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miércoles, 27 de septiembre de 2017

Yacaré Libros







Uno

Anda uno así, como si hubiera despertado de un sueño no tenido, así, todo despabilado y con grandes ojeras porque se ha pasado la noche dando vueltas en la cama, o mejor di­cho, en el bar, en los bares, por donde quiera, qué sé yo, ima­ginando la ciudad sobre ruedas, la ciudad que pasa entre nu­bes, uno corriendo por avenidas de árboles cortados, árboles que se multiplican, y doblan la carrera de uno, aceras muy altas donde jamás se trepa tu corazón, mamposterías siniestras, altos edificios fríos con terrazas de vidrio, lugares sin amos, rincones secos, toldos amenazados por el viento y esos papeles que brillan a lo lejos, esos desechos de escritura, pedazos de la carta, creo yo, que un día te escribí y no me contestaste y la rompiste, como se rompen todas las cosas que a uno le due­len, el primer juguete, el payaso de madera que hacía maro­mas cuando se apretaba así, aquí abajo, donde se juntaban las dos piernas y había un travesaño que le imponía las reglas de su movimiento, las reglas de la maestra en la escuela, para que fuéramos prudentes y buenos hijos de la patria, pero tú eras sólo una payasa desmelenada y yo más payaso que tú con mis miedos y mi media lengua y mi aritmética sin hacer, esos malditos problemas de regla de tres, que nunca entendí, por­que eran regla de uno, sólo uno tenía que resolver esa barba­rie de tres es igual a X, cuando el problema, la trigonometría, la regla de cálculo, las hijueputeces, eran sólo uno, sólo uno, el número del comienzo donde no había posibilidades de re­gresarse ni posibilidades de avanzar, porque era muy difícil todo ese camino lleno de sustracciones y multiplicaciones y restas y divisiones y uno quería ser uno porque el camino de los sueños prometía muchas ansias.
¿Qué se soñaba allí? Bastantes cosas, si lo supieras. Demasiada geografía. Puro mapa en tela de hule o tela brillante. Las tierras y los sueños eran puro mapa. Y las cosas muy arbitrarias, porque los dinosaurios se mezclaban con la cate­dral de Nuestra Señora de París, o Notre Dame, como decía la maestra, en su elegante francés. Pero yo no entendía que las cosas o los asuntos se montaran unos sobre otros. No en­tendía, pero me gustaba. La flora y la fauna confundidas con Bolívar y Napoleón. Tierras más arriba, es decir, regla o puntero más arriba, porque estábamos en la salita pobre de la es­cuela y la única manera de avanzar sobre el mundo eran los gráficos, el mapa sobre todo, aunque para los efectos de la clase de ciencias también estaba el cuerpo humano lleno de venas y estirones y sangre, láminas que siempre me dieron miedo y pa­recían un turno de farmacia, pero no era eso de lo que habla­ba sino lo que estaba más arriba de Napoleón y Bolívar, lo que se doblaba y desdoblaba cerca del Polo Norte, en el estre­cho de Bering.
Y luego Groenlandia, donde ya era imposible seguir, porque en mitad del hielo había una casita llamada iglú, y eso me daba mucha risa, porque nadie podía vivir entre letras y quejidos de oso, y sobre todo, según dijo la maestra, en casas parecidas a cubetas de frigidaire, como se llamaban las neveras o heladeras que llegaron por primera vez. El mapa se descorría luego en promontorios, estrechos y volcanes. Todos juntos. Era lo que más complicaba nuestra manera de ver. Uno quería or­denarlos mejor que el autor del mapa. Mejor que lo dicho por la maestra. Uno ponía todo eso en su sitio, porque el orden de la tierra, del mundo, tenía que tener la medida de nuestro corazón. Pero el mapa o lámina no salía ganando. Nuestro orden ponía el osito de los lugares fríos en el país tropical, por­que allí estabas tú, donde querías que en tu cumpleaños te re­galaran un peluche para tu regodearte con sus ternuras y sus ojos bobos y tu qué sé yo y tu no quererme a mí.
