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jueves, 29 de diciembre de 2016

Expedición Botánica al Virreinato del Perú (1777 - 1816)


Navidades alrededor del mundo

(XII y última)

La isla diminuta de Árvore de Palma, que a veces figura y a veces no en los mapas de las Azores debido a su tamaño despreciable, sería un lugar insólito solamente por la gran cantidad de palmeras que crecen en su suelo, bastante alejado de las latitudes tropicales. Pero este sitio es, además, hogar de la única población conocida de cocos parlantes o sensibles, que de ambos modos se les llama (cocos nucífera sapiens). Ignorados por las televisoras y el resto de las autoridades científicas de nuestro tiempo, estos seres se tienen, sin embargo, por parte de la cristiandad pues profesan el catolicismo de manera fervorosa; de hecho, se llaman a sí mismos «discípulos» de san Francisco Xavier, pues el santo misionero los habría evangelizado en 1540 «para practicar» (así lo dicen) y poco antes de partir hacia su célebre campaña de catequesis en el Asia.
Semejante afirmación es debatible, y de hecho fue atacada fiera y lúcidamente en varios ensayos de Joseph Ratzinger, hoy s. s. Benedicto xvI, publicados en los tempranos años setenta. Sin embargo, los escasos visitantes de la isla, hombres todos de humilde condición y fe sencilla, no se ocupan en tan elevadas cuestiones de doctrina ni historiografía y más bien deben afrontar los problemas más apremiantes de la vida diaria..., a los que se agrega, si es la primera vez que llegan de visita, la experiencia de escuchar hablar a las criaturas. Según las crónicas, Gonçalo Velho Cabral, el navegante que descubrió Arvore de Palma en 1433, se llevó «un terribilísimo espanto» que lo hizo «aullar, echar espuma por la boca y tirarse al mar de cabeza»; aunque no les pase lo mismo, invariablemente es grande la impresión de quienes llegan, pisan los líquenes azules que pintan la costa rocosa y, de pronto, escuchan el coro de alegres saludos en portugués proferidos por seres redondos y de color marrón, trepados en lo alto de las palmeras que les dan protección y cobijo:
—¡La paz sea contigo! ¡Bienvenido! ¡Que Dios te dé una feliz estancia en nuestra casa! ¿Quieres orar o cantar con nosotros?
Una vez que ha pasado el susto, sin embargo —sólo a muy pocas personas les pasa realmente como a Velho Cabral y deben ser llevadas al hospital más cercano, en la isla de Flores—, los cocos de Arvore de Palma se revelan como individuos sumamente amables e inofensivos, resignados a que se les perciba como fenómenos de la naturaleza pero siempre dispuestos a dar la otra mejilla y aguantar las bromas ocasionales o incluso los comentarios hirientes.
—Nos ha ido peor en otras épocas —dice, con serenidad, el coco llamado Mateo Gonçalvez, quien es el portavoz de la comunidad y habita la cuarta palmera, contando desde el extremo Sur de la isla, en compañía de otros seis—. Además de que siempre terminamos sufriendo como cualquier cristiano, la muerte, la enfermedad, las caídas, hemos pasado por periodos de martirio. Y muchos: el último fue en 1983, cuando un barco japonés se detuvo aquí y ochenta y siete hermanos fueron comidos. Pero los mansos heredarán la Tierra, como dice el Evangelio. Rezamos por nuestros muertos y por sus victimarios.
»Y además —agrega—, ¿hemos de sufrir en esta época de alegría? ¡Va a ser Navidad! Es la hora del perdón y la reconciliación entre todos los de buena voluntad... —y se oyen las voces de asentimiento de los otros cocos de la palmera, que apoyan mansamente a su amigo, y aun las de cocos más remotos.
Como la Iglesia no ha decidido aún si acepta la existencia de esta grey, en virtud de que no está compuesta por seres humanos, no puede haber sacerdotes entre ellos. «Siempre que puedo y por piedad cristiana», según explica, el cura Eugenio Leal viene desde la isla de Corvo, de apenas trescientos habitantes, y administra los sacramentos en la medida de lo posible (por ejemplo, como los cocos no tienen boca, ha debido cambiar la comunión por rociamientos de agua bendita, que dispara desde el suelo con una pistola de agua). Con todo, la fiesta de la Navidad es en efecto una de gran alegría, a la que contribuyen los diez o doce miembros de la Sociedad de Amigos de Arvore de Palma, casi todos hombres y mujeres de mediana edad provenientes de Corvo y Flores.
Estos, a veces solos y otras en compañía de algunos familiares, arriban el día de Nochebuena e instalan un pequeño campamento; los cocos los reciben alegremente, y durante todo el día conversan y cantan. Al acercarse la noche, los de la Sociedad sacan un pequeño generador eléctrico que funciona a base de gasolina y conectan a él largas tiras de luces navideñas, que luego van tendiendo, con gran cuidado, de una palmera a otra, hasta que la isla entera se llena de luces como estrellas de muchos colores, titilando en medio de los ruidos del mar y el silencio del verdadero cielo.
Toda la noche la pasan entre músicas y oraciones, hasta que amanece y los cocos reciben sencillos regalos: lecturas de la Biblia o de otros libros seleccionados por el padre Leal, pequeñas dosis de fertilizante, una limpieza general de su tierra. Milagrosamente, nunca un coco se ha caído mientras tienen lugar estas celebraciones, y si hay alguno tirado y roto, de los días o semanas anteriores, se le recoge con gravedad pero sin llantos y se le da sepultura cristiana y discreta.
Así, el 25 por la tarde o a veces hasta el día siguiente, los miembros de la Sociedad se marchan de Arvore de Palma con el corazón alegre y rodeados de amables despedidas:
—¡Vuelvan pronto! ¡Gracias por todo! ¡Feliz año nuevo! —que poco a poco se pierden entre el rumor de las olas.
* * *
Con esta entrega, la presente serie —que ha ido desde el valle de las «hermanas del oro» de Pakistán hasta el laboratorio de Dilbert Cobra «El Loco», y que ha ofrecido a la curiosidad de los lectores rituales submarinos, dispendios increíbles, regalos infecciosos y numerosas estampas peregrinas del corazón enorme que se aparece en estas fechas— llega a su fin. Agradezco personalmente las numerosas cartas, mensajes electrónicos y demás muestras de apoyo enviados a la redacción de este diario, y me despido como lo hizo, cuando partí de su isla, el dulce Mateo: ¡Feliz Navidad, vientos amables y que nunca se caigan!

Alberto Chimal