Casa Usher son María, Anna y Gerard,
libreros con una amplia trayectoria en el mundo del libro, que han unido
esfuerzos para hacer realidad el modelo de librería que siempre han querido tener.
Una librería que ofrece una cuidadosa selección para todos los públicos,
incluyendo secciones de narrativa, infantil, libro ilustrado y cómic, ensayo,
libro práctico, cocina y con una atención especial al mundo del vino.
Lleva a cabo una agenda cultural
rica y variada, llena de actos, así como talleres y cursos. Todo esto en un
espacio centenario con mucha personalidad, en el que es fácil encontrarse a
gusto, y donde podréis descubrir vinos y disfrutar de un café en el patio.
El corazón delator
¡Es cierto! Siempre he sido nervioso, muy nervioso,
terriblemente nervioso. ¿Pero por qué afirman ustedes que estoy loco? La enfermedad
había agudizado mis sentidos, en vez de destruirlos o embotarlos. Y mi oído era
el más agudo de todos. Oía todo lo que puede oírse en la tierra y en el cielo.
Muchas cosas oí en el infierno. ¿Cómo puedo estar loco, entonces? Escuchen...
y observen con cuánta cordura, con cuánta tranquilidad les cuento mi historia.
Me es imposible decir cómo aquella idea me entró en la
cabeza por primera vez; pero, una vez concebida, me acosó noche y día. Yo no
perseguía ningún propósito. Ni tampoco estaba colérico. Quería mucho al viejo.
Jamás me había hecho nada malo. Jamás me insultó. Su dinero no me interesaba.
Me parece que fue su ojo. ¡Sí, eso fue! Tenía un ojo semejante al de un
buitre... Un ojo celeste, y velado por una tela. Cada vez que lo clavaba en mí
se me helaba la sangre. Y así, poco a poco, muy gradualmente, me fui decidiendo
a matar al viejo y librarme de aquel ojo para siempre.
Presten atención ahora. Ustedes me toman por loco. Pero
los locos no saben nada. En cambio... ¡si hubieran podido verme! ¡Si hubieran
podido ver con qué habilidad procedí! ¡Con qué cuidado... con qué previsión...
con qué disimulo me puse a la obra! Jamás fui más amable con el viejo que la
semana antes de matarlo. Todas las noches, hacia las doce, hacía yo girar el
picaporte de su puerta y la abría... ¡oh, tan suavemente! Y entonces, cuando la
abertura era lo bastante grande para pasar la cabeza, levantaba una linterna
sorda, cerrada, completamente cerrada, de manera que no se viera ninguna luz y
tras ella pasaba la cabeza. ¡Oh, ustedes se hubieran reído al ver cuán
astutamente pasaba la cabeza! La movía lentamente... muy, muy lentamente, a fin
de no perturbar el sueño del viejo. Me llevaba una hora entera introducir
completamente la cabeza por la abertura de la puerta, hasta verlo tendido en su
cama. ¿Eh? ¿Es que un loco hubiera sido tan prudente como yo? Y entonces,
cuando tenía la cabeza completamente dentro del cuarto, abría la linterna cautelosamente...
¡oh, tan cautelosamente! Sí, cautelosamente iba abriendo la linterna (pues
crujían las bisagras), la iba abriendo lo suficiente para que un solo rayo de
luz cayera sobre el ojo de buitre. Y esto lo hice durante siete largas noches...
cada noche, a las doce... pero siempre encontré el ojo cerrado, y por eso me
era imposible cumplir mi obra, porque no era el viejo quien me irritaba, sino
el mal de ojo. Y por la mañana, apenas iniciado el día, entraba sin miedo en su
habitación y le hablaba resueltamente, llamándole por su nombre con voz cordial
y preguntándole cómo había pasado la noche. Ya ven ustedes que tendría que
haber sido un viejo muy astuto para sospechar que todas las noches, justamente
a las doce, iba yo a mirarle mientras dormía.
Al llegar la octava noche, procedí con mayor cautela que
de costumbre al abrir la puerta. El minutero de un reloj se mueve con más
rapidez de lo que se movía mi mano. Jamás, antes de aquella noche, había sentido
el alcance de mis facultades, de mi sagacidad. Apenas lograba contener mi
impresión de triunfo. ¡Pensar que estaba ahí, abriendo poco a poco la puerta,
y que él ni siquiera soñaba con mis secretas intenciones o pensamientos! Me reí
entre dientes ante esta idea, y quizá me oyó, porque le sentí moverse repentinamente
en la cama, como si se sobresaltara. Ustedes pensarán que me eché hacia
atrás... pero no. Su cuarto estaba tan negro como la pez, ya que el viejo
cerraba completamente las persianas por miedo a los ladrones; yo sabía que le
era imposible distinguir la abertura de la puerta, y seguí empujando
suavemente, suavemente.
