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lunes, 28 de diciembre de 2015

Andorra la Vella


Los diez relojes

Sabemos que Adán murió a la edad de novecientos treinta años debido a su preocupación por no poder llegar a los mil años. Muchos hombres se han visto frus­trados en su lucha por alcanzar una meta loable, a la que han consagrado las energías de toda una vida. Estas personas siempre me han dado lástima. El hombre que trata de cubrirse con su propia pureza de espíritu, o aquel otro que intenta deslizarse colina abajo para cu­rarse un dolor de muelas, y ese obnubilado individuo que cree que logrará convencer a su esposa para que se aven­ga a razones, son todos ejemplos de una ambición qui­mérica y estéril. Pero el caso más conspicuo que ha lle­gado a mi conocimiento es el del hombre que ansía el espíritu de Concordia, y que lo busca de buena fe, aun­que al fin nada logra con ello.
Aquel individuo estaba convencido de que seríamos mucho más felices si todos observáramos la marcha de los acontecimientos desde el mismo punto de vista. Se había suscrito a los diez periódicos que se editan diaria­mente en Londres, y le afligía comprobar que en cada periódico había un punto de vista distinto, hasta el extre­mo de que algunas veces había diez enfoques diferentes para un mismo suceso. Este hecho le creaba una gran confusión. Sin embargo, como sostenía, podía haber sólo un punto de vista verdadero. Al ser un hombre de carác­ter tenaz, decidió que si podía explicar a los diez editores de Londres que un suceso, igual que un color, debía ser negro, blanco o rojo, pero no blanco, rojo y negro al mismo tiempo, entonces estos editores se lo agradecerían y actuarían en consecuencia.
No se equivocó del todo en sus suposiciones, ya que los editores le contestaron que le estarían muy agrade­cidos... si se marchaba dejándolos en paz, cosa que el hombre hizo con toda dignidad, pero sin desistir de su idea. Como ya era cerca de la medianoche cuando fue invitado a abandonar la redacción del último periódico, se dirigió a la plaza Printing-House, y dio varias vueltas alrededor de ella para estirar las piernas y meditar sobre las impresiones que le habían producido los últimos acon­tecimientos. Hecho esto se apoyó contra un poste de luz, mientras en la lejanía un reloj daba rítmicamente las doce campanadas. En aquel momento, una sombra misteriosa salió de las oficinas del diario Times, se diri­gió con paso rápido hacia la pequeña plazuela y, acercán­dose al individuo apoyado contra el poste de luz, le dijo:
-¿Quién es usted? ¿Qué desea?
-Estoy buscando el Espíritu de Concordia -contestó el hombre apoyado contra el farol, mientras observaba detenidamente la Sombra; luego añadió-: Si puede dar­me ese Espíritu, le estaría sumamente agradecido.
-Oh, no puedo -respondió con tristeza la Sombra-, ya que en mi época no se vendía esa «mercancía»; nos contentábamos con ron y ginebra.
-Yo no le he preguntado nada sobre el ron ni la ginebra -protestó el otro, mientras se humedecía los labios con la lengua al comprobar que la Sombra tenía una forma de mirar demoníaca, aunque iba calzado con botas de presillas, como sir William Harcourt.
-Pues yo creo -respondió la Sombra- que no hay nada tan espirituoso como el Espíritu de Concordia -le dijo la Sombra riendo secamente entre dientes como si sus mandíbulas necesitasen ser lubricadas con aceite-.