¿Qué es lo que uno busca lleno de esperanzas? Bueno, esa lucha cruel, me decía yo. El que no te asomaras a la ven­tana cuando yo te silbaba. El que te hicieras la loca cuando salías del colegio Madre Ráfols, colegio de monjas como un panal de abejas visto desde el cerro, cuando los muchachos tontos, que éramos nosotros, nos montábamos en la piedra más alta para mirarlas a ustedes en el recreo y creer que las podría­mos ver y que ustedes nos podrían ver, pero yo sabía, y nunca se lo dije a ninguno, que la vista no llegaba tan lejos como el deseo nuestro y por eso era mejor elevar un volantín, llenarlo de colores fabricar su cola entorchada con telas de distintos recortes y enviarles un mensaje por la cuerda, mientras lo ha­cíamos caer, con rebotes, sobre el patio del recreo, para gran estruendo de las monjas y las celadoras y las internas que sa­bían que ése era un mensaje de los cielos, enviado por noso­tros, con la intercesión, pensábamos, de María Auxiliadora.
El hilo se enredaba en las piedras y nos arrastrábamos entre espinas, ramas secas, troncos filosos, vidrios rotos, tro­zos de tela vieja, arenas coloradas, porque estábamos, o estaba yo, empecinado en esa fe de tocar tu pelo de virgen, tu manto azul y las flores tan ansiadas, las flores que para ese momento cubrían todo el cielo bajo un ramo de luz, bajo un ramo de co­lores que iba de un cerro a otro cerro, atravesaba toda la ciudad, como un arco iris que se desangra y un olor a lluvia fresca sin llover, un olor a nubes que se han quedado quietas y ese res­plandor de otro mundo, de otro paisaje pintado al atardecer, mientras algún bosque, algunos bosques con árboldorados como los árboles de los libros, como los animales pequeños que sufren en las cacerías y se desangran después en el mercado, porque corrían por los pastos para dar su amor y la verdad era que ellos, como yo, habían perdido la ilusión.
¿Sufría uno? Claro que sí. Por las noches había calen­turas, toses, insomnio, mal dormir. Sobre todo hacía mucha sed y daba miedo pararse a buscar agua en el tinajero del corre­dor. Salían muertos. Salían ratas. Salían ruidos extraños. Pero había que ir y darse tropezones en las rodillas con los materos, chocar con sillas que no existían durante el día, pensar que esa lucecita a lo lejos, en el solar del fondo, no era un cocuyo sino el ojo de un muerto, el muerto que corría después en forma de bola encendida por la barda de don Demetrio Juárez, la barda de la casa grande donde pudo haber sido enterrado un baúl con monedas de oro y correas de plata y uniformes de la Guerra Fe­deral. Todo eso era como un castigo. El precio de un castigo. Porque uno no tenía por qué estar corriendo esos riesgos con los fantasmas, estar solito en plena noche, contra el sereno de la huerta, pensando en ti que no pensabas en mí, y todo se hu­biera arreglado si hubieras puesto los labios así, en forma de cucurucho, desde lejos, desde la baranda del palco, en el Cine­landia, y hubieras movido la mano de la boca hacia los aires y con ello hubieras echado a volar el beso que nunca llegó. Pero el vacío entre el patio y tu sillón de preferencia era muy gran­de. Yo estaba a la intemperie, porque los cines de ese tiempo no tenían un techo para las localidades baratas, no tenían ni si­quiera sillas, sino unos duros bancos de madera, alineados, con dificultades para ver la pantalla, con dolores en la espalda y un olor a meaos y cera de chicles y solamente quedaba tirar los ojos al cielo para simular distracción y encerrarse otra vez en el chorrito de humo, en la luz que venía desde las máquinas de proyección hasta la tela blanca del fondo, hasta la pantalla de lona donde también el muchacho de la película estaba va­cío de amar y de llorar.
No me sentí traicionado, lo digo ahora. Me sentí peor. Me sentí dejado de un lado, como se decía entonces. Me sentí, cosa que no se cuenta, muñeco en el rincón, ruedita de reloj que jamás tendrá sitio, bicho que camina hacia ninguna parte por entre las hojas secas, bicho que no molesta, hoja en la orilla de la piedra, ramita, pedacito de tronco, flor oculta, rama olvidada, pluma de pájaro reseca, piel de culebra que ha mudado, hormiga en extravío, gotas que nadie escucha, plu­ma que ha dado vueltas en el cielo sin saber dónde irá a caer, campana que nadie oye, qué sé yo.
