El crimen del
profesor de matemáticas
Cuando el hombre alcanzó la colina más alta, las
campanas tocaban en la ciudad, abajo. Apenas se veían los techos irregulares de las casas. Cerca de él estaba el único
árbol de la llanura. El hombre estaba de pie con un costal pesado en la mano.
Miró hacia abajo con ojos miopes. Los católicos
entraban lenta y delicadamente en la iglesia, y él trataba de escuchar las
voces dispersas de los niños derramándose en la plaza. Pero a pesar de la
limpidez de la mañana, los sonidos apenas si alcanzaban la llanura. También veía
el río que de arriba parecía inmóvil, y pensó: es domingo. Vio a lo lejos la montaña más alta con las
laderas secas. No hacía frío pero él se arregló la chaqueta abrigándose mejor.
Por fin, puso el costal con cuidado en el suelo. Se quitó las gafas, sus ojos
claros parpadearon, casi jóvenes, poco familiares. Se puso nuevamente las
gafas, y se transformó en un señor de mediana edad y tomó de nuevo el costal:
pesaba como si fuese de piedra, pensó. Forzó la vista para observar la
corriente del río, inclinó la cabeza para oír algún ruido: el río estaba
detenido y apenas el sonido más duro de una voz alcanzó un instante la altura:
sí, él estaba bien solo. El aire fresco era inhóspito para él, que vivía en una
ciudad más cálida. El único árbol de la llanura balanceaba sus ramas. Él lo
miró. Ganaba tiempo. Hasta que le pareció que no había por qué esperar más.
Y, sin embargo, aguardaba. Por cierto que las gafas
le molestaban, porque nuevamente se las quitó, respiró hondo y las guardó en
el bolsillo.
Entonces abrió el costal y miró un poco. Después metió dentro una mano delgada y fue extrayendo un
perro muerto. Todo él se concentraba solamente en la mano importante y
mantenía los ojos profundamente cerrados mientras tironeaba. Cuando los abrió,
el aire estaba todavía más claro y las campanas alegres tocaron nuevamente
llamando a los fieles para el consuelo de la penitencia.
El perro desconocido
estaba a la luz.
Entonces él se puso
metódicamente a trabajar. Tomó al perro duro y negro, lo depositó en una bajada
del terreno. Pero, como si ya hubiese hecho mucho, se puso las gafas sentándose
al lado del perro y comenzó a observar el paisaje.
Vio con mucha claridad, y con cierta inutilidad, la
llanura desierta. Pero observó con precisión que estando sentado ya no veía
más la pequeña ciudad, allá abajo. Respiró de nuevo. Revolvió en el costal y
sacó la pala. Y pensó en el lugar que escogería. Quizás debajo del árbol. Se
sorprendió reflexionando que debajo del árbol enterraría a este perro. Pero si
fuera el otro, el verdadero perro, en verdad no lo enterraría donde él mismo
gustaría de ser enterrado si estuviera muerto: en el centro mismo de la
llanura, donde los ojos vacíos encarasen al sol. Entonces, ya que el perro
desconocido sustituiría al «otro», quiso que él, para mayor perfección del
acto, recibiera precisamente lo que el otro recibiría. No había ninguna
confusión en la cabeza del hombre. Él se entendía a sí mismo con frialdad, sin
ningún hilo suelto.
Poco después, por exceso de escrúpulos, estaba demasiado
ocupado en procurar determinar rigurosamente el centro de la llanura. No era
fácil, porque el único árbol se levantaba en un lugar y, tendiéndose como
falso centro, dividía simétricamente el llano. Frente a esa dificultad el hombre
concedió: «No es necesario enterrarlo en el centro, yo también enterraría, al
otro, digamos, bien, donde yo estuviera en ese mismo instante parado». Porque
se trataba de dar al acontecimiento la fatalidad del azar, la marca de un
suceso exterior y evidente -en el mismo lugar plano de los niños en la plaza y
de los católicos entrando en la iglesia-, se trataba de tornar el hecho lo más
visible a la superficie del mundo debajo del cielo. Se trataba de exponerse y
de exponer un hecho, y de no permitir la forma íntima e impune de un
pensamiento.
A la idea de enterrar al perro donde él estuviera en
ese momento de pie, el hombre retrocedió con una agilidad que su cuerpo pequeño
y singularmente pesado no permitía. Porque le pareció que bajo los pies se
había dibujado el esbozo de la tumba del perro.
Entonces él comenzó a cavar allí mismo con pala rítmica.
A veces se interrumpía para quitarse y luego volver a ponerse las gafas. Sudaba
penosamente. No cavó mucho más, no porque quisiera ahorrarse cansancio. No cavó
mucho porque lúcidamente pensó: «Si fuese para el verdadero perro, yo cavaría
poco, lo enterraría muy superficialmente». Él pensaba que si el perro quedaba
cerca de la superficie de la tierra no perdería la sensibilidad.
