"Ven, mi ama Zobeida quiere hablarte"
-¿Te llevaré a
visitar el palacio de El Menobi?
-No.
-¿Y el palacio de Hach Idris
ben-Yelul?
-No.
-¿No deseas conocer a una joven
de ojos de luna y rostro de diamante?
-No.
-Por Alá -gimió el lameplatos-.
¿No quieres nada, entonces?
Piter se irguió ligeramente ante
el mármol de la mesa, miró indulgente al desarrapado belfudo que con un fez
ladeado sobre la rapada cabeza hacía un cuarto de hora que estaba allí
importunándole, y le respondió:
-Sí, quiero que me dejes en paz.
El guía miró cavernosamente en
derredor, satisfecho de que en el Zoco Chico no se encontrara alguien que podía
perjudicarle, y confió:
-Pues cuídate de ese hombrecillo
que te acompañaba ayer. Le ha dicho a un mercader de mi amistad que has
envenenado a tu mujer.
Piter miró cómo la magra silueta
del guía se alejaba, perdiéndose tras los tumultos de bobalicones que se movían
frente a la ochava del correo inglés. ¿De modo que la historia había corrido?
Ahora se explicaba las significativas miradas de la criada del hotel. Y la
respetuosa aprensión del hotelero hacia sus maletas. No había sido suficiente
abandonar El Havre. La absurda novela del envenenamiento de su mujer le había
seguido hasta Tánger. Inútil que le absolvieran de la disparatada acusación. En
la ciudad no creían en su inocencia. La muerte de su mujer volcó sobre su
cabeza dificultades innumerables. Y lo más desdichado del caso es que él estaba
seguro de que ella no había intentado suicidarse, sino componer una farsa
dramática que se resolvió siniestramente por sí misma.
Buscando la paz, el médico dio un
salto hasta Tánger. Sabía que los hombres de la costa no eran hipócritas como
sus conciudadanos, pero a pesar de todo no resultaba agradable llevar a las
espaldas semejante reputación. Y volvió a preguntarse si se quedaría en Tánger
o marcharía a Casablanca o Fez, porque por el momento los señorones del Biti
el-Mal no parecía que tuvieran intención de ocuparle. Sin embargo, algunos lo
saludaban. Su historia debía andar en todas las bocas.
Piter no experimentó angustia. En
aquella ciudadela amurallada, de calles tortuosas, de sinagogas sombrías, de
mezquitas con ciegos en los pórticos y de freidurías de pescado, en cierto modo
era ventajosa una mala reputación. En África, sin honradez, se puede llegar a
alguna parte.
Un asno pequeño se detuvo junto a
su mesa. Piter le acercó un terrón de azúcar al hocico. El animalito lo recogió
alargando el belfo. De pronto apareció un campesino que espantó al jumento con
grandes movimientos de brazos. Una muchedumbre cubierta de verticales colores
cruzaba el zoco de ed-Dajel. Mujeres con pantalones y fumando largas boquillas.
Funcionarios con turbante violeta, esclavos de piernas desnudas, aguateros con
un odre negro suspendido a un costado, niños de tahona cargando una tabla con
panes sobre la cabeza.
Una negra gigantesca como tres
barriles encimados se detuvo brevemente a su lado. Tenía el rostro cubierto con
un paño blanco. Le dijo, al tiempo que se inclinaba como recogiendo algo del
suelo:
-¿Tú eres el médico? Mi ama
Zobeida quiere hablarte. Sígueme.
La negra se alejaba sin volver la
cabeza. Piter comprendió que tras la invitación de la esclava se ocultaba una
aventura de consecuencias. Dejando un real español en la mesa del bar, se lanzó
en persecución de la mujer. Semejante a una fragata, la negra avanzaba por la
empinada callejuela de los Plateros. Algunos mercaderes, sentados con las piernas
cruzadas sobre cojines a la puerta de sus tenderetes, la saludaban
conceptuosos. Al llegar a una fuente, la negra entró en un corredor enyesado de
celeste. La noche caía rápidamente. La esclava, imperturbable como el destino,
seguía su marcha a través del dédalo de pasadizos y Piter andaba tras ella como
si en esto le fuera la vida.