No te hacía culpable. Tú no eras mala. Pero eras leja­na. No entendías cómo mi pecho se alzaba como el pecho de los cantantes en las veladas, como el pecho del que no puede dormir y las tías deben traerle el ungüento para que las brujas y los pájaros negros lo dejen dormir. Pero quien no dejaba dor­mir eras tú. Por no mirarme cuando estaba junto a la pila de agua bendita, cuando me subí al altar mayor para apagar las velas, cuando me puse a repicar las campanas como si en cada golpe te diera los pedazos del alma, los trozos del amor como decía una revista que vi yo en la estafeta de correos donde la se­ñorita Herminia, que la ocultaba con mucho pudor, porque en las noches podrían venir los diablos a llevársela en cuerpo, en cuerpo solamente, porque ya el alma la había perdido en pren­derle lámparas a los santos y puro rezar.
El asunto, después, consistió en investigar si yo tenía un corazón. El mismo que perdí. ¿Pero lo perdí cómo, cuándo, en qué condiciones, cuál grado de culpabilidad, qué grado de intención? De hacer memoria, recuerdo que hay una carretera larga, una promesa de ciudad en vez de pueblo, una catedral en lugar de iglesia, unas palomas volando y un carrito de hela­dero con una campana para que vinieran todos los ángeles del mantecado, la fresa, el chocolate, el durazno y el limón. Más tarde, el parque se volvió lleno de árboles y bancos. Se volvió de parejas. Se puso de color. Se convirtió en parque grande. Se disfrazó de música y olores. De gente que se besaba bajo las matas de acacias. Las matas, o la mata, o el tronco seco, donde nos besamos tú y yo.
Pero después, en ese mismo parque, tú andabas ves­tida de azul, disfrazada de azul, casi parecida a una estrella, casi aquella tarde de la película, casi lo que fuera... y yo te fui a esperar y compré un ramo de astromelias y barquillas que de­rramaban su helado de tutifruti y me paré en la grama más limpia, desde el lugar del parque donde todo se podía ver, don­de tú no me podías olvidar, cargado de flores y regalos, donde no era posible que tus ojos no vieran mis presentes, lo que lla­maban ofrendas en los libros, que no vieras mi ilusión y dieras vueltas en los árboles de colores donde me quedé solo para llo­rar tu amor.
Al pasar mucho tiempo, Dios te trajo a mi destino. Digo yo que Dios porque a quién sino a Dios se le hubiera ocurrido llegar tarde y no pensar de que manera yo te podría querer. Dios se distrae por allí y olvida los amores pobres que uno tiene, mis amores por ti, mi por ti muero y mi no puedo vivir sin ti. Dios es olvidadizo o se burla de nosotros. No es para que nos enojemos. Son cosas de Dios. Pero Dios no tenía por qué ser tan pendejo hasta el punto de no saber cómo yo podría quererte. Entonces me puso a sufrir como aquél. ¿Quién sería aquél?... ¿Quién?... ¿Aquiles herido en ese potrero? ¿El muchacho de la historieta tan burlado por su propia espada? ¿Un tal Romeo sin una cuerda para subir a la ventana? ¿Qui­jano el Bueno con su única carta como bandera? ¡Coño! Todo eso me lo aprendí en la escuela o quisieron enseñármelo y así pasó.
Por eso sufrí tanto. O sufrió otro llamado aquél. Ese que sufre en vida la tortura de llorar su propia muerte. O un poeta amigo que yo no conocí y decía: «¡Ay si mi muerte muriera!...». Otro que hablaba de un muerto enamorado. Y el viejo Antonio que sentía un golpe de ataúd como algo per­fectamente serio. Porque en el antiguo cementerio los muer­tos están ebrios de lluvia antigua y sucia... Y hay que llorar la propia muerte. Como decía alguien: «¡No quiero la muerte de los médicos! ¡Quiero mi propia muerte!». Y se murió lle­no de complicidades con el silencio, como su antepasado, ese que se fue con un Cristo de metal clavado en el corazón, has­ta que las putrefacciones lo hicieran más digno.