La Concordia mantiene en paz al gato y al perro, pero dudo mucho que ello les haga ser más felices. De todas formas, me agrada mucho su idea de que todos los pe­riódicos tengan un solo punto de vista sobre los hechos, es decir, el auténtico, el verdadero. Considero que se trata de una especie de inofensiva y extraña locura, aunque yo respeto las ideas de las personas, pues, ¿qué me diría usted si todos esos diez periódicos adoptasen «un punto de vista verdadero sobre usted»? ¿Nunca se ha sentido en una posición incómoda? ¿Nunca ha regateado y sisado a la hora de juzgar a una persona? ¿No tendría ningún motivo para sentir miedo si la Verdad analizase sus pequeños actos, esas acciones insignificantes, pero injustas, que todos los mortales cometen en su vida? Porque no lo dude, amigo mío -y al llegar aquí, la Sombra hizo un gesto siniestro-, si nuestros diez periódicos de Londres se decidiesen a decir siempre la verdad, créame, no quedaría ni una sola piedra en pie de todas esas instituciones que usted tanto admira. Piense en todo esto antes de ponerse a jugar con fuego. Y ahora dígame, ¿quién es usted?
-Soy un relojero y estoy satisfecho de la marcha de mi negocio -respondió el desalentado individuo-, pero esto ahora no tiene ninguna importancia. Prefiero saber algo acerca de usted.
Entonces la Sombra lo contempló con mirada paternal y dijo:
-Soy el fantasma que habita en las oficinas del pe­riódico Times.
Era verdad que un fantasma habitaba las oficinas del Times, pero nadie sabía si se trataba del fundador de dicho diario, míster J. Walter, el del capitán Stirling, llamado «el Trueno», o el del mandamás Barnes, predecesor de míster Delane. El relojero nunca había temido a los fantasmas, y éste en particular no tenía nada de aterra­dor, excepto que al contemplarlo a la luz del farol se po­día ver a través suyo como si fuera un vaso de jerez. El espectro le pidió al relojero que se fijara en su transpa­rencia, ya que, por lo visto, quería que aquél quedase convencido de que era un auténtico fantasma, con derecho a dicho título. El relojero se apresuró a decirle que no había dudado un solo instante de su palabra, y el espectro, después de agradecer esta deferencia, prosiguió:
-Tengo un interés personal en la realización de su idea, pues estoy condenado a vagar por esta plaza de Printing-House hasta el día en que el Times diga la ver­dad, toda la verdad y nada más que la verdad en todos sus artículos, editoriales y respuestas a sus suscriptores durante siete días consecutivos. He esperado durante años y años el día de mi liberación, pero si debo hablarle con toda franqueza no creo que ese día llegue nunca. Sin embargo yo puedo ayudarle a usted y usted a mí, ya que tengo bajo mi mando varias agencias sobrenaturales, y estas agencias, dirigidas por seres humanos como usted, pueden proporcionarnos a cada uno de nosotros lo que deseamos..., es decir, a usted, ese noble deseo de que la verdad resplandezca en todo el mundo, y a mí, que me dejen dormir un poquito sin que nadie me despierte en el cementerio de la iglesia. Bueno, veamos ahora otra cosa. De modo que dijo que era relojero. Supongo, pues, que tendrá relojes «garantizados de que dan la hora exacta».
-Sí, señor, así es -exclamó orgullosamente el relo­jero-; tengo muchos relojes, muchísimos, grandes y pe­queños, que pueden competir en exactitud con todos los relojes existentes en Inglaterra.
-Pues entonces -respondió el fantasma, no sin una sonrisa de duda- nuestra labor será muchísimo más fácil. Vaya a su casa y escoja sus diez mejores relojes, ajústelos bien, deles cuerda y colóquelos aparte en un sitio de su taller. El día que todos marquen la misma hora y coincidan con exactitud al dar los cuartos y las medias horas. sin que exista una diferencia ni de un solo segundo entre los diez relojes, aquel día el Espíritu de Concordia se impondrá en toda la Prensa de Inglaterra; y emanará tal torrente de poderosa verdad de esos diez periódicos, que desaparecerán todos los abusos e injus­ticias como cubitos de hielo colocados sobre la superfi­cie del sol, y entonces todos nosotros, los fantasmas desde Berwick hasta el fin del mundo, nos apresurare­mos para contemplar dicho espectáculo. Buenas noches.
