Luciano no se
encontraba muy a menudo con su padre. A la madre, en cambio, la veía más
frecuentemente, pero más por sentido de responsabilidad que por cariño. Como
cualquier hijo de padres divorciados, Luciano se sentía un poco huérfano. No
bien pudo se independizó, y después de un noviazgo normal y no muy dilatado se
había casado con Cecilia.
Un sábado,
cerca del mediodía, se encontró con su padre, y por iniciativa del Viejo se
metieron en un café del Centro.
-Voy a aprovechar este encuentro casual -dijo Luciano- para hacerte
una pregunta no tan casual.
-Venga nomás.
-¿Por qué te
separaste de mamá?
-No es tan
sencillo de explicar, sobre todo para el que no lo vivió. A tu madre le tuve
siempre bastante afecto. No pasión, entendelo bien, pero sí afecto. Y creía
que ella también sentía algo parecido hacia mí. Pero una noche llegué a casa
bastante tarde por razones de trabajo y ella dormía profundamente. De pronto
sentí que murmuraba algo en pleno sueño y alcancé a distinguir un nombre:
Anselmo, Anselmo. Era un vecino con el que teníamos una buena relación. A la
mañana siguiente, mientras desayunábamos, le pregunté qué le pasaba con
Anselmo. Se echó a llorar y sin atreverse a mirarme, me confesó que eran
amantes. Y ése fue el final.
Meses más
tarde, Luciano le hizo a la madre la misma pregunta.
-¿Por qué nos
separamos? Nunca hablé de eso contigo porque lo considero un hecho muy
privado. Con tu padre nos habíamos llevado bien durante dieciocho años de matrimonio.
Reconozco que no estábamos enamorados, pero soportábamos nuestras diferencias
y las frecuentes discusiones hacían más entretenida la relación conyugal. Una
tarde, a la hora de la siesta (él siempre la duerme; yo, nunca) empezó a hablar
entre sueños y dijo varias veces el mismo nombre: Inés, Inés. Lo pronunciaba
con un tono amoroso que por cierto nunca me había dedicado. Inés es una
compañera de mi estudio, que muchas veces almorzaba o cenaba con nosotros.
Linda y muy simpática. Cuando tu padre despertó y se dio una ducha, le hice la
pregunta de rigor: «¿Soñás siempre tan amorosamente con Inés?». Tal como yo lo
esperaba, me confesó que hacía por lo menos dos años que tenían relaciones. Y
ahí terminó todo.
Después de esas revelaciones (¿cuál de las dos era cierta?, ¿ambas
serían verdad?) Luciano se sintió más huérfano que de costumbre.
Durante dos o
tres horas vagó como un zombi por las calles más concurridas, pensando que la
multitud podía borrarle la tristeza.
Por fin
decidió refugiarse en su casa. Ya era tarde y Cecilia se había acostado. En
pleno sueño, ella se dio vuelta en la cama y se abrazó a la almohada. En dos
etapas dijo: Luciano, Luciano.
Él se sintió
orgulloso y satisfecho. La dejó dormir tranquila y fue a la cocina a hacerse
un café. Lo tomó con gusto y estaba lavando el pocillo cuando se le encendió la
lamparita. Carajo, había un primo que también se llamaba Luciano. Él era
Luciano Gómez y el primo Luciano Estévez. ¿Sería posible? No quería creerlo,
pero la duda le produjo palpitaciones.
Más o menos
angustiado, regresó al dormitorio. Cecilia seguía abrazada a la almohada y
volvió a articular claramente: Luciano, Luciano.
Él se recostó
en la pared y sólo alcanzó a preguntarse: ¿Por qué será que las mujeres nunca
sueñan con apellidos?
Mario Benedetti