quince; Silveira felicitaba a su
contrario casi por cada baza, pero lo dejó al fin sin un cobre. Cuando guardó
la plata en el tirador agradeció a Cardoso la lección que le había dado. Fue
entonces, creo, que estuvieron a punto de irse a las manos. La partida había
sido muy reñida; los concurrentes, que eran muchos, los desapartaron. En esas
asperezas y en aquel tiempo, el
hombre se encontraba con el hombre y el acero con el acero; un rasgo singular
de la historia es que Manuel Cardoso y Carmen Silveira se habrán cruzado en
las cuchillas más de una vez, en el atardecer y en el alba, y que no se
batieron hasta el fin. Quizá sus pobres vidas rudimentarias no poseían otro
bien que su odio y por eso lo fueron acumulando. Sin sospecharlo, cada uno de
los dos se convirtió en esclavo del otro.
Ya no sé si los hechos que narraré son efectos o
causas. Cardoso, menos por amor que por hacer algo, se prendó de una muchacha
vecina, la Serviliana; bastó que se enterara Silveira para que la festejara a
su modo y se la llevara a su rancho. Al cabo de unos meses la echó porque ya
lo estorbaba. La mujer, despechada, quiso buscar amparo en lo de Cardoso; éste
pasó una noche con ella y la despidió al mediodía. No quería las sobras del
otro.
Fue por aquellos años que sucedió, antes o después de
la Serviliana, el incidente del ovejero. Silveira le tenía mucho apego y le
había puesto Treinta y Tres como nombre. Lo hallaron muerto en una
zanja; Silveira no dejó de maliciar quién se lo había envenenado.
Hacia el invierno del
70, la revolución de Aparicio los encontró en la misma pulpería de la trucada.
A la cabeza de un piquete de montoneros, un brasilero amulatado arengó a los
presentes, les dijo que la patria los precisaba, que la opresión gubernista era
intolerable, les repartió divisas blancas y, al cabo de ese exordio que no
entendieron, arreó con todos. No les fue permitido despedirse de sus
familias. Manuel Cardoso y Carmen Silveira aceptaron su suerte; la vida del
soldado no era más dura que la vida del gaucho. Dormir a la intemperie, sobre
el recado, era algo a lo que ya estaban hechos; matar hombres no le costaba
mucho a la mano que tenía el hábito de matar animales. La falta de imaginación
los libró del miedo y de la lástima, aunque el primero los tocó alguna vez, al
iniciar las cargas. El temblor de los estribos y de las armas es una de las
cosas que siempre se oyen al entrar en acción la caballería. El hombre que no
ha sido herido al principio ya se cree invulnerable. No extrañaron sus pagos.
El concepto de patria les era ajeno; a pesar de las divisas de los chambergos,
un partido les daba lo mismo que otro. Aprendieron lo que se puede hacer con la
lanza. En el curso de marchas y contramarchas, acabaron por sentir que ser
compañeros les permitía seguir siendo rivales. Pelearon hombro a hombro y no
cambiaron, que sepamos, una sola palabra.
En el otoño del 71, que
fue pesado, les llegaría el fin.
El combate, que no duraría una hora, ocurrió en un
lugar cuyo nombre nunca supieron. Los nombres los ponen después los
historiadores. La víspera, Cardoso se metió gateando en la carpa del jefe y le
pidió en voz baja que si al día
siguiente ganaban, le reservara algún colorado porque él no había degollado a
nadie hasta entonces y quería saber cómo era. El superior le prometió que si
se conducía como un hombre, le haría ese favor.
Los blancos eran más, pero los otros disponían de
mejor armamento y los diezmaron desde lo alto de un cerro. Al cabo de dos
cargas inútiles que no llegaron a la cumbre, el jefe, herido de gravedad, se
rindió. Ahí mismo, a su pedido, lo despenaron.
Los hombres depusieron las armas. El capitán Juan
Patricio Nolan, que comandaba a los colorados, ordenó con suma prolijidad la
consabida ejecución de los prisioneros. Era de Cerro Largo y no desconocía el
rencor antiguo de Silveira y Cardoso. Los mandó buscar y les dijo:
-Ya sé que ustedes dos no se pueden ver y que se
andan buscando desde hace rato. Les tengo una buena noticia; antes que se entre
el sol van a poder mostrar cuál es el más toro. Los voy a hacer degollar de
parado y después correrán una carrera. Ya sabe Dios quién ganará.
El soldado que los había traído se los llevó.
La noticia no tardó en
cundir por todo el campamento. Nolan había resuelto que la carrera coronaría la
función de esa tarde, pero los prisioneros le mandaron un delegado para decirle
que ellos también querían ser testigos y apostar a uno de los dos. Nolan, que
era hombre razonable, se dejó convencer; se cruzaron apuestas de dinero, de
prendas de montar, de armas blancas y de caballos, que serían entregados a su
tiempo a las viudas y deudos. El calor era inusitado; para que nadie se quedara
sin siesta, demoraron las cosas hasta las cuatro. (Les dio trabajo recordar a
Silveira.) Nolan, a la manera criolla, los tuvo esperando una hora. Estaría comentando la victoria con
otros oficiales; el asistente iba y venía con la caldera.
A cada lado del camino de tierra, contra las carpas,
aguardaban las filas de prisioneros, sentados en el suelo, con las manos
atadas a la espalda, para no dar trabajo. Uno que otro se desahogaba en malas
palabras, uno dijo el principio del Padrenuestro, casi todos estaban como
aturdidos. Naturalmente, no podían fumar. Ya no les importaba la carrera, pero
todos miraban.
-A mí también me van a agarrar de las mechas -dijo
uno, envidioso.
-Sí, pero en el montón -reparó un vecino.
-Como a vos -el otro le retrucó.
Con el sable, un sargento marcó una raya a lo ancho
del camino. A Silveira y a Cardoso les habían desatado las muñecas, para que
no corrieran trabados. Un espacio de más de cinco varas quedaba entre los dos.
Pusieron los pies en la raya; algunos jefes les pidieron que no les fueran a
fallar, porque les tenían fe y las sumas que habían apostado eran de mucho
monto.
A Silveira le tocó en suerte el Pardo Nolan, cuyos
abuelos habían sido sin duda esclavos de la familia del capitán y llevaban su
nombre; a Cardoso, el degollador regular, un correntino entrado en años, que
para serenar a los condenados solía decirles, con una palmadita en el hombro:
«Ánimo, amigo; más sufren las mujeres cuando paren».
Tendido el torso hacia
adelante, los dos hombres ansiosos no se miraron.
Nolan dio la señal.
Al Pardo, envanecido por su actuación, se le fue la
mano y abrió una sajadura vistosa que iba de oreja a oreja; al correntino le
bastó con un tajo angosto. De las gargantas brotó el chorro de sangre; los hombres dieron unos pasos
y cayeron de bruces. Cardoso, en la caída, estiró los brazos. Había ganado y
tal vez no lo supo nunca.
Jorge Luís Borges