Había ya pasado la cabeza y me disponía a abrir la linterna,
cuando mi pulgar resbaló en el cierre metálico y el viejo se enderezó en el
lecho, gritando:
-¿Quién está ahí?
Permanecí inmóvil, sin decir palabra. Durante una
hora entera no moví un solo músculo, y en todo ese tiempo no oí que volviera a
tenderse en la cama. Seguía sentado, escuchando... tal como yo lo había hecho,
noche tras noche, mientras escuchaba en la pared los taladros cuyo sonido
anuncia la muerte.
Oí de pronto un leve quejido, y supe que era el
quejido que nace del terror. No expresaba dolor o pena... ¡oh, no! Era el
ahogado sonido que brota del fondo del alma cuando el espanto la sobrecoge.
Bien conocía yo ese sonido. Muchas noches, justamente a las doce, cuando el
mundo entero dormía, surgió de mi pecho, ahondando con su espantoso eco los
terrores que me enloquecían. Repito que lo conocía bien. Comprendí lo que
estaba sintiendo el viejo y le tuve lástima, aunque me reía en el fondo de mi
corazón. Comprendí que había estado despierto desde el primer leve ruido,
cuando se movió en la cama. Había tratado de decirse que aquel ruido no era
nada, pero sin conseguirlo. Pensaba: «No es más que el viento en la chimenea...
o un grillo que chirrió una sola vez.» Sí, había tratado de darse ánimo con
esas suposiciones, pero todo era en vano. Todo era en vano, porque la Muerte se había aproximado
a él, deslizándose furtiva y envolvía a su víctima. Y la fúnebre influencia de
aquella sombra imperceptible era la que le movía a sentir -aunque no podía verla
ni oírla-, a sentir la presencia de mi cabeza dentro de la habitación.
Después de haber esperado largo tiempo, con toda paciencia,
sin oír que volviera a acostarse, resolví abrir una pequeña, una pequeñísima
ranura en la linterna. Así lo hice -no pueden imaginarse ustedes con qué
cuidado, con qué inmenso cuidado-, hasta que un fino rayo de luz, semejante al
hilo de la araña, brotó de la ranura y cayó de lleno sobre el ojo de buitre.
Estaba abierto, abierto de par en par... y yo empecé a enfurecerme
mientras le miraba. Le vi con toda claridad, de un azul apagado y con aquella
horrible tela que me helaba hasta el tuétano. Pero no podía ver nada de la cara
o del cuerpo del viejo, pues, como movido por un instinto, había orientado el
haz de luz exactamente hacia el punto maldito.
¿No les he dicho ya que lo que toman erradamente por
locura es sólo una excesiva agudeza de los sentidos? En aquel momento llegó a
mis oídos un resonar apagado y presuroso, como el que podría hacer un reloj
envuelto en algodón. Aquel sonido también me era familiar. Era el latir
del corazón del viejo. Aumentó aún más mi furia, tal como el redoblar de un
tambor estimula el coraje de un soldado.
Pero, incluso entonces, me contuve y seguí callado. Apenas
sí respiraba. Sostenía la linterna de modo que no se moviera, tratando de
mantener con toda la firmeza posible el haz de luz sobre el ojo. Entretanto, el
infernal latir del corazón iba en aumento. Se hacía cada vez más rápido, cada
vez más fuerte, momento a momento. El espanto del viejo tenía que ser terrible.
¡Cada vez más fuerte, más fuerte! ¿Me siguen ustedes con atención? Les he
dicho que soy nervioso. Sí, lo soy. Y ahora, a medianoche, en el terrible
silencio de aquella antigua casa, un resonar tan extraño como aquél me llenó de
un horror incontrolable. Sin embargo, me contuve todavía algunos minutos y
permanecí inmóvil. ¡Pero el latido crecía cada vez más fuerte, más fuerte! Me
pareció que aquel corazón iba a estallar. Y una nueva ansiedad se apoderó de
mí... ¡Algún vecino podía escuchar aquel sonido! ¡La hora del viejo había
sonado! Lanzando un alarido, abrí del todo la linterna y me precipité en la
habitación. El viejo clamó una vez... nada más que una vez. Me bastó un
segundo para arrojarle al suelo y echarle encima el pesado colchón. Sonreí
alegremente al ver lo fácil que me había resultado todo. Pero, durante varios
minutos, el corazón siguió latiendo con un sonido ahogado. Claro que no me
preocupaba, pues nadie podría escucharlo a través de las paredes. Cesó, por
fin, de latir. El viejo había muerto. Levanté el colchón y examiné el cadáver.
Sí, estaba muerto, completamente muerto. Apoyé la mano sobre el corazón y la
mantuve así largo tiempo. No se sentía el menor latido. El viejo estaba bien
muerto. Su ojo no volvería a molestarme.