Y con otra risa seca forzando aquellas anquilosadas mandíbulas como si necesitaran más que nunca ser lu­bricadas con aceite, el fantasma se esfumó.
El relojero salió corriendo hacia su casa, barrió y arregló una habitación pulcra en su buhardilla y llevó a ella sus diez mejores relojes. Sabía perfectamente que aquellos eran los que mejor marcaban la hora, y los colocó en hilera, uno sobre un pedestal, otro en el suelo, según su tamaño; y a cada uno de ellos le puso una etiqueta con el nombre de un periódico.
Entre aquellos relojes había uno enorme, solemne, el cual tenía una maquinaria tan perfecta que marcaba los cuartos de la Luna, el día de la semana y el mes, y lo más curioso de todo, tenía un complicado barómetro en su «estómago»; a éste lo bautizó con el nombre de Times. A otro reloj pequeño, fino, fuerte y de estruendoso tic-tac, pero que no indicaba, los cambios de clima ni otras extra­vagancias como sus compañeros, lo bautizó con el nom­bre de otro periódico londinense, el Pall Mall Gazette; y a un reloj de pared, muy hermoso y con unas figuritas que bailaban minuetos sobre su parte superior, lo llamó Morning Post. El Daily Telegraph estaba representado, por supuesto, por un macizo reloj de bronce en el que estaban grabadas las palabras «Horario Greenwich» y, sobre el mismo, un busto de míster Gladstone con una seria expresión en su rostro; los periódicos Daily News y Echo daban a entender que ambos se guiaban por el horario Greenwich. El primero de éstos estaba sobremontado por una fina estatuilla de miss Martineau en pantalones, que ostentaba el siguiente rótulo: «Los Derechos de la Mujer»; y el segundo era un reloj barato; imitación bronce, en papier maché. Los periódicos Stan­dard, Globe y Morning Advertiser, tenían cada uno sus características especiales, simbolizando este último un reloj de taberna sobremontado por una planchuela en forma de escudo, repleta de vasos de estaño y botellas. Aquellos diez relojes juntos producían un escandaloso ruido, pero el relojero ya estaba acostumbrado a ello. De modo que cogió una silla y, cronómetro en mano, se sentó en el centro de la habitación, para esperar el ins­tante en que todos ellos sonasen armoniosamente.
Aún está esperando desde aquel día. Si alguna vez pasa usted por la relojería donde reside este artesano, entre, suba las escaleras y mire por el ojo de la cerradu­ra, como lo hice yo. Verán a un hombre sin afeitar, con un manojo de llaves en una mano y un trozo de cuero con una botella de aceite lubricante en la otra. De vez en cuando se irrita y amenaza con su puño al reloj que bautizó con el nombre del diario Telegraph, pero las fac­ciones pétreas de míster Gladstone permanecen inalterables, y a continuación el reloj se pone a dar nueve, diez o once campanadas, sin tener en cuenta para nada la verdadera hora del día algunas veces da doce campanadas, pero acto seguido se contradice ya que da seis; y el reloj de papier maché y el otro con el barómetro siguen la misma conducta que el primero. En cuanto al reloj de taberna, no hay poder en todo el mundo que le haga dar once campanadas hasta cuarenta y cinco minutos des­pués de esa hora; y aunque el relojero lo desmontó tres veces y tres veces volvió a montarlo, el reloj continúa con aquella anárquica conducta, sin ganas de corregirse. Los ojos del relojero están fuera de sus cuencas como dos cocos en la vitrina de una frutería, y sus orejas se han alargado desmesuradamente. Parece una imagen rota de lo que antes era y se ha convertido en un objeto de burla entre los demás relojeros, pero él no pierde la esperanza espoleado por su santo celo y aún confía en conseguir su propósito. Cuando lo haga, le escribiré a usted y se lo contaré.

E. C. Grenville Murray