Los diez relojes
Sabemos que
Adán murió a la edad de novecientos treinta años debido a su preocupación por
no poder llegar a los mil años. Muchos hombres se han visto frustrados en su
lucha por alcanzar una meta loable, a la que han consagrado las energías de
toda una vida. Estas personas siempre me han dado lástima. El hombre que trata
de cubrirse con su propia pureza de espíritu, o aquel otro que intenta
deslizarse colina abajo para curarse un dolor de muelas, y ese obnubilado
individuo que cree que logrará convencer a su esposa para que se avenga a
razones, son todos ejemplos de una ambición quimérica y estéril. Pero el caso
más conspicuo que ha llegado a mi conocimiento es el del hombre que ansía el
espíritu de Concordia, y que lo busca de buena fe, aunque al fin nada logra
con ello.
Aquel
individuo estaba convencido de que seríamos mucho más felices si todos
observáramos la marcha de los acontecimientos desde el mismo punto de vista. Se
había suscrito a los diez periódicos que se editan diariamente en Londres, y
le afligía comprobar que en cada periódico había un punto de vista distinto,
hasta el extremo de que algunas veces había diez enfoques diferentes para un
mismo suceso. Este hecho le creaba una gran confusión. Sin embargo, como
sostenía, podía haber sólo un punto de vista verdadero. Al ser un hombre de
carácter tenaz, decidió que si podía explicar a los diez editores de Londres
que un suceso, igual que un color, debía ser negro, blanco o rojo, pero no
blanco, rojo y negro al mismo tiempo, entonces estos editores se lo
agradecerían y actuarían en consecuencia.
No se equivocó
del todo en sus suposiciones, ya que los editores le contestaron que le
estarían muy agradecidos... si se marchaba dejándolos en paz, cosa que el
hombre hizo con toda dignidad, pero sin desistir de su idea. Como ya era cerca
de la medianoche cuando fue invitado a abandonar la redacción del último
periódico, se dirigió a la plaza Printing-House, y dio varias vueltas alrededor
de ella para estirar las piernas y meditar sobre las impresiones que le habían
producido los últimos acontecimientos. Hecho esto se apoyó contra un poste
de luz, mientras en la lejanía un reloj daba rítmicamente las doce campanadas.
En aquel momento, una sombra misteriosa salió de las oficinas del diario Times,
se dirigió con paso rápido hacia la pequeña plazuela y, acercándose al
individuo apoyado contra el poste de luz, le dijo:
-¿Quién es usted? ¿Qué desea?
-Estoy buscando el Espíritu de Concordia -contestó el hombre apoyado
contra el farol, mientras observaba detenidamente la Sombra; luego añadió-: Si
puede darme ese Espíritu, le estaría sumamente agradecido.
-Oh, no puedo -respondió con tristeza la Sombra-, ya que en mi época no
se vendía esa «mercancía»; nos contentábamos con ron y ginebra.
-Yo no le he
preguntado nada sobre el ron ni la ginebra -protestó el otro, mientras se
humedecía los labios con la lengua al comprobar que la Sombra tenía una forma
de mirar demoníaca, aunque iba calzado con botas de presillas, como sir William
Harcourt.
-Pues yo creo
-respondió la Sombra- que no hay nada tan espirituoso como el Espíritu de
Concordia -le dijo la Sombra riendo secamente entre dientes como si sus
mandíbulas necesitasen ser lubricadas con aceite-.
La Concordia
mantiene en paz al gato y al perro, pero dudo mucho que ello les haga ser más
felices. De todas formas, me agrada mucho su idea de que todos los periódicos
tengan un solo punto de vista sobre los hechos, es decir, el auténtico, el
verdadero. Considero que se trata de una especie de inofensiva y extraña
locura, aunque yo respeto las ideas de las personas, pues, ¿qué me diría usted
si todos esos diez periódicos adoptasen «un punto de vista verdadero sobre usted»?
