Uno
Anda uno así, como si hubiera despertado de un sueño no
tenido, así, todo despabilado y con grandes ojeras porque se ha pasado la noche
dando vueltas en la cama, o mejor dicho, en el bar, en los bares, por donde
quiera, qué sé yo, imaginando la ciudad sobre ruedas, la ciudad que pasa entre
nubes, uno corriendo por avenidas de árboles cortados, árboles que se
multiplican, y doblan la carrera de uno, aceras muy altas donde jamás se trepa
tu corazón, mamposterías siniestras, altos edificios fríos con terrazas de
vidrio, lugares sin amos, rincones secos, toldos amenazados por el viento y esos
papeles que brillan a lo lejos, esos desechos de escritura, pedazos de la
carta, creo yo, que un día te escribí y no me contestaste y la rompiste, como
se rompen todas las cosas que a uno le duelen, el primer juguete, el payaso de
madera que hacía maromas cuando se apretaba así, aquí abajo, donde se juntaban
las dos piernas y había un travesaño que le imponía las reglas de su
movimiento, las reglas de la maestra en la escuela, para que fuéramos prudentes
y buenos hijos de la patria, pero tú eras sólo una payasa desmelenada y yo más
payaso que tú con mis miedos y mi media lengua y mi aritmética sin hacer, esos
malditos problemas de regla de tres, que nunca entendí, porque eran regla de
uno, sólo uno tenía que resolver esa barbarie de tres es igual a X, cuando el
problema, la trigonometría, la regla de cálculo, las hijueputeces, eran sólo
uno, sólo uno, el número del comienzo donde no había posibilidades de regresarse
ni posibilidades de avanzar, porque era muy difícil todo ese camino lleno de
sustracciones y multiplicaciones y restas y divisiones y uno quería ser uno
porque el camino de los sueños prometía muchas ansias.
¿Qué se soñaba allí? Bastantes cosas, si lo supieras.
Demasiada geografía. Puro mapa en tela de hule o tela brillante. Las tierras y
los sueños eran puro mapa. Y las cosas muy arbitrarias, porque los dinosaurios
se mezclaban con la catedral de Nuestra Señora de París, o Notre Dame, como
decía la maestra, en su elegante francés. Pero yo no entendía que las cosas o
los asuntos se montaran unos sobre otros. No entendía, pero me gustaba. La
flora y la fauna confundidas con Bolívar y Napoleón. Tierras más arriba, es
decir, regla o puntero más arriba, porque estábamos en la salita pobre de la escuela
y la única manera de avanzar sobre el mundo eran los gráficos, el mapa sobre
todo, aunque para los efectos de la clase de ciencias también estaba el cuerpo
humano lleno de venas y estirones y sangre, láminas que siempre me dieron miedo
y parecían un turno de farmacia, pero no era eso de lo que hablaba sino lo
que estaba más arriba de Napoleón y Bolívar, lo que se doblaba y desdoblaba
cerca del Polo Norte, en el estrecho de Bering.
Y luego Groenlandia, donde ya era imposible seguir, porque
en mitad del hielo había una casita llamada iglú, y eso me daba mucha
risa, porque nadie podía vivir entre letras y quejidos de oso, y sobre todo,
según dijo la maestra, en casas parecidas a cubetas de frigidaire, como
se llamaban las neveras o heladeras que llegaron por primera vez. El mapa se
descorría luego en promontorios, estrechos y volcanes. Todos juntos. Era lo que
más complicaba nuestra manera de ver. Uno quería ordenarlos mejor que el autor
del mapa. Mejor que lo dicho por la maestra. Uno ponía todo eso en su sitio,
porque el orden de la tierra, del mundo, tenía que tener la medida de nuestro
corazón. Pero el mapa o lámina no salía ganando. Nuestro orden ponía el osito
de los lugares fríos en el país tropical, porque allí estabas tú, donde
querías que en tu cumpleaños te regalaran un peluche para tu regodearte con
sus ternuras y sus ojos bobos y tu qué sé yo y tu no quererme a mí.
¿Qué es lo que uno busca lleno de esperanzas? Bueno, esa lucha
cruel, me decía yo. El que no te asomaras a la ventana cuando yo te silbaba.
