Una vez que entraron en la cámara nupcial, cuyo techo formaba
piedra pómez, gozan al fin del placer de hablar libremente. Cerca uno del otro,
unen sus manos y se tienden sobre el lecho. Pero Citerea y Juno, que preside
los himeneos, les impulsan a nuevas empresas y les mueven a combates hasta
entonces desconocidos. Mientras él la acaricia con dulce abrazo, siente de
repente la llama del amor conyugal. «Oh virgen, rostro nuevo para mí,
hermosísima esposa, por fin has venido, mi único y esperado placer. Oh dulce
esposa, no ocurre esto sin la voluntad de los dioses. ¿Lucharás todavía contra
un amor que te es grato?». Mientras decía tales cosas, ella, que hacía mucho
tiempo que tenía vuelta la cabeza, le mira. Vacila temerosa y tiembla ante el
dardo que le amenaza, incierta entre el miedo y la esperanza, y de su boca
deja escapar estas palabras: «Por ti, por los padres que te engendraron de tal
condición, hermoso doncel, no más que por esta noche, te lo suplico, socorre a
una desamparada y apiádate de mis súplicas. Desfallezco. Mi lengua está sin
fuerzas, mi cuerpo ha perdido el vigor que conocía, la voz y las palabras no
me obedecen». Pero él replica: «En vano pretextas inútiles excusas», y sin
dilación alguna, libera su pudor.
Hasta aquí, para acomodarlo a castos oídos, he velado el
secreto nupcial con ambages y circunlocuciones. Pero como la festividad nupcial
goza de los fesceninos y esta clase de juego de conocida antigua raigambre
admite el atrevimiento del lenguaje, sacaré a la luz también los otros secretos
de la alcoba y la cama, espigándolos del mismo autor, hasta enrojecer de vergüenza
dos veces por haber hecho también de Virgilio un desvergonzado. Vosotros, si
queréis, poned fin en este punto a la lectura y dejad el resto a los curiosos.
Cuando se encuentran juntos en la soledad de la noche oscura,
y Venus en persona los llena de frenesí, se aprestan a nuevos combates. Se alza
él erecto, a pesar de todos los esfuerzos inútiles de ella, se abalanza sobre
su boca y su rostro, y pierna contra pierna, ardiente de pasión, la acosa,
tratando de alcanzar implacable partes más ocultas: un vergajo, que la ropa
ocultaba, rojo como las sanguinolentas bayas del yezgo y el minio, con la
cabeza descubierta y los pies entrelazados, monstruo horrible, deforme,
gigantesco y sin ojos, saca él de entre sus piernas y ciego de pasión se
abalanza sobre la temblorosa esposa. En un lugar apartado, al que conduce un estrecho
sendero, hay una hendidura inflamada y palpitante; de su oscuridad despide un
hedor mefítico. A ningún ser casto le es permitido franquear este umbral de
infamia. Aquí se abre una caverna horrenda: tales eran las emanaciones que
salían de sus tenebrosas fauces que ofendían el olfato. Aquí se encamina el
joven por una ruta que conoce bien, y tendiéndose sobre la esposa, blande con
el impulso de todas sus fuerzas una tosca lanza llena de arrugas y áspera de
corteza. Híncase la lanza y en el fondo bebió la sangre virginal. La cóncava
caverna resonó y dio un gemido. Ella, sintiéndose morir, arranca el dardo con
las manos, pero entre los huesos la punta por la herida ha penetrado profundamente
en la carne viva. Por tres veces ella, incorporándose y apoyándose sobre el
codo, se levantó, tres veces volvió a caer desplomada sobre el lecho. Él
permanece impasible. No hay pausa ni descanso: asido y fijo a su timón, en
ningún momento lo soltaba y mantenía los ojos clavados en las estrellas.
Recorre ida y vuelta el camino una y otra vez y, sacudiendo el vientre, traspasa
sus costados y los pulsa con plectro ebúrneo. Ya están casi al final de su
carrera y, agotados, se acercaban a la meta: entonces una agitada respiración
sacude sus miembros y seca sus bocas; ríos de sudor corren por todo su cuerpo.
Él se desploma exánime, mientras de su miembro el semen gotea.
AUSONIO, Centón nupcial