(XII y última)
La isla diminuta de
Árvore de Palma, que a veces figura y a veces no en los mapas de las Azores
debido a su tamaño despreciable, sería un lugar insólito solamente por la gran
cantidad de palmeras que crecen en su suelo, bastante alejado de las latitudes
tropicales. Pero este sitio es, además, hogar de la única población conocida de
cocos parlantes o sensibles, que de ambos modos se les llama (cocos nucífera
sapiens). Ignorados por las televisoras y el resto de las autoridades
científicas de nuestro tiempo, estos seres se tienen, sin embargo, por parte de
la cristiandad pues profesan el catolicismo de manera fervorosa; de hecho, se
llaman a sí mismos «discípulos» de san Francisco Xavier, pues el santo
misionero los habría evangelizado en 1540 «para practicar» (así lo dicen) y
poco antes de partir hacia su célebre campaña de catequesis en el Asia.
Semejante afirmación
es debatible, y de hecho fue atacada fiera y lúcidamente en varios ensayos de
Joseph Ratzinger, hoy s. s. Benedicto xvI, publicados en los tempranos años
setenta. Sin embargo, los escasos visitantes de la isla, hombres todos de
humilde condición y fe sencilla, no se ocupan en tan elevadas cuestiones de
doctrina ni historiografía y más bien deben afrontar los problemas más
apremiantes de la vida diaria..., a los que se agrega, si es la primera vez que
llegan de visita, la experiencia de escuchar hablar a las criaturas. Según las
crónicas, Gonçalo Velho Cabral, el navegante que descubrió Arvore de Palma en
1433, se llevó «un terribilísimo espanto» que lo hizo «aullar, echar espuma por
la boca y tirarse al mar de cabeza»; aunque no les pase lo mismo,
invariablemente es grande la impresión de quienes llegan, pisan los líquenes
azules que pintan la costa rocosa y, de pronto, escuchan el coro de alegres
saludos en portugués proferidos por seres redondos y de color marrón, trepados
en lo alto de las palmeras que les dan protección y cobijo:
—¡La paz sea
contigo! ¡Bienvenido! ¡Que Dios te dé una feliz estancia en nuestra casa! ¿Quieres
orar o cantar con nosotros?
Una vez que ha
pasado el susto, sin embargo —sólo a muy pocas personas les pasa realmente como
a Velho Cabral y deben ser llevadas al hospital más cercano, en la isla de
Flores—, los cocos de Arvore de Palma se revelan como individuos sumamente
amables e inofensivos, resignados a que se les perciba como fenómenos de la
naturaleza pero siempre dispuestos a dar la otra mejilla y aguantar las bromas
ocasionales o incluso los comentarios hirientes.
—Nos ha ido peor en
otras épocas —dice, con serenidad, el coco llamado Mateo Gonçalvez, quien es el
portavoz de la comunidad y habita la cuarta palmera, contando desde el extremo
Sur de la isla, en compañía de otros seis—. Además de que siempre terminamos
sufriendo como cualquier cristiano, la muerte, la enfermedad, las caídas, hemos
pasado por periodos de martirio. Y muchos: el último fue en 1983, cuando un
barco japonés se detuvo aquí y ochenta y siete hermanos fueron comidos. Pero
los mansos heredarán la Tierra, como dice el Evangelio. Rezamos por nuestros
muertos y por sus victimarios.
»Y además —agrega—,
¿hemos de sufrir en esta época de alegría? ¡Va a ser Navidad! Es la hora del
perdón y la reconciliación entre todos los de buena voluntad... —y se oyen las
voces de asentimiento de los otros cocos de la palmera, que apoyan mansamente a
su amigo, y aun las de cocos más remotos.
Como la Iglesia no
ha decidido aún si acepta la existencia de esta grey, en virtud de que no está
compuesta por seres humanos, no puede haber sacerdotes entre ellos. «Siempre
que puedo y por piedad cristiana», según explica, el cura Eugenio Leal viene
desde la isla de Corvo, de apenas trescientos habitantes, y administra los
sacramentos en la medida de lo posible (por ejemplo, como los cocos no tienen
boca, ha debido cambiar la comunión por rociamientos de agua bendita, que
dispara desde el suelo con una pistola de agua). Con todo, la fiesta de la
Navidad es en efecto una de gran alegría, a la que contribuyen los diez o doce
miembros de la Sociedad de Amigos de Arvore de Palma, casi todos hombres y
mujeres de mediana edad provenientes de Corvo y Flores.
Estos, a veces solos
y otras en compañía de algunos familiares, arriban el día de Nochebuena e
instalan un pequeño campamento; los cocos los reciben alegremente, y durante
todo el día conversan y cantan. Al acercarse la noche, los de la Sociedad sacan
un pequeño generador eléctrico que funciona a base de gasolina y conectan a él
largas tiras de luces navideñas, que luego van tendiendo, con gran cuidado, de
una palmera a otra, hasta que la isla entera se llena de luces como estrellas
de muchos colores, titilando en medio de los ruidos del mar y el silencio del
verdadero cielo.
Toda la noche la
pasan entre músicas y oraciones, hasta que amanece y los cocos reciben sencillos
regalos: lecturas de la Biblia o de otros libros seleccionados por el padre
Leal, pequeñas dosis de fertilizante, una limpieza general de su tierra.
Milagrosamente, nunca un coco se ha caído mientras tienen lugar estas
celebraciones, y si hay alguno tirado y roto, de los días o semanas anteriores,
se le recoge con gravedad pero sin llantos y se le da sepultura cristiana y
discreta.
Así, el 25 por la
tarde o a veces hasta el día siguiente, los miembros de la Sociedad se marchan
de Arvore de Palma con el corazón alegre y rodeados de amables despedidas:
—¡Vuelvan pronto!
¡Gracias por todo! ¡Feliz año nuevo! —que poco a poco se pierden entre el rumor
de las olas.
* * *
Con esta entrega, la
presente serie —que ha ido desde el valle de las «hermanas del oro» de Pakistán
hasta el laboratorio de Dilbert Cobra «El Loco», y que ha ofrecido a la
curiosidad de los lectores rituales submarinos, dispendios increíbles, regalos
infecciosos y numerosas estampas peregrinas del corazón enorme que se aparece
en estas fechas— llega a su fin. Agradezco personalmente las numerosas cartas,
mensajes electrónicos y demás muestras de apoyo enviados a la redacción de este
diario, y me despido como lo hizo, cuando partí de su isla, el dulce Mateo:
¡Feliz Navidad, vientos amables y que nunca se caigan!
Alberto Chimal