¿Nunca se ha sentido en una posición incómoda? ¿Nunca ha regateado y sisado
a la hora de juzgar a una persona? ¿No tendría ningún motivo para sentir miedo
si la Verdad analizase sus pequeños actos, esas acciones insignificantes, pero
injustas, que todos los mortales cometen en su vida? Porque no lo dude, amigo
mío -y al llegar aquí, la Sombra hizo un gesto siniestro-, si nuestros diez
periódicos de Londres se decidiesen a decir siempre la verdad, créame, no
quedaría ni una sola piedra en pie de todas esas instituciones que usted tanto
admira. Piense en todo esto antes de ponerse a jugar con fuego. Y ahora dígame,
¿quién es usted?
-Soy un
relojero y estoy satisfecho de la marcha de mi negocio -respondió el desalentado individuo-, pero esto ahora no
tiene ninguna importancia. Prefiero saber algo acerca de usted.
Entonces la Sombra lo contempló con mirada paternal y dijo:
-Soy el fantasma que habita en las oficinas del periódico Times.
Era verdad que
un fantasma habitaba las oficinas del Times, pero nadie sabía si se
trataba del fundador de dicho diario, míster J. Walter, el del capitán
Stirling, llamado «el Trueno», o el del mandamás Barnes, predecesor de míster
Delane. El relojero nunca había temido a los fantasmas, y éste en particular no
tenía nada de aterrador, excepto que al contemplarlo a la luz del farol se podía
ver a través suyo como si fuera un vaso de jerez. El espectro le pidió al
relojero que se fijara en su transparencia, ya que, por lo visto, quería que
aquél quedase convencido de que era un auténtico fantasma, con derecho a dicho
título. El relojero se apresuró a decirle que no había dudado un solo instante
de su palabra, y el espectro, después de agradecer esta deferencia, prosiguió:
-Tengo un
interés personal en la realización de su idea, pues estoy condenado a vagar por
esta plaza de Printing-House hasta el día en que el Times diga la verdad,
toda la verdad y nada más que la verdad en todos sus artículos, editoriales y
respuestas a sus suscriptores durante siete días consecutivos. He esperado
durante años y años el día de mi liberación, pero si debo hablarle con toda
franqueza no creo que ese día llegue nunca. Sin embargo yo puedo ayudarle a
usted y usted a mí, ya que tengo bajo mi mando varias agencias sobrenaturales,
y estas agencias, dirigidas por seres humanos como usted, pueden proporcionarnos
a cada uno de nosotros lo que deseamos..., es decir, a usted, ese noble deseo
de que la verdad resplandezca en todo el mundo, y a mí, que me dejen dormir un
poquito sin que nadie me despierte en el cementerio de la iglesia. Bueno,
veamos ahora otra cosa. De modo que dijo que era relojero. Supongo, pues, que
tendrá relojes «garantizados de que dan la hora exacta».
-Sí, señor,
así es -exclamó orgullosamente el relojero-; tengo muchos relojes, muchísimos,
grandes y pequeños, que pueden competir en exactitud con todos los relojes
existentes en Inglaterra.
-Pues entonces
-respondió el fantasma, no sin una sonrisa de duda- nuestra labor será
muchísimo más fácil. Vaya a su casa y escoja sus diez mejores relojes,
ajústelos bien, deles cuerda y colóquelos aparte en un sitio de su taller. El
día que todos marquen la misma hora y coincidan con exactitud al dar los
cuartos y las medias horas. sin que exista una diferencia ni de un solo segundo
entre los diez relojes, aquel día el Espíritu de Concordia se impondrá en toda
la Prensa de Inglaterra; y emanará tal torrente de poderosa verdad de esos diez
periódicos, que desaparecerán todos los abusos e injusticias como cubitos de hielo colocados sobre la superficie del sol, y entonces todos nosotros, los
fantasmas desde Berwick hasta el fin del mundo, nos apresuraremos para
contemplar dicho espectáculo. Buenas noches.
