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lunes, 11 de septiembre de 2017

Arctos



Canto a la noche de bodas

Una vez que entraron en la cámara nupcial, cuyo techo formaba piedra pómez, gozan al fin del placer de hablar libremente. Cerca uno del otro, unen sus manos y se tienden sobre el lecho. Pero Citerea y Juno, que preside los himeneos, les impulsan a nuevas empresas y les mueven a combates hasta entonces desconocidos. Mientras él la acaricia con dulce abrazo, siente de repente la llama del amor conyugal. «Oh virgen, rostro nuevo para mí, hermosísima esposa, por fin has venido, mi único y esperado placer. Oh dulce esposa, no ocurre esto sin la voluntad de los dioses. ¿Lucharás toda­vía contra un amor que te es grato?». Mientras decía tales co­sas, ella, que hacía mucho tiempo que tenía vuelta la cabeza, le mira. Vacila temerosa y tiembla ante el dardo que le ame­naza, incierta entre el miedo y la esperanza, y de su boca deja escapar estas palabras: «Por ti, por los padres que te engen­draron de tal condición, hermoso doncel, no más que por esta noche, te lo suplico, socorre a una desamparada y apiá­date de mis súplicas. Desfallezco. Mi lengua está sin fuerzas, mi cuerpo ha perdido el vigor que conocía, la voz y las pala­bras no me obedecen». Pero él replica: «En vano pretextas inútiles excusas», y sin dilación alguna, libera su pudor.

Hasta aquí, para acomodarlo a castos oídos, he velado el secreto nupcial con ambages y circunlocuciones. Pero como la festividad nupcial goza de los fesceninos y esta clase de juego de conocida antigua raigambre admite el atrevimiento del lenguaje, sacaré a la luz también los otros secretos de la alcoba y la cama, espigándolos del mismo autor, hasta enro­jecer de vergüenza dos veces por haber hecho también de Virgilio un desvergonzado. Vosotros, si queréis, poned fin en este punto a la lectura y dejad el resto a los curiosos.

Cuando se encuentran juntos en la soledad de la noche os­cura, y Venus en persona los llena de frenesí, se aprestan a nuevos combates. Se alza él erecto, a pesar de todos los es­fuerzos inútiles de ella, se abalanza sobre su boca y su rostro, y pierna contra pierna, ardiente de pasión, la acosa, tratando de alcanzar implacable partes más ocultas: un vergajo, que la ropa ocultaba, rojo como las sanguinolentas bayas del yezgo y el minio, con la cabeza descubierta y los pies entrelazados, monstruo horrible, deforme, gigantesco y sin ojos, saca él de entre sus piernas y ciego de pasión se abalanza sobre la temblorosa esposa. En un lugar apartado, al que conduce un es­trecho sendero, hay una hendidura inflamada y palpitante; de su oscuridad despide un hedor mefítico. A ningún ser cas­to le es permitido franquear este umbral de infamia. Aquí se abre una caverna horrenda: tales eran las emanaciones que salían de sus tenebrosas fauces que ofendían el olfato. Aquí se encamina el joven por una ruta que conoce bien, y tendién­dose sobre la esposa, blande con el impulso de todas sus fuer­zas una tosca lanza llena de arrugas y áspera de corteza. Híncase la lanza y en el fondo bebió la sangre virginal. La cóncava caverna resonó y dio un gemido. Ella, sintiéndose morir, arranca el dardo con las manos, pero entre los huesos la punta por la herida ha penetrado profundamente en la car­ne viva. Por tres veces ella, incorporándose y apoyándose so­bre el codo, se levantó, tres veces volvió a caer desplomada sobre el lecho. Él permanece impasible. No hay pausa ni des­canso: asido y fijo a su timón, en ningún momento lo soltaba y mantenía los ojos clavados en las estrellas. Recorre ida y vuelta el camino una y otra vez y, sacudiendo el vientre, tras­pasa sus costados y los pulsa con plectro ebúrneo. Ya están casi al final de su carrera y, agotados, se acercaban a la meta: entonces una agitada respiración sacude sus miembros y seca sus bocas; ríos de sudor corren por todo su cuerpo. Él se des­ploma exánime, mientras de su miembro el semen gotea.

AUSONIO, Centón nupcial