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miércoles, 30 de diciembre de 2015

La Mediathèque








Bálsamo de Judea 

En enero, hacia la mitad de la primera semana, Ned Jones recibió una carta de la oficina de Bangor de su corredor de seguros contra incendios. La carta decía que la compañía dejaba -con fecha a partir del 1 de enero- de permitir descuentos sobre las primas que cubrían granjas y establos que estuvieran equipadas con pararrayos. Por lo tanto, de­cía la carta, el coste de proteger tales edificios subiría de veinte con cincuenta a veintidós con cincuenta.
No obstante, la carta proseguía, si los pararrayos ya es­taban instalados en los edificios, un experto en pararrayos lo visitaría e inspeccionaría los terminales, los cables de tierra, clavitos, etc. Y si el experto los encontrara en exce­lentes condiciones, el descuento se volvería a aplicar. La carta concluía que los cargos por el tiempo del inspector subirían a tres dólares.
-¡Rayos y truenos! -dijo Ned cuando terminó de leer la carta por tercera vez -. ¡Rayos y truenos!
No tardó demasiado en comprender que se ahorraría un dólar si no hacía que viniera un inspector a ver los pa­rarrayos, pero aun así vio que le costaría dos dólares más al año mantener sus edificios cubiertos por la póliza.
-¡Rayos y truenos! -dijo.
Su esposa, Betty, estuvo callada durante todo el asunto. Cuando surgía algo que amenazaba con costar más di­nero, ella siempre se quedaba paralizada.
La prima no se tenía que pagar hasta el 1 de febrero, pero una semana antes Ned se preparó para hacer un viaje a Bangor y visitar a su agente.
Él y su esposa salieron hacia Bangor después del desayuno en su viejo coche. Condujeron por la carrete­ra de asfalto manteniéndose lo más a la derecha posi­ble. La ley decía que un propietario de un vehículo no tenía por qué llevar seguro de responsabilidad y contra daños a la propiedad siempre y cuando no tuviera nin­gún percance. Ned estaba empeñado en no tener ese primer accidente en la carretera que lo obligara a pagar una prima por el derecho a conducir su coche. En cual­quier caso, se trataba de un coche viejo, de unos doce años, y no tenía intención de comprarse otro hasta que este estuviera muy usado.
Llegaron a Bangor antes de las diez de la mañana y después de encontrar un sitio donde aparcar y dejar el au­tomóvil, Ned y su esposa se fueron directamente a la ofici­na del agente.
Se sentaron en un banco en el vestíbulo y esperaron varios minutos. Luego una muchacha los acompañó a ver al señor Harmsworth.
-Respecto al seguro que cubre mi granja en Gaylord -dijo Ned moviendo negativamente la cabeza y el dedo.
-Observo que está disgustado por la nueva cláusula de los pararrayos que entró en vigor el 1 de enero -dijo el se­ñor Harmsworth sonriendo a Ned y a su esposa-. Verá, señor y señora Jones, las oficinas centrales de la compañía en New Hampshire son la que reescriben los contratos y nosotros, los agentes, no tenemos nada que ver con los términos que dicta la compañía.
-¿Y qué sabe la gente de New Hampshire sobre pararrayos? -dijo Ned-. Déjeme decirle algo. Una vez conocí a un hombre en New Hampshire que...
-No cambiemos de tema, señor y señora Jones -dijo el señor Harmsworth-. Al fin y al cabo mis padres nacieron los dos en New Hampshire y estoy seguro de que ustedes también tienen algún familiar en New Hampshire.
Sonrió a la señora Jones, mostrándole con todas sus fuerzas lo que sabía que era una sonrisa radiante. Betty se negó a ser desarmada. Estaba paralizada por dentro y tenía la intención de permanecer así mientras la compañía de seguros se negara a hacer un ajuste que no les costara un solo penique adicional.
-He vivido aquí en el estado de Maine toda mi vida -dijo Ned-, y tengo más de sesenta años. Los pararrayos son lo único en el mundo que evita que un rayo vaya a dar a una casa o establo y lo incendie. Durante toda mi vida he visto los rayos dar contra una aguja y bajar el cable a tierra sin tan solo ahumar un tejado o los tablones. Si no fuera por los pararrayos...
-¿Están seguros que los relámpagos bajan por el para­rrayos, señor y señora Jones? -dijo el señor Harmsworth-. Tenía la impresión de que subían por ellos, o que hacían contacto con la punta. No obstante...
-Un rayo es un rayo, tanto si sube como si baja, o va de lado si es lo que le apetece -dijo Ned levantándose.
-Veo que usted sabe más que yo de estas cosas -dijo riendo el señor Harmsworth. Luego sonrió a la señora Jo­nes-. Yo crecí aquí, en la ciudad, y nunca he tenido la oportunidad de observar el comportamiento de los rayos cuando entran en contacto con un edificio equipado con pararrayos. Pero es lo mismo, no hay nada que usted o yo podamos hacer sobre esta cláusula, porque las oficinas centrales reescribieron el contrato y nos enviaron los for­mularios impresos. Yo soy meramente su representante. Obedezco sus órdenes, pero no tengo autoridad para alte­rar una cláusula de contrato.
Ned miró a su esposa y ella movió negativamente la ca­beza. Era todo lo que quería saber. Ninguna compañía de seguros de New Hampshire, dirigida por gente de New Hampshire, iba a decirle a él si los pararrayos eran una pro­tección o no. Volvió a mirar a su esposa y sacudió la cabeza. Betty, sintiéndose más paralizada por dentro, apretó la boca y asintió a su esposo.
El señor Harmsworth empezó a ordenar unos papeles de encima de su mesa y sacó uno muy arrugado que colocó delante de Ned.
-Esta es la factura por su cobertura contra incendios -dijo mirando rápidamente a Ned, pero evitando mirar a la señora Jones.
Ned lo empujó de vuelta al agente.
-Sobre el bálsamo de Judea... -dijo Ned adelantándose en su silla.
-¿Qué bálsamo de Judea? -dijo el señor Harmsworth sorprendido-. ¿Qué es eso?
Ned miró a su esposa y ella asintió. Era la señal que necesitaba. Acercó la silla al escritorio.
-Mi bálsamo de Judea -dijo-. Tengo uno en el patio, a catorce pies de la pared oeste de la casa y a veintidós pies de la pared este del establo.
-¿Qué es el bálsamo de Judea? -preguntó el señor Harmsworth, todavía sorprendido-. ¿No es algo de la Bi­blia? ¿Cómo tiene usted algo que sale en la Biblia?
Ned y Betty se miraron, pero ninguno hizo un solo movimiento con la cabeza.
-El bálsamo de Judea es un árbol -dijo Ned-. Mi bál­samo de Judea lo plantó mi padre hace setenta y siete años y está en mi patio.
-¿Y qué le pasa? -preguntó el señor Harmsworth con los ojos desorbitados.
-Es un pararrayos -dijo Ned-. Es el mejor pararrayos de la tierra. Después de que un bálsamo de Judea...
-¿Quiere que le apliquemos un descuento porque tie­ne un árbol…? -empezó a hablar el señor Harmsworth adelantándose en la silla.
…cumple cincuenta años se convierte en un pararrayos -prosiguió Ned obstinadamente-. Un relámpago no cae sobre ninguna otra cosa en un área de cincuenta yar­das. Un relámpago siempre da en el bálsamo de Judea.
-No sé lo que pretende exactamente... -dijo el se­ñor Harmsworth -, pero no esperará que le hagamos un descuento en su póliza contra incendios por tener un ár­bol así.
-No sé por qué no -dijo Ned-. ¿Por qué no iba a obte­ner un descuento si tengo un bálsamo de Judea casi en medio de los dos edificios y el más alejado está a veintidós pies? Un árbol así ofrece dos o tres veces mayor protección que los pararrayos encima de los edificios. Protege los edi­ficios de los relámpagos. Imagino que se me deben cinco o seis dólares en descuentos por tener el árbol donde está.
El señor Harmsworth se rascó la cabeza y miró rápida­mente a la señora Jones. Tuvo tiempo de ver que su boca se había tensado hasta formar una línea prieta que cruza­ba su cara. No la volvió a mirar.
-Si insiste -dijo-, lo hablaré con las oficinas centrales de New Hampshire. No podré hacer nada hasta que sepa algo de ellos. Pero no creo que permitan que nadie obtenga un descuento en su póliza contra incendios por tener un bálsamo de Judea.
-Si no fueran de New Hampshire -dijo Ned-, sabrían la protección que da un árbol así.
-Le escribiré una carta y le haré saber la opinión de las oficinas centrales tan pronto como obtenga su respuesta -dijo, levantándose.
Ned y Betty se pusieron de pie y salieron al vestíbulo. El señor Harmsworth los siguió e intentó darle la mano a al menos uno de ellos. Betty mantenía las suyas firmemen­te cogidas en su cintura. Ned se adelantó al agente para salir a la calle.
-Joven ignorante -dijo Ned-. Asociado con gente de New Hampshire.
Betty asintió con la cabeza.
Compraron algunas cosas en un almacén y luego subieron a su coche y regresaron a casa. Ninguno de los dos mencionó la póliza durante el resto del día.
El fin de semana y los primeros días de la siguiente, tanto Ned como su esposa miraron el buzón a la espera de la carta del agente de Bangor. La carta llegó al tercer día.
Antes de abrirla procedieron a entrar en la cocina y sentarse en las sillas que había junto a la ventana. Ned sacó las gafas y limpió con cuidado las lentes. Betty se acercó su pañuelo a la nariz y luego lo guardó. Ned leyó en voz alta.

