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lunes, 14 de diciembre de 2015

Guggenheim Bilbao




El crimen del profesor de matemáticas

Cuando el hombre alcanzó la colina más alta, las campanas tocaban en la ciudad, abajo. Apenas se veían los techos irregulares de las casas. Cerca de él estaba el único árbol de la llanura. El hombre estaba de pie con un costal pesado en la mano.
Miró hacia abajo con ojos miopes. Los católicos en­traban lenta y delicadamente en la iglesia, y él trataba de escuchar las voces dispersas de los niños derramándose en la plaza. Pero a pesar de la limpidez de la mañana, los sonidos apenas si alcanzaban la llanura. También veía el río que de arriba parecía inmóvil, y pensó: es domingo. Vio a lo lejos la montaña más alta con las laderas secas. No hacía frío pero él se arregló la chaqueta abrigándose mejor. Por fin, puso el costal con cuidado en el suelo. Se quitó las gafas, sus ojos cla­ros parpadearon, casi jóvenes, poco familiares. Se puso nue­vamente las gafas, y se transformó en un señor de mediana edad y tomó de nuevo el costal: pesaba como si fuese de pie­dra, pensó. Forzó la vista para observar la corriente del río, inclinó la cabeza para oír algún ruido: el río estaba detenido y apenas el sonido más duro de una voz alcanzó un instante la altura: sí, él estaba bien solo. El aire fresco era inhóspito para él, que vivía en una ciudad más cálida. El único árbol de la llanura balanceaba sus ramas. Él lo miró. Ganaba tiempo. Hasta que le pareció que no había por qué esperar más.
Y, sin embargo, aguardaba. Por cierto que las gafas le molestaban, porque nuevamente se las quitó, respiró hon­do y las guardó en el bolsillo.
Entonces abrió el costal y miró un poco. Después metió dentro una mano delgada y fue extrayendo un perro muerto. Todo él se concentraba solamente en la mano im­portante y mantenía los ojos profundamente cerrados mien­tras tironeaba. Cuando los abrió, el aire estaba todavía más claro y las campanas alegres tocaron nuevamente llamando a los fieles para el consuelo de la penitencia.
El perro desconocido estaba a la luz.          
Entonces él se puso metódicamente a trabajar. Tomó al perro duro y negro, lo depositó en una bajada del terreno. Pero, como si ya hubiese hecho mucho, se puso las gafas sen­tándose al lado del perro y comenzó a observar el paisaje.
Vio con mucha claridad, y con cierta inutilidad, la llanura desierta. Pero observó con precisión que estando sen­tado ya no veía más la pequeña ciudad, allá abajo. Respiró de nuevo. Revolvió en el costal y sacó la pala. Y pensó en el lugar que escogería. Quizás debajo del árbol. Se sorprendió reflexionando que debajo del árbol enterraría a este perro. Pero si fuera el otro, el verdadero perro, en verdad no lo en­terraría donde él mismo gustaría de ser enterrado si estuvie­ra muerto: en el centro mismo de la llanura, donde los ojos vacíos encarasen al sol. Entonces, ya que el perro desconoci­do sustituiría al «otro», quiso que él, para mayor perfección del acto, recibiera precisamente lo que el otro recibiría. No había ninguna confusión en la cabeza del hombre. Él se en­tendía a sí mismo con frialdad, sin ningún hilo suelto.
Poco después, por exceso de escrúpulos, estaba de­masiado ocupado en procurar determinar rigurosamente el centro de la llanura. No era fácil, porque el único árbol se le­vantaba en un lugar y, tendiéndose como falso centro, divi­día simétricamente el llano. Frente a esa dificultad el hom­bre concedió: «No es necesario enterrarlo en el centro, yo también enterraría, al otro, digamos, bien, donde yo estuvie­ra en ese mismo instante parado». Porque se trataba de dar al acontecimiento la fatalidad del azar, la marca de un suceso exterior y evidente -en el mismo lugar plano de los niños en la plaza y de los católicos entrando en la iglesia-, se tra­taba de tornar el hecho lo más visible a la superficie del mundo debajo del cielo. Se trataba de exponerse y de exponer un hecho, y de no permitir la forma íntima e impune de un pensamiento.
A la idea de enterrar al perro donde él estuviera en ese momento de pie, el hombre retrocedió con una agilidad que su cuerpo pequeño y singularmente pesado no permi­tía. Porque le pareció que bajo los pies se había dibujado el esbozo de la tumba del perro.
Entonces él comenzó a cavar allí mismo con pala rít­mica. A veces se interrumpía para quitarse y luego volver a ponerse las gafas. Sudaba penosamente. No cavó mucho más, no porque quisiera ahorrarse cansancio. No cavó mucho por­que lúcidamente pensó: «Si fuese para el verdadero perro, yo cavaría poco, lo enterraría muy superficialmente». Él pensa­ba que si el perro quedaba cerca de la superficie de la tierra no perdería la sensibilidad.