El que te hicieras la loca cuando salías del colegio Madre Ráfols, colegio de
monjas como un panal de abejas visto desde el cerro, cuando los muchachos
tontos, que éramos nosotros, nos montábamos en la piedra más alta para mirarlas
a ustedes en el recreo y creer que las podríamos ver y que ustedes nos podrían
ver, pero yo sabía, y nunca se lo dije a ninguno, que la vista no llegaba tan
lejos como el deseo nuestro y por eso era mejor elevar un volantín, llenarlo de
colores fabricar su cola entorchada con telas de distintos recortes y enviarles
un mensaje por la cuerda, mientras lo hacíamos caer, con rebotes, sobre el
patio del recreo, para gran estruendo de las monjas y las celadoras y las
internas que sabían que ése era un mensaje de los cielos, enviado por nosotros,
con la intercesión, pensábamos, de María Auxiliadora.
El hilo se enredaba en las piedras y nos
arrastrábamos entre espinas, ramas secas, troncos filosos, vidrios rotos, trozos
de tela vieja, arenas coloradas, porque estábamos, o estaba yo, empecinado en
esa fe de tocar tu pelo de virgen, tu manto azul y las flores tan ansiadas, las
flores que para ese momento cubrían todo el cielo bajo un ramo de luz, bajo un
ramo de colores que iba de un cerro a otro cerro, atravesaba toda la ciudad,
como un arco iris que se desangra y un olor a lluvia fresca sin llover, un olor
a nubes que se han quedado quietas y ese resplandor de otro mundo, de otro
paisaje pintado al atardecer, mientras algún bosque, algunos bosques con
árboldorados como los árboles de los libros, como los animales pequeños que
sufren en las cacerías y se desangran después en el mercado, porque corrían por
los pastos para dar su amor y la verdad era que ellos, como yo, habían perdido
la ilusión.
¿Sufría uno? Claro que sí. Por las noches había calenturas,
toses, insomnio, mal dormir. Sobre todo hacía mucha sed y daba miedo pararse a
buscar agua en el tinajero del corredor. Salían muertos. Salían ratas. Salían
ruidos extraños. Pero había que ir y darse tropezones en las rodillas con los
materos, chocar con sillas que no existían durante el día, pensar que esa
lucecita a lo lejos, en el solar del fondo, no era un cocuyo sino el ojo de un
muerto, el muerto que corría después en forma de bola encendida por la barda de
don Demetrio Juárez, la barda de la casa grande donde pudo haber sido enterrado
un baúl con monedas de oro y correas de plata y uniformes de la Guerra Fe deral. Todo
eso era como un castigo. El precio de un castigo. Porque uno no tenía por qué
estar corriendo esos riesgos con los fantasmas, estar solito en plena noche,
contra el sereno de la huerta, pensando en ti que no pensabas en mí, y todo se
hubiera arreglado si hubieras puesto los labios así, en forma de cucurucho,
desde lejos, desde la baranda del palco, en el Cinelandia, y hubieras movido
la mano de la boca hacia los aires y con ello hubieras echado a volar el beso
que nunca llegó. Pero el vacío entre el patio y tu sillón de preferencia era muy
grande. Yo estaba a la intemperie, porque los cines de ese tiempo no tenían un
techo para las localidades baratas, no tenían ni siquiera sillas, sino unos
duros bancos de madera, alineados, con dificultades para ver la pantalla, con
dolores en la espalda y un olor a meaos y cera de chicles y solamente quedaba
tirar los ojos al cielo para simular distracción y encerrarse otra vez en el chorrito
de humo, en la luz que venía desde las máquinas de proyección hasta la tela
blanca del fondo, hasta la pantalla de lona donde también el muchacho de la
película estaba vacío de amar y de llorar.
No me sentí traicionado, lo digo ahora. Me sentí peor. Me
sentí dejado de un lado, como se decía entonces. Me sentí, cosa que no se
cuenta, muñeco en el rincón, ruedita de reloj que jamás tendrá sitio, bicho que
camina hacia ninguna parte por entre las hojas secas, bicho que no molesta,
hoja en la orilla de la piedra, ramita, pedacito de tronco, flor oculta,
rama olvidada, pluma de pájaro reseca, piel de culebra que ha mudado, hormiga
en extravío, gotas que nadie escucha, pluma que ha dado vueltas en el cielo
sin saber dónde irá a caer, campana que nadie oye, qué sé yo.
No te hacía culpable. Tú no eras mala. Pero eras lejana.