Apreciado señor Jones,

he hablado del asunto del bálsamo de Judea de su patio con las oficinas centrales de New Hampshire y por la presente le comunico su decisión. Parece ser que la compañía pensó que se trataba de un chiste porque, en sus propias palabras, querían saber si su bálsamo de Judea era capaz de «atrapar ratones, hacer de espantapájaros, curar cólicos». En su carta indicaban enfáticamente que bajo ninguna circunstancia se permitirían descuentos en las primas contra incendios por poseer un bálsamo de Judea...

La carta no terminaba ahí, pero Ned no continuó le­yendo. Le entregó la carta a su esposa y ella la dejó sobre la mesa. Apretó la boca hasta formar una línea recta muy prieta que le atravesaba la cara.
-Nunca he perdido tiempo con la gente de New Hamp­shire -dijo Ned quitándose las gafas, cogiendo el sombre­ro y levantándose.
Su esposa no dijo nada cuando le vio salir de la cocina en dirección al patio.
Cuando lo vio salir con el hacha y la sierra de la leñera, se puso la chaqueta y salió a ayudarlo.
Ned hizo primero una muesca en el árbol para poder tirarlo en la dirección deseada. Cuando la tuvo hecha, co­gió un extremo de la sierra y Betty cogió el otro. Empeza­ron a serrar en silencio. Sus caras brillaban, pero con los rasgos tirantes. Los dos esperaban que las tormentas eléc­tricas llegaran a principio de primavera y en silencio roga­ban que un rayo cayera en la casa y la convirtiera en un montón de ceniza.
 Erskine Caldwell