Por fin abandonó la pala. Tomó con delicadeza al perro desconocido y lo puso en la tumba.
Qué cara extraña tenía el perro. Cuando por un cho­que descubriera al perro muerto en una esquina, la idea de enterrarlo había tornado su corazón tan pesado y sorpren­dido que ni siquiera había tenido ojos para ese hocico duro y de baba seca. Era un perro extraño y objetivo.
El perro era un poco más alto que el agujero cavado y después de cubierto con tierra sería sólo una excrecencia sensible del terreno. Era precisamente lo que él quería. Cu­brió al perro con tierra y la aplanó con las manos, sintiendo con atención y placer su forma en las palmas, como si varias veces lo alisara. El perro ahora era apenas una apariencia del terreno.
Entonces el hombre se puso de pie, se sacudió la tierra de las manos, y no miró ni siquiera una vez más la tumba. Pensó con cierto gusto: Creo que ya lo hice todo. Suspiró hon­damente, y tuvo una sonrisa inocente de liberación. Sí, lo había hecho todo. Su crimen había sido castigado y él estaba libre.
Y ahora él podía pensar libremente en el verdadero perro. Entonces se puso a pensar inmediatamente en el ver­dadero perro, lo que había evitado hasta ahora. El verdade­ro perro que ahora mismo debería estar vagando perplejo por las calles de otro municipio, husmeando aquella ciudad en la que él ya no tenía dueño.
Entonces se puso a pensar con dificultad en su ver­dadero perro como si intentase pensar con dificultad en su verdadera vida. El hecho de que el perro estuviera distante, en otra ciudad, dificultaba la tarea, aunque la nostalgia lo aproximara en el recuerdo.
«Mientras yo te hacía a mi imagen, tú me hacías a la tuya», pensó entonces, auxiliado por la nostalgia. «Te di el nombre de José para darte un nombre que te sirviera al mis­mo tiempo de alma. ¿Y tú?, ¿cómo saber jamás qué nombre me diste? Cuánto me amaste, más de lo que yo te amé», re­flexionó, curioso.
«Nosotros nos comprendíamos demasiado, tú con el nombre humano que te di, yo con el nombre que me diste y que nunca pronunciaste sino con tu mirada insistente», pensó el hombre sonriendo con cariño, libre ahora de recor­dar a su gusto.
«Me acuerdo de cuando eras pequeño», pensó diver­tido, «tan pequeño, bonitillo y flaco, moviendo el rabo, mi­rándome, y yo sorprendiendo en ti una nueva manera de tener alma. Pero desde entonces, ya comenzabas a ser todos los días un perro que podía ser abandonado. Mientras tanto, nuestros juegos se tornaban peligrosos por tanta compren­sión», recordó el hombre con satisfacción «tú terminabas mordiéndome y gruñendo, yo terminaba arrojándote un li­bro y riendo. Pero quién sabe qué significaba aquella risa mía, sin ganas. Todos los días eras un perro que se podía abandonar».
«¡Y cómo olías las calles!», pensó el hombre riéndose un poco, «en verdad, no dejaste piedra por oler... Ése era tu lado infantil. ¿O era tu verdadera manera de ser perro: y el resto solamente el juego de ser mío? Porque eras irreductible. Y, abanicando tranquilamente la cola, parecías rechazar en si­lencio el nombre que yo te había dado. Ah, sí, eras irreducti­ble: yo no quería que comieses carne para que no te volvieras feroz, pero un día saltaste sobre la mesa y, entre los gritos feli­ces de los niños, agarraste la carne y con una ferocidad que no viene de lo que se come, me miraste mudo e irreductible, con la carne en la boca. Porque, aunque mío, nunca me cediste ni un poco de tu pasado y de tu naturaleza. E, inquieto, yo co­menzaba a comprender que no exigías de mí que yo cediera nada de la mía para amarte, y eso comenzaba a importunar­me. En el punto de realidad resistente de dos naturalezas, ahí, es donde esperabas que nos entendiéramos. Mi ferocidad y la tuya no deberían cambiarse por dulzura: era eso lo que poco a poco me enseñabas, y era también eso lo que se estaba tor­nando pesado. No pidiéndome nada, me pedías demasiado. De ti mismo, exigías que fueses un perro. De mí, exigías que yo fuera un hombre. Y yo, yo me disfrazaba como po­día. A veces sentado sobre tus patas delante de mí, ¡cómo me mirabas! Entonces yo miraba al techo, tosía, disimulaba, me miraba las uñas. Pero nada te conmovía: tú me mirabas. ¿A quién irías a contarlo? Finge -me decía-, finge rápido que eres otro, da una falsa cita, hazle una caricia, arrójale un hueso; pero nada te distraía: tú me mirabas. Qué tonto era yo. Yo, que temblaba de horror, cuando eras tú el inocente: si yo me volviese de pronto y te mostrase mi rostro verdadero y, erizado, alcanzarlo, te levantarías hacia la puerta herido para siempre. Oh, todos los días eras un perro que podía aban­donarse. Podía elegirse. Pero tú, confiado, meneabas la cola.