En otras partes, otras gentes, más campesinas, lloran su propia muerte. Yo las he visto entre pastizales, basuras y zamuros asomarse a los cielos. La muerte propia tiene sus mu­ñecos particulares. Algunos sonríen, porque no tienen mie­do. Otros bailan porque la muerte es un compás. Otros se ponen con manos de imploración porque se van al cielo, a cualquier parte, en cuerpo y alma. Los dioses de mi lugar son tan generosos, que no les preguntan a los cadáveres a qué cielo pertenecen. A ellos les da lo mismo la eternidad. Y se ponen a reír su propia muerte.
Pero como eres buena vas a salvar mi esperanza con tu amor. No queda más nada. Ponte a fabricar muñecos de papel de periódicos, haz cintas, cose, canta una canción. Si te pones a pasear por el supermercado, mirando las vidrieras, como quien ve y no ve, te vuelves una reina de los cuentos, porque todas las reinas son indiferentes, seguras, no miran hacia nin­gún lado porque saben que todos las están mirando, sobre to­do un idiota como yo, que mide cada centímetro de tu blusa, los empujes de tus senos, así, tan como frutas y después bajo hasta tu falda cortita, hasta tus piernas provocativas, tenues, exhaustivas, singulares, piernas lisas, llameantes, para besar­las en sus pequeños vellos medio rosados, para que hicieran ese gracioso arco en el paso de la registradora, donde cuadra­ban el balance de las compras y ya tú te ibas para siempre dejándome solitario entre las frutas, los dentífricos, las pastillas de menta, unas hojas de afeitar y el pequeño almanaque de regalo.
Después te perdías entre los carritos de verduras, tu sa­lida hacia el estacionamiento, tu sonrisa, tu propina al mucha­cho que había llevado los paquetes y tu adiós. Adiós quién sabe para quién, porque uno está tan solo en su dolor. La cosa es el mismo peso de antes, en la escuela, en la escalera de la plaza, en los bancos del templo cuando daban las seis y todas las palomas se ponían a volar, como si quisieran coronarte o hacerte un arco de blancura y aleteos, como si te quisieran poner distante del pobre enamorado que era yo, lejano y teme­roso, desde un banco de la plaza, donde lo único que caía a mi favor eran una hojas amarillas cuando la tarde decía también adiós.
Quizás a esta distancia uno no ve mucho porque está ciego en su penar. Asunto de verdades. Porque, ¿quién dia­blos está claro con tantas lágrimas en los ojos, con tanta ne­blina sin explicación, con tanto rocío que ha bajado de las nubes para que los pájaros le nieguen la vista, para que los muñecos que representan los muertos, muertos de uno y de otro tiempo, nublaran las tardes y entonces uno no te pudiera ver con alegría porque la pesadumbre era lo propio en ese pueblo como la pesadumbre es lo propio de esta avenida, des­pués del supermercado, con todas las luces encendidas y los autos pasando sin cesar, los autos rojos y amarillos y la luz verde que finalmente los deja pasar para que tú te vayas con tus compras a otro lado del mundo y te pierdas en las pasare­las de los edificios donde ya no se te puede ver porque uno está tan ciego en su penar.
Hay, no nos engañemos, un punto cruel. Habría que ubicarlo en otros límites, allá donde los árboles se vuelven marrones de puro disolverse en hojas, allá donde los edificios no son más edificios sino manchas borrosas que no abrigan a nadie, porque los afiches y las rayas de tizne y los escritos insolentes no les permiten una vida independiente y además casi todos los locos desmesurados del barrio depositan allí sus orines, ponen sus meaos tiernamente en las paredes laterales mientras los bichitos y las hormigas marcan su caminata in­terminable, su ejecución patriótica en torno a la edificación, su silencio y su llanto nocturno que las asociaciones de veci­nos jamás podrán ver ni sentir porque el viento de la noche se les escapa como un pájaro extraviado o un mendigo que reco­ge pedazos de cartón en la hora más solitaria donde a veces se escucha un grito cruel. ¿Por qué cruel? Porque el odio es el punto muerto de las almas, es la tumba que cavamos desde niños, aquella tarde de la escuela y de la plaza, el desencuen­tro, el no habernos tropezado en la ciudad radiosa, porque en el pueblo y la ciudad, si tú no apareces, como no apareciste aquella vez, si no apareces como deberías aparecer ahora, todo se convierte en una tumba horrenda del amor, se pierde la ilusión, y se maldice, porque uno se ha quedao sin corazón.

Adriano González León