Por fin abandonó la pala. Tomó con delicadeza al
perro desconocido y lo puso en la tumba.
Qué cara extraña tenía el perro. Cuando por un choque
descubriera al perro muerto en una esquina, la idea de enterrarlo había tornado
su corazón tan pesado y sorprendido que ni siquiera había tenido ojos para ese
hocico duro y de baba seca. Era un perro extraño y objetivo.
El perro era un poco más alto que el agujero cavado y
después de cubierto con tierra sería sólo una excrecencia sensible del terreno.
Era precisamente lo que él quería. Cubrió al perro con tierra y la aplanó con
las manos, sintiendo con atención y placer su forma en las palmas, como si
varias veces lo alisara. El perro ahora era apenas una apariencia del terreno.
Entonces el hombre se puso de pie, se sacudió la
tierra de las manos, y no miró ni siquiera una vez más la tumba. Pensó con
cierto gusto: Creo que ya lo hice todo. Suspiró hondamente, y tuvo una sonrisa
inocente de liberación. Sí, lo había
hecho todo. Su crimen había sido castigado y él estaba libre.
Y
ahora él podía pensar libremente en el verdadero perro. Entonces se puso a
pensar inmediatamente en el verdadero perro, lo que había evitado hasta ahora.
El verdadero perro que ahora mismo debería estar vagando perplejo por las
calles de otro municipio, husmeando aquella ciudad en la que él ya no tenía
dueño.
Entonces se puso a pensar con dificultad en su verdadero
perro como si intentase pensar con dificultad en su verdadera vida. El hecho de
que el perro estuviera distante, en otra ciudad, dificultaba la tarea, aunque
la nostalgia lo aproximara en el recuerdo.
«Mientras yo te hacía a mi imagen, tú me hacías a la
tuya», pensó entonces, auxiliado por la nostalgia. «Te di el nombre de José
para darte un nombre que te sirviera al mismo tiempo de alma. ¿Y tú?, ¿cómo
saber jamás qué nombre me diste? Cuánto me amaste, más de lo que yo te amé», reflexionó,
curioso.
«Nosotros nos comprendíamos demasiado, tú con el
nombre humano que te di, yo con el nombre que me diste y que nunca pronunciaste
sino con tu mirada insistente», pensó el hombre sonriendo con cariño, libre
ahora de recordar a su gusto.
«Me acuerdo de cuando eras pequeño», pensó divertido,
«tan pequeño, bonitillo y flaco, moviendo el rabo, mirándome, y yo
sorprendiendo en ti una nueva manera de tener alma. Pero desde entonces, ya comenzabas
a ser todos los días un perro que podía ser abandonado. Mientras tanto,
nuestros juegos se tornaban peligrosos por tanta comprensión», recordó el
hombre con satisfacción «tú terminabas mordiéndome y gruñendo, yo terminaba
arrojándote un libro y riendo. Pero quién sabe qué significaba aquella risa
mía, sin ganas. Todos los días eras un perro que se podía abandonar».
«¡Y cómo olías las calles!», pensó el hombre riéndose
un poco, «en verdad, no dejaste piedra por oler... Ése era tu lado infantil. ¿O era tu verdadera manera de
ser perro: y el resto solamente el juego de ser mío? Porque eras
irreductible. Y, abanicando tranquilamente la cola, parecías rechazar en silencio
el nombre que yo te había dado. Ah, sí, eras irreductible: yo no quería que
comieses carne para que no te volvieras feroz, pero un día saltaste sobre la
mesa y, entre los gritos felices de los niños, agarraste la carne y con una
ferocidad que no viene de lo que se come, me miraste mudo e irreductible, con
la carne en la boca. Porque, aunque mío, nunca me cediste ni un poco de tu
pasado y de tu naturaleza. E, inquieto, yo comenzaba a comprender que no
exigías de mí que yo cediera nada de la mía para amarte, y eso comenzaba a
importunarme. En el punto de realidad resistente de dos naturalezas, ahí, es
donde esperabas que nos entendiéramos. Mi ferocidad y la tuya no deberían
cambiarse por dulzura: era eso lo que poco a poco me enseñabas, y era también
eso lo que se estaba tornando pesado. No pidiéndome nada, me pedías demasiado.