Finalmente entraron en una
callejuela resplandeciente. En cada portal un desarrapado freía pescado o
vendía canela. La callejuela, techada con gruesos troncos de árboles, estaba
cargada de una atmósfera de especias, de queso y cuero en fermentación. Hombres
de todas las tribus del Magreb se arrimaban a los mostradorcillos. Las
mezquitas mostraban tremendos pórticos donde hormigueaban los fieles; en una
esquina dos juglares se batían con espadas de madera estimulados por una
multitud de desarrapados. La negra desapareció en la curva de un pasadizo.
Nuevamente se encontraba ahora bajo el cielo estrellado. En aquel corredor
solitario se veían inmensas puertas claveteadas como la poterna de una
fortaleza, y la esclava extrajo una llave de dos palmos de largo de debajo de
su manto y se detuvo frente a una puerta. Piter, como si estuviera soñando, la
siguió.
Se encontraron en un jardín. El
aire estaba rayado por los negros troncos de las palmeras. Una gran fragancia
de azahares lo llenaba todo. La esclava desapareció, y de pronto, bajo el
enyesado arco abierto al jardín, apareció Zobeida. La cabeza cubierta por un
velo, la estatura sorprendente, el rostro de cutis oscuro, aniñado.
-¿Tú eres el médico? -susurró la
mujer.
-Sí.
-Entra.
Piter se encontró en una
habitación esterillada, el suelo alfombrado cubierto de almohadones. Pequeñas
mesitas laqueadas de rojo ponían al alcance de la mano chucherías de bronce. El
aire aromatizaba simultáneamente a sándalo, a jazmín, a incienso y azahar.
Piter se sentía embriagado de una esencia misteriosa más sutil, que parecía
flotar permanentemente bajo el volumen de los olores inmediatos. Espingardas de
cañones niquelados y culatas con incrustaciones de nácar adornaban las
panoplias de los muros. Zobeida le mostró un cojín y Piter se sentó al mismo
tiempo que ella. La muchacha cogió un estuche de plata y le ofreció un bombón.
Tenía olor de almizcle, sabor de grasa, frialdad de menta. La muchacha se quedó
mirándolo largamente, como si aquilatara sus malas virtudes.
Luego:
-¿Tú eres el médico que envenenó
a su mujer?
-¿Quién te ha dicho esa mentira?
-replicó con suavidad Piter.
Zobeida sonrió. Lo examinaba con
tremenda confianza.
-Eres hermoso como la buena
suerte. ¿Te gustan las piedras preciosas?
Tomó un cofrecillo de marfil,
hizo girar la llavecita, levantó la tapa. En un fondo aterciopelado
centelleaban pequeños cristales azules, gemas de biseles amarillos, poliedros
de agua.
Piter, completamente
desinteresado del cofrecillo, pues no entendía de piedras preciosas, lo apartó
suavemente.
-¿En qué puedo servirte?
Zobeida dejó la arqueta y con
aquella inmensa intimidad que emanaba de su modo de ser, como si hiciera mucho
tiempo que lo conociera a Piter y no dudara de su discreción en los tratos,
dijo:
-Necesito un veneno bondadoso
como una enfermedad.
-¿Qué harás con él?
-Dárselo a beber a mi marido.
-¿No te agrada tu marido?
-No.
-Yo no puedo darte veneno. Las
leyes me lo prohíben. Además, te descubrirían y te llevarían a la cárcel. O tu
padre, para lavarse de la deshonra, se vería obligado a cortarte la cabeza.
Zobeida se rió.
-En Tánger ya no se corta la
cabeza a las mujeres. Te daré un gran puñado de piedras.
-No me interesan las piedras.
¿Quién es tu marido?
-Sidi Fodil, el cambista del Zoco
Chico.
-No le conozco.
-Es un mal hombre, de genio vivo.
Tiene una joroba en la espalda y un turbante más grande que una piedra de
molino en la cabeza.
-No le conozco.
-Ayúdame, tú que tienes la
sabiduría. ¿No te soy agradable?
-Es inútil que me insistas,
Zobeida.