No entendías cómo mi pecho se alzaba como el pecho de los cantantes en las
veladas, como el pecho del que no puede dormir y las tías deben traerle el
ungüento para que las brujas y los pájaros negros lo dejen dormir. Pero quien
no dejaba dormir eras tú. Por no mirarme cuando estaba junto a la pila de agua
bendita, cuando me subí al altar mayor para apagar las velas, cuando me puse a
repicar las campanas como si en cada golpe te diera los pedazos del alma, los
trozos del amor como decía una revista que vi yo en la estafeta de correos
donde la señorita Herminia, que la ocultaba con mucho pudor, porque en las
noches podrían venir los diablos a llevársela en cuerpo, en cuerpo solamente,
porque ya el alma la había perdido en prenderle lámparas a los santos y puro
rezar.
El asunto, después, consistió en investigar si yo tenía un
corazón. El mismo que perdí. ¿Pero lo perdí cómo, cuándo, en qué condiciones,
cuál grado de culpabilidad, qué grado de intención? De hacer memoria, recuerdo
que hay una carretera larga, una promesa de ciudad en vez de pueblo, una catedral
en lugar de iglesia, unas palomas volando y un carrito de heladero con una
campana para que vinieran todos los ángeles del mantecado, la fresa, el
chocolate, el durazno y el limón. Más tarde, el parque se volvió lleno de
árboles y bancos. Se volvió de parejas. Se puso de color. Se convirtió en
parque grande. Se disfrazó de música y olores. De gente que se besaba bajo las
matas de acacias. Las matas, o la mata, o el tronco seco, donde nos besamos tú
y yo.
Pero después, en ese mismo parque, tú andabas vestida de
azul, disfrazada de azul, casi parecida a una estrella, casi aquella tarde de
la película, casi lo que fuera... y yo te fui a esperar y compré un ramo de
astromelias y barquillas que derramaban su helado de tutifruti y me paré en la
grama más limpia, desde el lugar del parque donde todo se podía ver, donde tú
no me podías olvidar, cargado de flores y regalos, donde no era posible que tus
ojos no vieran mis presentes, lo que llamaban ofrendas en los libros, que no
vieras mi ilusión y dieras vueltas en los árboles de colores donde me quedé
solo para llorar tu amor.
Al pasar mucho tiempo, Dios te trajo a mi destino. Digo yo
que Dios porque a quién sino a Dios se le hubiera ocurrido llegar tarde y no
pensar de que manera yo te podría querer. Dios se distrae por allí y olvida los
amores pobres que uno tiene, mis amores por ti, mi por ti muero y mi no puedo
vivir sin ti. Dios es olvidadizo o se burla de nosotros. No es para que nos
enojemos. Son cosas de Dios. Pero Dios no tenía por qué ser tan pendejo hasta
el punto de no saber cómo yo podría quererte. Entonces me puso a sufrir como aquél.
¿Quién sería aquél?... ¿Quién?... ¿Aquiles herido en ese potrero? ¿El
muchacho de la historieta tan burlado por su propia espada? ¿Un tal Romeo sin
una cuerda para subir a la ventana? ¿Quijano el Bueno con su única carta como
bandera? ¡Coño! Todo eso me lo aprendí en la escuela o quisieron enseñármelo y
así pasó.
Por eso sufrí tanto. O sufrió otro llamado aquél. Ese
que sufre en vida la tortura de llorar su propia muerte. O un poeta amigo que
yo no conocí y decía: «¡Ay si mi muerte muriera!...». Otro que hablaba de un
muerto enamorado. Y el viejo Antonio que sentía un golpe de ataúd como algo perfectamente
serio. Porque en el antiguo cementerio los muertos están ebrios de lluvia
antigua y sucia... Y hay que llorar la propia muerte. Como decía alguien: «¡No
quiero la muerte de los médicos! ¡Quiero mi propia muerte!». Y se murió lleno
de complicidades con el silencio, como su antepasado, ese que se fue con un
Cristo de metal clavado en el corazón, hasta que las putrefacciones lo
hicieran más digno.
