Bálsamo de Judea
En
enero, hacia la mitad de la primera semana, Ned Jones recibió una carta de la
oficina de Bangor de su corredor de seguros contra incendios. La carta decía
que la compañía dejaba -con fecha a partir del 1 de enero- de permitir
descuentos sobre las primas que cubrían granjas y establos que estuvieran
equipadas con pararrayos. Por lo tanto, decía la carta, el coste de proteger
tales edificios subiría de veinte con cincuenta a veintidós con cincuenta.
No
obstante, la carta proseguía, si los pararrayos ya estaban instalados en los
edificios, un experto en pararrayos lo visitaría e inspeccionaría los
terminales, los cables de tierra, clavitos, etc. Y si el experto los encontrara
en excelentes condiciones, el descuento se volvería a aplicar. La carta
concluía que los cargos por el tiempo del inspector subirían a tres dólares.
-¡Rayos
y truenos! -dijo Ned cuando terminó de leer la carta por tercera vez -. ¡Rayos
y truenos!
No
tardó demasiado en comprender que se ahorraría un dólar si no hacía que viniera
un inspector a ver los pararrayos, pero aun así vio que le costaría dos
dólares más al año mantener sus edificios cubiertos por la póliza.
-¡Rayos
y truenos! -dijo.
Su
esposa, Betty, estuvo callada durante todo el asunto. Cuando surgía algo que
amenazaba con costar más dinero, ella siempre se quedaba paralizada.
La
prima no se tenía que pagar hasta el 1 de febrero, pero una semana antes Ned se
preparó para hacer un viaje a Bangor y visitar a su agente.
Él
y su esposa salieron hacia Bangor después del desayuno en su viejo coche. Condujeron
por la carretera de asfalto manteniéndose lo más a la derecha posible. La ley
decía que un propietario de un vehículo no tenía por qué llevar seguro de
responsabilidad y contra daños a la propiedad siempre y cuando no tuviera ningún
percance. Ned estaba empeñado en no tener ese primer accidente en la carretera
que lo obligara a pagar una prima por el derecho a conducir su coche. En cualquier
caso, se trataba de un coche viejo, de unos doce años, y no tenía intención de
comprarse otro hasta que este estuviera muy usado.
Llegaron
a Bangor antes de las diez de la mañana y después de encontrar un sitio donde
aparcar y dejar el automóvil, Ned y su esposa se fueron directamente a la
oficina del agente.
Se
sentaron en un banco en el vestíbulo y esperaron varios minutos. Luego una
muchacha los acompañó a ver al señor Harmsworth.
-Respecto
al seguro que cubre mi granja en Gaylord -dijo Ned moviendo negativamente la
cabeza y el dedo.
-Observo
que está disgustado por la nueva cláusula de los pararrayos que entró en vigor
el 1 de enero -dijo el señor Harmsworth sonriendo a Ned y a su esposa-. Verá,
señor y señora Jones, las oficinas centrales de la compañía en New Hampshire
son la que reescriben los contratos y nosotros, los agentes, no tenemos nada
que ver con los términos que dicta la compañía.
-¿Y
qué sabe la gente de New Hampshire sobre pararrayos? -dijo Ned-. Déjeme decirle
algo. Una vez conocí a un hombre en New Hampshire que...
-No
cambiemos de tema, señor y señora Jones -dijo el señor Harmsworth-. Al fin y al
cabo mis padres nacieron los dos en New Hampshire y estoy seguro de que ustedes
también tienen algún familiar en New Hampshire.
Sonrió
a la señora Jones, mostrándole con todas sus fuerzas lo que sabía que era una
sonrisa radiante. Betty se negó a ser desarmada. Estaba paralizada por dentro y
tenía la intención de permanecer así mientras la compañía de seguros se negara
a hacer un ajuste que no les costara un solo penique adicional.
-He
vivido aquí en el estado de Maine toda mi vida -dijo Ned-, y tengo más de
sesenta años. Los pararrayos son lo único en el mundo que evita que un rayo
vaya a dar a una casa o establo y lo incendie. Durante toda mi vida he visto
los rayos dar contra una aguja y bajar el cable a tierra sin tan solo ahumar un
tejado o los tablones. Si no fuera por los pararrayos...
-¿Están
seguros que los relámpagos bajan por el pararrayos, señor y señora Jones?
-dijo el señor Harmsworth-. Tenía la impresión de que subían por ellos, o que
hacían contacto con la punta. No obstante...
-Un
rayo es un rayo, tanto si sube como si baja, o va de lado si es lo que le apetece
-dijo Ned levantándose.
-Veo
que usted sabe más que yo de estas cosas -dijo riendo el señor Harmsworth.
Luego sonrió a la señora Jones-. Yo crecí aquí, en la ciudad, y nunca he
tenido la oportunidad de observar el comportamiento de los rayos cuando entran
en contacto con un edificio equipado con pararrayos. Pero es lo mismo, no hay
nada que usted o yo podamos hacer sobre esta cláusula, porque las oficinas centrales
reescribieron el contrato y nos enviaron los formularios impresos. Yo soy
meramente su representante. Obedezco sus órdenes, pero no tengo autoridad para
alterar una cláusula de contrato.
Ned
miró a su esposa y ella movió negativamente la cabeza. Era todo lo que quería
saber. Ninguna compañía de seguros de New Hampshire, dirigida por gente de New
Hampshire, iba a decirle a él si los pararrayos eran una protección o no.
Volvió a mirar a su esposa y sacudió la cabeza. Betty, sintiéndose más
paralizada por dentro, apretó la boca y asintió a su esposo.
El
señor Harmsworth empezó a ordenar unos papeles de encima de su mesa y sacó uno
muy arrugado que colocó delante de Ned.