Y con otra
risa seca forzando aquellas anquilosadas mandíbulas como si necesitaran más que
nunca ser lubricadas con aceite, el fantasma se esfumó.
El relojero
salió corriendo hacia su casa, barrió y arregló una habitación pulcra en su buhardilla y llevó a ella sus diez
mejores relojes. Sabía perfectamente que aquellos eran los que mejor marcaban
la hora, y los colocó en hilera, uno sobre un pedestal, otro en el suelo, según
su tamaño; y a cada uno de ellos le puso una etiqueta con el nombre de un
periódico.
Entre aquellos
relojes había uno enorme, solemne, el cual tenía una maquinaria tan perfecta
que marcaba los cuartos de la Luna, el día de la semana y el mes, y lo más
curioso de todo, tenía un complicado barómetro en su «estómago»; a éste lo
bautizó con el nombre de Times. A otro reloj pequeño, fino, fuerte y de
estruendoso tic-tac, pero que no indicaba, los cambios de clima ni otras extravagancias
como sus compañeros, lo bautizó con el nombre de otro periódico londinense, el
Pall Mall Gazette; y a un reloj de pared, muy hermoso y con unas
figuritas que bailaban minuetos sobre su parte superior, lo llamó Morning
Post. El Daily Telegraph estaba representado, por supuesto, por un
macizo reloj de bronce en el que estaban grabadas las palabras «Horario
Greenwich» y, sobre el mismo, un busto de míster Gladstone con una seria
expresión en su rostro; los periódicos Daily News y Echo daban a
entender que ambos se guiaban por el horario Greenwich. El primero de éstos
estaba sobremontado por una fina estatuilla de miss Martineau en pantalones,
que ostentaba el siguiente rótulo: «Los Derechos de la Mujer»; y el segundo era
un reloj barato; imitación bronce, en papier maché. Los periódicos Standard,
Globe y Morning Advertiser, tenían cada uno sus características
especiales, simbolizando este último un reloj de taberna sobremontado por una
planchuela en forma de escudo, repleta de vasos de estaño y botellas. Aquellos
diez relojes juntos producían un escandaloso ruido, pero el relojero ya estaba
acostumbrado a ello. De modo que cogió una silla y, cronómetro en mano, se
sentó en el centro de la habitación, para esperar el instante en que todos
ellos sonasen armoniosamente.
Aún está
esperando desde aquel día. Si alguna vez pasa usted por la relojería donde
reside este artesano, entre, suba las escaleras y mire por el ojo de la cerradura,
como lo hice yo. Verán a un hombre sin afeitar, con un manojo de llaves en una
mano y un trozo de cuero con una botella de aceite lubricante en la otra. De
vez en cuando se irrita y amenaza con su puño al reloj que bautizó con el nombre del diario Telegraph,
pero las facciones pétreas
de míster Gladstone permanecen inalterables, y a continuación el reloj se pone
a dar nueve, diez o once campanadas, sin tener en cuenta para nada la verdadera
hora del día algunas veces da doce campanadas, pero acto seguido se contradice
ya que da seis; y el reloj de papier maché y el otro con el barómetro
siguen la misma conducta que el primero. En cuanto al reloj de taberna, no hay
poder en todo el mundo que le haga dar once campanadas hasta cuarenta y cinco
minutos después de esa hora; y aunque el relojero lo desmontó tres veces y
tres veces volvió a montarlo, el reloj continúa con aquella anárquica conducta,
sin ganas de corregirse. Los ojos del relojero están fuera de sus cuencas como
dos cocos en la vitrina de una frutería, y sus orejas se han alargado
desmesuradamente. Parece una imagen rota de lo que antes era y se ha convertido
en un objeto de burla entre los demás relojeros, pero él no pierde la esperanza
espoleado por su santo celo y aún confía en conseguir su propósito. Cuando lo
haga, le escribiré a usted y se lo contaré.
E. C. Grenville Murray