El viento, llegando a la ciudad desde lejos, le trae regalos inesperados, de los que tan sólo se aperciben algunas almas sensibles, como las afectadas por la fiebre del heno, a las cuales hace estornudar el polen de flores de otras tierras.
Un día, a la franja de tierra de un paseo ciudadano llegó, a saber cómo, una ráfaga de esporas, y se formaron hongos. Nadie se dio cuenta salvo el peón Marcovaldo, que precisamente allí tomaba cada mañana el tranvía.
Tenía este Marcovaldo un ojo poco adecuado a la vida de la ciudad: carteles, semáforos, escaparates, rótulos luminosos, anuncios, por estudiados que estuvieran para atraer la atención, jamás detenían su mirada que parecía vagar por las arenas del desierto. En cambio una hoja que amarilleara en una rama, una pluma que quedase enganchada en una teja, nunca se le pasaban por alto: no había tábano en el lomo de un caballo, taladro de carcoma en una mesa, pellejo de higo escachado en la acera que Marcovaldo no notase, y no hiciese objeto de cavilación, descubriendo las mudanzas de las estaciones, las apetencias de su ánimo y la miseria de su existencia.
Así, una mañana, esperando el tranvía que le llevaba a la compañía Sbav donde servía como mozo, notó una cosa insólita cerca de la parada, en la franja de tierra estéril y costrosa que sigue el arbolado del paseo: aquí y allá, al pie de los árboles, parecía que se formaban chichones, alguno de los cuales se abría y dejaba asomar redondos cuerpos subterráneos.
Se agachó para atarse los zapatos y miró con atención: ¡eran hongos, verdaderas setas, que estaban brotando en pleno centro de la ciudad! A Marcovaldo le pareció que el mundo gris y mísero que le circundaba se hacía de pronto pródigo en riquezas ocultas, y que aún cabía esperar algo de la vida, además del salario base, la gratificación, el subsidio familiar y el plus de carestía de vida.
Durante el trabajo estuvo más despistado que de costumbre; no se le quitaba del pensamiento que mientras él permanecía allí descargando paquetes y cajones, en la oscuridad de la tierra los hongos silenciosos, lentos, que sólo él conocía, iban madurando su pulpa porosa, absorbían jugos subterráneos, rompían la costra de los terrones. «Bastaría con que lloviera una noche», se dijo, «y ya estarían a punto». Y no veía la hora de hacer partícipes del descubrimiento a su mujer y a los seis hijos.
-¡Una cosa os diré! -anunció durante el exiguo almuerzo-. ¡Antes de una semana comeremos setas! ¡Un buen plato de ellas! ¡Os lo aseguro!
Y a los hijos más pequeños, que ni sabían lo que eran las setas, les explicó con embeleso la hermosura de sus muchas especies, la delicadeza de su sabor, y cómo había que cocinarlas; tanto que la charla despertó el interés de su esposa Domitilla, que hasta entonces se había mostrado más bien incrédula y distraída.
-¿Y dónde andan esas setas? -preguntaron los chicos-. ¡Dinos dónde crecen!
A cuya pregunta el entusiasmo de Marcovaldo se vio frenado por un razonamiento receloso: «Suponte que se lo explique, ellos van a buscarlas con una de las consabidas bandas de granujas, se corre la voz en el barrio, ¡y las setas acaban en las cazuelas de los demás!». Así, aquel hallazgo que al momento le había embargado de amor universal el pecho, ahora le llevaba al frenesí de la posesión, le llenaba de un temor celoso y desconfiado.
-El lugar de las setas me lo sé yo, y sólo yo -dijo a sus hijos-, y ¡ay de vosotros si se os escapa una palabra!
A la mañana siguiente, Marcovaldo, conforme se aproximaba a la parada del tranvía, era todo aprensión. Inclinándose sobre el lugar respiró al ver los hongos algo crecidos, aunque no mucho, todavía casi enteramente ocultos por la tierra.
Seguía en esa posición cuando se dio cuenta de que había alguien a su espalda. Se enderezó de golpe y trató de adoptar un aire indiferente. Era un barrendero que no le quitaba ojo, apoyado en su escobón.
El tal barrendero, en cuya jurisdicción se hallaban los hongos, era un joven cuatro ojos y larguirucho. Se llamaba Amadigi, y a Marcovaldo siempre le había caído mal, tal vez por culpa de aquellas gafas que escudriñaban el asfalto de las calles en busca del menor vestigio natural para borrarlo a escobazos.
Era sábado y Marcovaldo pasó la media jornada libre rondando con fingida indiferencia aquel lugar, acechando de lejos al barrendero y los hongos, y calculando el tiempo que les faltaba para estar en sazón.
Aquella noche se puso a llover: como los campesinos tras meses de sequía se despabilan y saltan de júbilo al susurro de las primeras gotas, así Marcovaldo, único en toda la ciudad, se incorporó en la cama y llamó a los suyos. «Está lloviendo, está lloviendo», y aspiraba el olor a polvo mojado y moho fresco que llegaba de la calle.
Al amanecer -era domingo-, en compañía de los niños, con un cesto que le prestaron, fue corriendo a los árboles. Allí estaban las setas, tiesas sobre su pie, con los sombreritos elevados sobre la tierra aún rezumante de agua.
-¡Viva! -y se lanzaron a recolectarlas.
-¡Papá, mira ese señor cuántas se lleva! -dijo Michelino, y levantando la cabeza el padre vio, de pie junto a ellos, a Amadigi, también él cargado con un cesto lleno de hongos.
-Ah, ¿también vosotros las recogéis? -soltó el barrendero-. ¿Así que se pueden comer? Yo me he hecho con unas cuantas, pero no me acababa de fiar... Ahí abajo, en el paseo, las hay todavía más grandes... Bien, ahora que lo sé, voy a avisar a mis parientes que están allí discutiendo si es cosa de llevárselas o no... -y se alejó a buen paso.
Marcovaldo no pudo articular palabra: setas todavía más gordas, y él no las había visto, una cosecha que ni soñada, y se las llevaban tan ricamente, en sus propias narices. Por un momento se sintió como petrificado de ira, de rabia; luego -como a veces sucede- los vapores de aquellas pasiones individuales se transformaron en un arranque generoso. A aquellas horas, mucha gente estaba esperando el tranvía, con el paraguas colgado del brazo, porque el tiempo seguía húmedo e incierto.
-¡Eh, vosotros! ¿Os queréis comer un buen plato de setas esta noche? -gritó Marcovaldo a la gente agolpada en la parada-. ¡Han crecido setas aquí, en el paseo! ¡Venid conmigo! ¡Hay para todos! -y salió en pos de Amadigi, seguido por un montón de gente.
Todavía hallaron setas para todos y, a falta de cestos, las ponían en los paraguas abiertos. Alguien propuso:
-¡No estaría mal que hiciéramos una comida todos juntos! -sin embargo, cada cuál se quedó con sus setas y se marchó a su propia casa.
Pero pronto se volvieron a ver, es más, aquella noche, en la misma sala del hospital, después del lavado gástrico que a todos ellos salvó del envenenamiento: nada grave, porque la cantidad de hongos que comió cada cual fue bastante poca.
Marcovaldo y Amadigi tenían próximas las camas y se miraban de reojo.
Italo Calvino - Marcovaldo