-Esta es la factura por su cobertura contra incendios -dijo mirando rápidamente
a Ned, pero evitando mirar a la señora Jones.
Ned
lo empujó de vuelta al agente.
-Sobre
el bálsamo de Judea... -dijo Ned adelantándose en su silla.
-¿Qué
bálsamo de Judea? -dijo el señor Harmsworth sorprendido-. ¿Qué es eso?
Ned
miró a su esposa y ella asintió. Era la señal que necesitaba. Acercó la silla
al escritorio.
-Mi
bálsamo de Judea -dijo-. Tengo uno en el patio, a catorce pies de la pared
oeste de la casa y a veintidós pies de la pared este del establo.
-¿Qué
es el bálsamo de Judea? -preguntó el señor Harmsworth, todavía sorprendido-.
¿No es algo de la Biblia? ¿Cómo tiene usted algo que sale en la Biblia?
Ned
y Betty se miraron, pero ninguno hizo un solo movimiento con la cabeza.
-El
bálsamo de Judea es un árbol -dijo Ned-. Mi bálsamo de Judea lo plantó mi padre
hace setenta y siete años y está en mi patio.
-¿Y qué le
pasa? -preguntó el señor Harmsworth con los ojos desorbitados.
-Es un
pararrayos -dijo Ned-. Es el mejor pararrayos de la tierra. Después de que un
bálsamo de Judea...
-¿Quiere
que le apliquemos un descuento porque tiene un árbol…? -empezó a hablar el
señor Harmsworth adelantándose en la silla.
…cumple
cincuenta años se convierte en un pararrayos -prosiguió Ned obstinadamente-. Un
relámpago no cae sobre ninguna otra cosa en un área de cincuenta yardas. Un
relámpago siempre da en el bálsamo de Judea.
-No
sé lo que pretende exactamente... -dijo el señor Harmsworth -, pero no
esperará que le hagamos un descuento en su póliza contra incendios por tener un
árbol así.
-No
sé por qué no -dijo Ned-. ¿Por qué no iba a obtener un descuento si tengo un
bálsamo de Judea casi en medio de los dos edificios y el más alejado está a
veintidós pies? Un árbol así ofrece dos o tres veces mayor protección que los
pararrayos encima de los edificios. Protege los edificios de los relámpagos.
Imagino que se me deben cinco o seis dólares en descuentos por tener el árbol
donde está.
El
señor Harmsworth se rascó la cabeza y miró rápidamente a la señora Jones. Tuvo
tiempo de ver que su boca se había tensado hasta formar una línea prieta que
cruzaba su cara. No la volvió a mirar.
-Si
insiste -dijo-, lo hablaré con las oficinas centrales de New Hampshire. No
podré hacer nada hasta que sepa algo de ellos. Pero no creo que permitan que
nadie obtenga un descuento en su póliza contra incendios por tener un bálsamo
de Judea.
-Si
no fueran de New Hampshire -dijo Ned-, sabrían la protección que da un árbol
así.
-Le
escribiré una carta y le haré saber la opinión de las oficinas centrales tan
pronto como obtenga su respuesta -dijo, levantándose.
Ned
y Betty se pusieron de pie y salieron al vestíbulo. El señor Harmsworth los
siguió e intentó darle la mano a al menos uno de ellos. Betty mantenía las
suyas firmemente cogidas en su cintura. Ned se adelantó al agente para salir a
la calle.
-Joven ignorante -dijo Ned-. Asociado con gente
de New Hampshire.
Betty
asintió con la cabeza.
Compraron
algunas cosas en un almacén y luego subieron a su coche y regresaron a casa.
Ninguno de los dos mencionó la póliza durante el resto del día.
El
fin de semana y los primeros días de la siguiente, tanto Ned como su esposa
miraron el buzón a la espera de la carta del agente de Bangor. La carta llegó
al tercer día.
Antes
de abrirla procedieron a entrar en la cocina y sentarse en las sillas que había
junto a la ventana. Ned sacó las gafas y limpió con cuidado las lentes. Betty
se acercó su pañuelo a la nariz y luego lo guardó. Ned leyó en voz alta.
Apreciado
señor Jones,
he
hablado del asunto del bálsamo de Judea de su patio con las oficinas centrales
de New Hampshire y por la presente le comunico su decisión. Parece ser que la
compañía pensó que se trataba de un chiste porque, en sus propias palabras, querían
saber si su bálsamo de Judea era capaz de «atrapar ratones, hacer de
espantapájaros, curar cólicos». En su carta indicaban enfáticamente que bajo
ninguna circunstancia se permitirían descuentos en las primas contra incendios
por poseer un bálsamo de Judea...
La
carta no terminaba ahí, pero Ned no continuó leyendo. Le entregó la carta a su
esposa y ella la dejó sobre la mesa. Apretó la boca hasta formar una línea
recta muy prieta que le atravesaba la cara.
-Nunca
he perdido tiempo con la gente de New Hampshire -dijo Ned quitándose las
gafas, cogiendo el sombrero y levantándose.
Su
esposa no dijo nada cuando le vio salir de la cocina en dirección al patio.
Cuando
lo vio salir con el hacha y la sierra de la leñera, se puso la chaqueta y salió
a ayudarlo.
Ned
hizo primero una muesca en el árbol para poder tirarlo en la dirección deseada.
Cuando la tuvo hecha, cogió un extremo de la sierra y Betty cogió el otro.
Empezaron a serrar en silencio. Sus caras brillaban, pero con los rasgos
tirantes. Los dos esperaban que las tormentas eléctricas llegaran a principio
de primavera y en silencio rogaban que un rayo cayera en la casa y la
convirtiera en un montón de ceniza.
Erskine Caldwell