»A veces, conmovido por tu perspicacia, yo podía ver en ti tu propia angustia. No la angustia de ser perro, que era tu única forma posible. Sino la angustia de existir de un modo tan perfecto que se tornaba una alegría insoporta­ble: entonces dabas un salto y venías a lamer mi rostro con amor enteramente entregado y cierto peligro de odio como si fuese yo quien, por amistad, te hubiese revelado. Ahora estoy muy seguro de que no fui yo quien tuvo un perro. Fuiste tú el que tuviste una persona.
»Pero poseíste una persona tan poderosa que podía elegir: y entonces te abandonó. Con alivio te abandonó. Con alivio, sí, pues exigías -con la incomprensión serena y sim­ple de quien es un perro heroico- que yo fuese un hom­bre. Te abandonó con una disculpa que todos en casa apro­baron: porque ¿cómo podría yo hacer un viaje de mudanza, con equipaje y familia, y además un perro, con la adaptación al nuevo colegio y a la nueva ciudad, y además un perro? "Que no cabe en ninguna parte", dijo Marta, práctica. "Que molestará a los pasajeros”, explicó mi suegra sin saber que pre­viamente me justificaba, y los chicos lloraron, y yo no mi­raba ni a ellos ni a ti, José. Pero sólo tú y yo sabemos que te abandoné porque eras la posibilidad constante del crimen que yo nunca había cometido. La posibilidad de que yo pe­cara, el disimulo en mis ojos, ya era pecado. Entonces pequé en seguida para ser culpable en seguida. Y este crimen susti­tuye el crimen mayor que yo no tendría coraje de cometer», pensó el hombre cada vez más lúcido.
«Hay tantas formas de ser culpable y de perderse para siempre y de traicionarse y de no enfrentarse. Yo elegí la de herir a un perro», pensó el hombre. «Porque yo sabía que ése sería un crimen menor y que nadie va al Infierno por abandonar un perro que confió en un hombre. Porque yo sabía que ese crimen no era punible.»
Sentado en la llanura, su cabeza matemática estaba fría e inteligente. Sólo ahora él parecía comprender, en toda su helada plenitud, que había hecho con el perro algo real­mente impune y para siempre. Pues todavía no habían in­ventado castigo para los grandes crímenes disfrazados y pa­ra las profundas traiciones.
Un hombre aún conseguía ser más astuto que el Juicio Final. Nadie le condenaba por ese crimen. Ni la Iglesia. «Todos son mis cómplices, José. Yo tendría que golpear de puerta en puerta y mendigar para que me acusaran y me castigasen: todos me cerrarían la puerta con la cara repentina­mente enfurecida. Nadie condena este crimen. Ni tú, Jo­sé, me condenarías. Pues bastaría a esta persona poderosa que soy elegir llamarte, y desde tu abandono en las calles, en un salto me lamerías la cara con alegría y perdón. Yo te daría la otra mejilla para que la besaras.»
El hombre se quitó las gafas, respiró, se las puso otra vez.
Miró la tumba abierta. En la que él había enterrado a un perro desconocido en tributo del perro abandonado, tratando de pagar la deuda que inquietamente nadie le co­braba. Procurando castigarse con un acto de bondad y que­dar libre de su crimen. Como alguien da una limosna para por fin poder comer el pastel a causa del cual el otro no co­mió el pan.
Pero como si José, el perro abandonado, exigiese de él mucho más que la mentira; como si exigiese que él, en un último arranque, fuese un hombre -y como hombre asu­miera su crimen-, él miraba la tumba donde había enterra­do su debilidad y su condición. Y ahora, más matemático aún, buscaba una manera de no castigarse. Él no debía ser consolado. Procuraba fríamente una manera de destruir el falso entierro del perro desconocido. Descendió entonces, y solemne, calmo, con movimientos simples, desenterró al pe­rro. El perro oscuro finalmente apareció entero, extrañamen­te, con la tierra en las pestañas, los ojos abiertos y cristaliza­dos. Y así el profesor de matemáticas renovó para siempre su crimen. El hombre miró entonces para todos lados y hacia el cielo pidiendo testigos para lo que había hecho. Y como si aún no bastara, comenzó a descender las laderas en dirección al seno de la familia.

Clarice Lispector