De ti mismo, exigías que fueses un perro. De mí, exigías que yo fuera un
hombre. Y yo, yo me disfrazaba como podía. A veces sentado sobre tus patas
delante de mí, ¡cómo me mirabas! Entonces yo miraba al techo, tosía,
disimulaba, me miraba las uñas. Pero nada te conmovía: tú me mirabas. ¿A quién
irías a contarlo? Finge -me decía-, finge rápido que eres otro, da una falsa
cita, hazle una caricia, arrójale un hueso; pero nada te distraía: tú me
mirabas. Qué tonto era yo. Yo, que temblaba de horror, cuando eras tú el inocente:
si yo me volviese de pronto y te mostrase mi rostro verdadero y, erizado,
alcanzarlo, te levantarías hacia la puerta herido para siempre. Oh, todos los
días eras un perro que podía abandonarse. Podía elegirse. Pero tú, confiado,
meneabas la cola.
»A veces, conmovido por tu perspicacia, yo podía ver
en ti tu propia angustia. No la angustia de ser perro, que era tu única forma
posible. Sino la angustia de existir de un modo tan perfecto que se tornaba una
alegría insoportable: entonces dabas un salto y venías a lamer mi rostro con
amor enteramente entregado y cierto peligro de odio como si fuese yo quien, por amistad, te hubiese
revelado. Ahora estoy muy seguro de que no fui yo quien tuvo un perro.
Fuiste tú el que tuviste una persona.
»Pero poseíste una persona tan poderosa que podía
elegir: y entonces te abandonó. Con alivio te abandonó. Con alivio, sí, pues
exigías -con la incomprensión serena y simple de quien es un perro heroico-
que yo fuese un hombre. Te abandonó con una disculpa que todos en casa aprobaron:
porque ¿cómo podría yo hacer un viaje de mudanza, con equipaje y familia, y
además un perro, con la adaptación al nuevo colegio y a la nueva ciudad, y
además un perro? "Que no cabe en ninguna parte", dijo Marta,
práctica. "Que molestará a los pasajeros”, explicó mi suegra sin saber que
previamente me justificaba, y los chicos lloraron, y yo no miraba ni a ellos
ni a ti, José. Pero sólo tú y yo sabemos que te abandoné porque eras la
posibilidad constante del crimen que yo nunca había cometido. La posibilidad de
que yo pecara, el disimulo en mis ojos, ya era pecado. Entonces pequé en
seguida para ser culpable en seguida. Y este crimen sustituye el crimen mayor
que yo no tendría coraje de cometer», pensó el hombre cada vez más lúcido.
«Hay tantas formas de ser culpable y de perderse para
siempre y de traicionarse y de no enfrentarse. Yo elegí la de herir a un
perro», pensó el hombre. «Porque yo sabía que ése sería un crimen menor y que
nadie va al Infierno por abandonar un perro que confió en un hombre. Porque yo
sabía que ese crimen no era punible.»
Sentado en la llanura, su cabeza matemática estaba
fría e inteligente. Sólo ahora él parecía comprender, en toda su helada
plenitud, que había hecho con el perro algo realmente impune y para siempre.
Pues todavía no habían inventado castigo para los grandes crímenes disfrazados
y para las profundas traiciones.
Un hombre aún conseguía ser más astuto que el Juicio
Final. Nadie le condenaba por ese crimen. Ni la Iglesia. «Todos son mis
cómplices, José. Yo tendría que golpear de puerta en puerta y mendigar para que
me acusaran y me castigasen: todos me cerrarían la puerta con la cara repentinamente
enfurecida. Nadie condena este crimen. Ni tú, José, me condenarías. Pues
bastaría a esta persona poderosa que soy elegir llamarte, y desde tu abandono
en las calles, en un salto me lamerías la cara con alegría y perdón. Yo te
daría la otra mejilla para que la besaras.»
El hombre se quitó las gafas, respiró, se las puso
otra vez.
Miró la tumba abierta. En la que él había enterrado a
un perro desconocido en tributo del perro abandonado, tratando de pagar la
deuda que inquietamente nadie le cobraba. Procurando castigarse con un acto de
bondad y quedar libre de su crimen. Como alguien da una limosna para por fin
poder comer el pastel a causa del cual el otro no comió el pan.
Pero como si José, el perro abandonado, exigiese de
él mucho más que la mentira; como si exigiese que él, en un último arranque,
fuese un hombre -y como hombre asumiera su crimen-, él miraba la tumba donde
había enterrado su debilidad y su condición. Y ahora, más matemático aún,
buscaba una manera de no castigarse. Él no debía ser consolado. Procuraba
fríamente una manera de destruir el falso entierro del perro desconocido.
Descendió entonces, y solemne, calmo, con movimientos simples, desenterró al perro.
El perro oscuro finalmente apareció entero, extrañamente, con la tierra en las
pestañas, los ojos abiertos y cristalizados. Y así el profesor de matemáticas
renovó para siempre su crimen. El hombre miró entonces para todos lados y hacia
el cielo pidiendo testigos para lo que había hecho. Y como si aún no bastara,
comenzó a descender las laderas en dirección al seno de la familia.
Clarice Lispector