Si ustedes continúan tomándome por loco dejarán de hacerlo
cuando les describa las astutas precauciones que adopté para esconder el
cadáver. La noche avanzaba, mientras yo cumplía mi trabajo con rapidez, pero en
silencio. Ante todo descuarticé el cadáver. Le corté la cabeza, brazos y
piernas.
Levanté luego tres planchas del piso de la habitación y escondí
los restos en el hueco. Volví a colocar los tablones con tanta habilidad que
ningún ojo humano -ni siquiera el suyo- hubiera podido advertir la menor
diferencia. No había nada que lavar... ninguna mancha... ningún rastro de
sangre. Yo era demasiado precavido para eso. Una cuba había recogido todo...
¡ja, ja!
Cuando hube terminado mi tarea eran las cuatro de la
madrugada, pero seguía tan oscuro como a medianoche. En momentos en que se oían
las campanadas de la hora, golpearon a la puerta de la calle. Acudí a abrir
con toda tranquilidad, pues ¿qué podía temer ahora?
Hallé a tres caballeros, que se presentaron muy civilmente
como oficiales de policía. Durante la noche, un vecino había escuchado un
alarido, por lo cual se sospechaba la posibilidad de algún atentado. Al recibir
este informe en el puesto de policía, habían comisionado a los tres agentes
para que registraran el lugar.
Sonreí, pues... ¿qué tenía que temer? Di la
bienvenida a los oficiales y les expliqué que yo había lanzado aquel grito
durante una pesadilla. Les hice saber que el viejo se había ausentado a la
campaña. Llevé a los visitantes a recorrer la casa y los invité a que revisaran,
a que revisaran bien. Finalmente, acabé conduciéndolos a la habitación
del muerto. Les mostré sus caudales intactos y cómo cada cosa se hallaba en su
lugar. En el entusiasmo de mis confidencias traje sillas a la habitación y pedí
a los tres caballeros que descansaran allí de su fatiga, mientras yo
mismo, con la audacia de mi perfecto triunfo, colocaba mi silla en el exacto
punto bajo el cual reposaba el cadáver de mi víctima.
Los oficiales se sentían satisfechos. Mis modales los
habían convencido. Por mi parte, me hallaba perfectamente cómodo. Sentáronse y
hablaron de cosas comunes, mientras yo les contestaba con animación. Mas, al
cabo de un rato, empecé a notar que me ponía pálido y deseé que se marcharan.
Me dolía la cabeza y creía percibir un zumbido en los oídos; pero los policías
continuaban sentados y charlando. El zumbido se hizo más intenso; seguía
resonando y era cada vez más intenso. Hablé en voz muy alta para librarme de
esa sensación, pero continuaba lo mismo y se iba haciendo cada vez más clara...
hasta que, al fin, me di cuenta de que aquel sonido no se producía dentro de
mis oídos.
Sin duda, debí de ponerme muy pálido, pero seguí hablando
con creciente soltura y levantando mucho la voz. Empero, el sonido aumentaba...
¿y qué podía yo? Era un resonar apagado y presuroso..., un sonido como el
que podría hacer un reloj envuelto en algodón. Yo jadeaba, tratando de recobrar
el aliento, y, sin embargo, los policías no habían oído nada. Hablé con mayor
rapidez, con vehemencia, pero el sonido crecía continuamente. Me puse en
pie y discutí sobre insignificancias en voz muy alta y con violentas
gesticulaciones; pero el sonido crecía continuamente. ¿Por qué no se iban? Anduve
de un lado a otro, a grandes pasos, como si las observaciones de aquellos hombres
me enfurecieran; pero el sonido crecía continuamente. ¡Oh, Dios! ¿Qué
podía hacer yo? Lancé espumarajos de rabia... maldije... juré...
Balanceando la silla sobre la cual me había sentado, raspé con ella las
tablas del piso, pero el sonido sobrepujaba todos los otros y crecía sin
cesar. ¡Más alto... más alto... más alto! Y entretanto los hombres
seguían charlando plácidamente y sonriendo. ¿Era posible que no oyeran?
¡Santo Dios! ¡No, no! ¡Claro que oían y que sospechaban! ¡Sabían... y se
estaban burlando de mi horror! ¡Sí, así lo pensé y así lo pienso hoy! ¡Pero
cualquier cosa era preferible a aquella agonía! ¡Cualquier cosa sería más
tolerable que aquel escarnio! ¡No podía soportar más tiempo sus sonrisas
hipócritas! ¡Sentí que tenía que gritar o morir, y entonces... otra vez...
escuchen... más fuerte... más fuerte... más fuerte... más fuerte!
-¡Basta ya de fingir, malvados! -aullé-. ¡Confieso que lo
maté! ¡Levanten esos tablones! ¡Ahí... ahí! ¡Donde está latiendo su horrible
corazón!
Edgar Allan Poe