En otras partes, otras gentes, más campesinas, lloran su
propia muerte. Yo las he visto entre pastizales, basuras y zamuros asomarse a
los cielos. La muerte propia tiene sus muñecos particulares. Algunos sonríen,
porque no tienen miedo. Otros bailan porque la muerte es un compás. Otros se
ponen con manos de imploración porque se van al cielo, a cualquier parte, en
cuerpo y alma. Los dioses de mi lugar son tan generosos, que no les preguntan a
los cadáveres a qué cielo pertenecen. A ellos les da lo mismo la eternidad. Y
se ponen a reír su propia muerte.
Pero como eres buena vas a salvar mi esperanza con tu amor.
No queda más nada. Ponte a fabricar muñecos de papel de periódicos, haz cintas,
cose, canta una canción. Si te pones a pasear por el supermercado, mirando las
vidrieras, como quien ve y no ve, te vuelves una reina de los cuentos, porque
todas las reinas son indiferentes, seguras, no miran hacia ningún lado porque
saben que todos las están mirando, sobre todo un idiota como yo, que mide cada
centímetro de tu blusa, los empujes de tus senos, así, tan como frutas y
después bajo hasta tu falda cortita, hasta tus piernas provocativas, tenues,
exhaustivas, singulares, piernas lisas, llameantes, para besarlas en sus
pequeños vellos medio rosados, para que hicieran ese gracioso arco en el paso
de la registradora, donde cuadraban el balance de las compras y ya tú te ibas
para siempre dejándome solitario entre las frutas, los dentífricos, las
pastillas de menta, unas hojas de afeitar y el pequeño almanaque de regalo.
Después te perdías entre los carritos de verduras, tu salida
hacia el estacionamiento, tu sonrisa, tu propina al muchacho que había llevado
los paquetes y tu adiós. Adiós quién sabe para quién, porque uno está tan solo
en su dolor. La cosa es el mismo peso de antes, en la escuela, en la escalera
de la plaza, en los bancos del templo cuando daban las seis y todas las palomas
se ponían a volar, como si quisieran coronarte o hacerte un arco de blancura y
aleteos, como si te quisieran poner distante del pobre enamorado que era yo,
lejano y temeroso, desde un banco de la plaza, donde lo único que caía a mi
favor eran una hojas amarillas cuando la tarde decía también adiós.
Quizás a esta distancia uno no ve mucho porque está ciego
en su penar. Asunto de verdades. Porque, ¿quién diablos está claro con tantas
lágrimas en los ojos, con tanta neblina sin explicación, con tanto rocío que
ha bajado de las nubes para que los pájaros le nieguen la vista, para que los
muñecos que representan los muertos, muertos de uno y de otro tiempo, nublaran
las tardes y entonces uno no te pudiera ver con alegría porque la pesadumbre
era lo propio en ese pueblo como la pesadumbre es lo propio de esta avenida,
después del supermercado, con todas las luces encendidas y los autos pasando
sin cesar, los autos rojos y amarillos y la luz verde que finalmente los deja
pasar para que tú te vayas con tus compras a otro lado del mundo y te pierdas en
las pasarelas de los edificios donde ya no se te puede ver porque uno está tan
ciego en su penar.
Hay, no nos engañemos, un punto cruel. Habría que ubicarlo
en otros límites, allá donde los árboles se vuelven marrones de puro disolverse
en hojas, allá donde los edificios no son más edificios sino manchas borrosas
que no abrigan a nadie, porque los afiches y las rayas de tizne y los escritos
insolentes no les permiten una vida independiente y además casi todos los locos
desmesurados del barrio depositan allí sus orines, ponen sus meaos tiernamente
en las paredes laterales mientras los bichitos y las hormigas marcan su
caminata interminable, su ejecución patriótica en torno a la edificación, su
silencio y su llanto nocturno que las asociaciones de vecinos jamás podrán ver
ni sentir porque el viento de la noche se les escapa como un pájaro extraviado
o un mendigo que recoge pedazos de cartón en la hora más solitaria donde a
veces se escucha un grito cruel. ¿Por qué cruel? Porque el odio es el punto
muerto de las almas, es la tumba que cavamos desde niños, aquella tarde de la
escuela y de la plaza, el desencuentro, el no habernos tropezado en la ciudad
radiosa, porque en el pueblo y la ciudad, si tú no apareces, como no apareciste
aquella vez, si no apareces como deberías aparecer ahora, todo se convierte en
una tumba horrenda del amor, se pierde la ilusión, y se maldice, porque uno se
ha quedao sin corazón.
Adriano González León