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miércoles, 13 de septiembre de 2017

Testimonio


Soñar en voz alta                                      

Luciano no se encontraba muy a menu­do con su padre. A la madre, en cambio, la veía más frecuentemente, pero más por sentido de responsabilidad que por cariño. Como cualquier hijo de padres divorciados, Luciano se sentía un poco huérfano. No bien pudo se independizó, y después de un noviazgo normal y no muy di­latado se había casado con Cecilia.
Un sábado, cerca del mediodía, se en­contró con su padre, y por iniciativa del Viejo se metieron en un café del Centro.
-Voy a aprovechar este encuentro ca­sual -dijo Luciano- para hacerte una pre­gunta no tan casual.
-Venga nomás.
-¿Por qué te separaste de mamá?
-No es tan sencillo de explicar, sobre todo para el que no lo vivió. A tu madre le tu­ve siempre bastante afecto. No pasión, enten­delo bien, pero sí afecto. Y creía que ella tam­bién sentía algo parecido hacia mí. Pero una noche llegué a casa bastante tarde por razones de trabajo y ella dormía profundamente. De pronto sentí que murmuraba algo en pleno sue­ño y alcancé a distinguir un nombre: Anselmo, Anselmo. Era un vecino con el que teníamos una buena relación. A la mañana siguiente, mientras desayunábamos, le pregunté qué le pasaba con Anselmo. Se echó a llorar y sin atreverse a mirarme, me confesó que eran amantes. Y ése fue el final.
Meses más tarde, Luciano le hizo a la ma­dre la misma pregunta.
-¿Por qué nos separamos? Nunca ha­blé de eso contigo porque lo considero un he­cho muy privado. Con tu padre nos habíamos llevado bien durante dieciocho años de matri­monio. Reconozco que no estábamos enamo­rados, pero soportábamos nuestras diferencias y las frecuentes discusiones hacían más entre­tenida la relación conyugal. Una tarde, a la hora de la siesta (él siempre la duerme; yo, nunca) empezó a hablar entre sueños y dijo varias ve­ces el mismo nombre: Inés, Inés. Lo pronuncia­ba con un tono amoroso que por cierto nunca me había dedicado. Inés es una compañera de mi estudio, que muchas veces almorzaba o cena­ba con nosotros. Linda y muy simpática. Cuan­do tu padre despertó y se dio una ducha, le hice la pregunta de rigor: «¿Soñás siempre tan amo­rosamente con Inés?». Tal como yo lo espera­ba, me confesó que hacía por lo menos dos años que tenían relaciones. Y ahí terminó todo.
Después de esas revelaciones (¿cuál de las dos era cierta?, ¿ambas serían verdad?) Lu­ciano se sintió más huérfano que de costumbre.
Durante dos o tres horas vagó como un zombi por las calles más concurridas, pensando que la multitud podía borrarle la tristeza.
Por fin decidió refugiarse en su casa. Ya era tarde y Cecilia se había acostado. En pleno sueño, ella se dio vuelta en la cama y se abrazó a la almohada. En dos etapas dijo: Luciano, Lu­ciano.
Él se sintió orgulloso y satisfecho. La de­jó dormir tranquila y fue a la cocina a hacerse un café. Lo tomó con gusto y estaba lavando el pocillo cuando se le encendió la lamparita. Ca­rajo, había un primo que también se llamaba Luciano. Él era Luciano Gómez y el primo Lu­ciano Estévez. ¿Sería posible? No quería creer­lo, pero la duda le produjo palpitaciones.
Más o menos angustiado, regresó al dor­mitorio. Cecilia seguía abrazada a la almohada y volvió a articular claramente: Luciano, Lu­ciano.
Él se recostó en la pared y sólo alcan­zó a preguntarse: ¿Por qué será que las mujeres nunca sueñan con apellidos?

Mario Benedetti