Ella no se resignaba a no cumplir
su deseo. Tomando una rodilla entre sus manos, buscó otro rumbo.
-Embrújale, entonces.
-¿Que le embruje?
-Sí.
Piter iba a negarle la existencia
del embrujo, pero pensó que su pretensión iba desencaminada. Ella no entendería
sus razones. Fingió.
-¿Qué me darás si lo embrujo?
-Me casaré contigo. Tú me
llevarás a Francia y me enseñarás a leer y escribir como saben todas las
francesas. Entonces podré salir a la calle sin cubrirme el rostro.
-¿Cómo sabes que soy médico?
-Se lo dijeron a Aischa en el
ed-Dajel, cuando tú pasaste la otra noche. Que te escapaste de tu país porque
envenenaste a tu mujer.
Piter trató de mirar al fondo de
aquellos ojos verdosos.
-¿Te gustaría casarte conmigo?
-Sí.
La negra entró en la habitación.
Zobeida le dijo al médico:
-Aischa ha sido mi nodriza.
La esclava habló algunas palabras
en árabe con su ama. Zobeida se puso de pie.
-Tienes que irte. ¿Es cierto que
embrujarás a Sidi Fodil?
-Sí. Mañana mismo.
-Bueno; ahora vete. Mañana,
Aischa pasará por ed-Dajel a la hora de hoy. Síguela. No le hables.
Y extendiendo sus brazos se colgó
de su cuello y le besó las mejillas.
Cuando Piter escuchó que la
puerta se cerraba tras él tuvo la impresión de que acababa de despertar de un
sueño. Echó a caminar como si anduviera sobre un suelo de algodón. De pronto,
de debajo de un arco se desprendió el guía que lo había importunado en el zoco.
Como siempre, comenzó:
-¿Quieres visitar el palacio de
Hach Idris ben-Yelul?
-No. Llévame al Zoco Chico.
Al día siguiente marchó hasta el
zoco para conocer a Si-di Fodil. En el ed-Dajel no podían traficar
simultáneamente dos mercaderes jorobados. Comenzó a pasearse lentamente, cuando
descubrió que un jorobadito, sumamente tieso en la puerta de su comercio, lo
observaba. Gastaba, como le había dicho Zobeida, un turbante ridículo.
Piter continuó paseándose por la
ancha calle que conducía a las murallas; luego, sin ningún propósito deliberado,
volvió sobre sus pasos y se detuvo frente al comercio del prestamista; pero al
entornar disimuladamente los ojos se encontró con que el jorobadito lo estaba
mirando. Entonces, rápidamente, le mostró la lengua. El prestamista desencajó
los ojos; pero Piter, divertido, volvió la cabeza con gravedad hacia otro lado,
y el jorobadito se quedó mirando de reojo como si dudara de lo que realmente
había visto. Así pasaron algunos minutos. Piter parecía estar aguardando a
alguien. De pronto volvió la vista; el jorobadito estaba allí observándolo, y
entonces otra vez le mostró un palmo de lengua.
El prestamista enrojeció de furor
hasta la raíz de los cabellos, se enderezó hasta empinarse sobre la punta de
los pies, pero luego, pensándolo mejor, resolvió no darse por aludido, y
mientras gruesas gotas de sudor le bajaban por las sienes, aparentó mirar a su
alrededor, como si no reparara en la existencia de Piter. Éste, nuevamente
grave, permaneció en la esquina. Sin embargo, la indignada curiosidad de Sidi
Fodil llegó a ser más potente que su afán de indiferencia, y antes de que
transcurriera un minuto estaba otra vez clavando la mirada en el médico, que
llevándose rápidamente el dedo pulgar a la nariz movió los otros cuatro con el
apicarado gesto del "pito catalán".
Una ráfaga de ira envolvió en su
torbellino la jactanciosa alma del jorobadito. Olvidó su comercio y también la
exigua estatura de su cuerpo. Rechinando los dientes, se lanzó a través de la
calle, y en aquel mismo momento un gran grito de horror se escapó de los labios
de Piter. Un automóvil cargado de turistas acababa de arrollar bajo sus ruedas
al infeliz mercader.
Roberto Arlt