N. C. Flammarion
Paraguas
Arte Oriental
El señor
Nicolau
Su padre quería hacer de él un hombre. Y por eso, en
cuanto el chiquillo terminó la enseñanza primaria en Pedornelo, ¡a Guimarâes
con él!
Pero, en el internado, ni el cura más severo
conseguía hacer vida de una criatura así. No había tirones de orejas ni
reglazos que le impidiesen escaparse a todas horas por las ventanas y desaparecer
en la sierra en busca de grillos. Ya había venido de la aldea con este vicio,
pero, con el paso de los años, en vez de mejorar, empeoraba.
Había que verlo, pajita en ristre, bajo un sol
abrasador. Metía aquella sonda en todos los agujeros que encontraba, empezaba a
escarbar, a escarbar, y el pobre habitante de la hura no tenía más remedio que
salir. Hasta que su estómago vacío empezaba a gruñir y tenía que regresar al
colegio, aunque nunca con menos de veinte o treinta bichos. El director lo
mandaba llamar a su despacho, le ponía la cara más colorada que un tomate,
pero poco adelantaba. Al día siguiente se volvía a escapar.
Había transformado su habitación en un vivero. En vez
de retratos de actrices y de vaqueros, tenía jaulas de todos los tamaños
colgadas de las paredes, con hojas de lechuga y de achicoria entre los
alambres. Y era en un escenario así donde el director lo encontraba -cuando lo
encontraba-, distraído, absorto, lejos del mundo.
-¿Y la lección?
-Me la estoy estudiando...
Bien lo demostraba en la clase siguiente: no daba
una.
A pesar de todo, como en la asignatura de don António
sacaba siempre sobresaliente y éste gozaba de gran prestigio entre sus colegas,
bien que mal, iba aprobando. La nota de Zoología era muy importante. Y los
profesores, comprometidos, le daban un aprobado y se justificaban:
-Bien está... Como sabe
tanto de grillos...
Al terminar el bachillerato, a Coimbra, a Medicina.
El sueño de su padre era verlo en Pedornelo, curando tercianas.
Pero cuando, al cabo de seis años, el viejo estaba
convencido de que tenía allí al Paracelso de los Paracelsos, la ficha del
muchacho no pasaba de una enigmática Matrícula de Honor en Ciencias Naturales
y suspensos en todo lo demás.
Sin embargo, Dios no quiso matar a aquel santo varón
con la puñalada de una desilusión tan grande. La víspera del regreso de aquel
vago le mandó piadosamente una pulmonía que se lo llevó a mejor vida, junto
con las esperanzas que había depositado en el hijo.
Y fue así, como heredero de las fértiles tierras de
su padre y sabiéndose el Arca de Noé de cabo a rabo, como el señor Nicolau
regresó definitivamente a Pedornelo.
Tendría entonces treinta años. Alto, seco, pálido,
delicado, vino a poner en la vega y en los montes de su aldea una nota que
hasta entonces no tenían: la mancha lírica de un ciudadano que, protegido por su sombrilla blanca, cazaba insectos.
-¿Cómo está usted, señor Nicolau?
-Bien, muchas gracias, tío Armindo...
Y se agachaba a coger una santateresa. Sacaba un recipiente del bolsillo y, tratando a la
infeliz con mil cuidados, no fuese a romperle una pata, ¡al frasco con
ella!
Al principio, la gente lo miraba pasmada, con un
asombro bien justificado. ¡En lo que se había quedado el hijo del señor Adriano
Gomes! Pero en cuanto vieron que les arrendaba por cuatro perras las fincas
que le había dejado el padre, y que se sentía satisfecho con el negocio,
cambiaron de idea y empezaron a venderle todos los bichillos que encontraban en
las cercanías. Les bastaba enseñarle una mariquilla para que les soltase unas
monedas por ella. Así que una locura como la suya era a todas luces una mina.
Sólo el maestro de la escuela, el viejo don Anselmo,
que ya en la primaria se las había visto y deseado para meter en aquella cabeza
hueca la tabla de multiplicar, seguía sin querer aceptar una desgracia tan
grande. Y cuando tuvo que dar su brazo a torcer, lo hizo de esta manera:
-En fin, podía ser peor... Si le hubiera dado por
coleccionar burros, a estas horas tendríamos toda la aldea convertida en una
cuadra...
Pero nada hacía mella en el señor Nicolau. Ni las
ironías de su antiguo maestro, ni el egoísmo de sus paisanos. Y cuando el sol
empezaba a despuntar en la sierra de Alijó, ya estaba él atravesando los
rastrojos.
Vivía solo. Quitando a Gertrudes, que iba de vez en
cuando a lavarle la ropa y a hacerle la sopa, nadie entraba en su casa a no
ser por San Miguel, para pagarle las rentas. En esas fechas lo veían en su
despacho, rodeado de grandes vitrinas en las que, desde pulgas a escarabajos,
dormían el sueño eterno todos aquellos seres que su paciencia y sus cuartos
habían conseguido recoger en Pedornelo y alrededores.
Los tenía en cajitas de cartulina, a centenares,
alineados, catalogados y colgados de unos alfileres que les entraban por la
espalda, y les salían por la barriga. Los había de todos los tamaños y de todos
los colores posibles. Grandes, pequeños, minúsculos, amarillos, blancos,
negros, azules, rojos, uno o dos de cada especie y de todas las especies que
la imaginación divina fue capaz de inventar.
Tranquila y amorosamente, a medida que pasaba el
tiempo, aquel cementerio iba en aumento. Y, tranquilamente, el señor Nicolau,
el sepulturero, iba envejeciendo entre sus muertos.
Su mundo terminaba allí, concéntrico, sin horizontes,
encerrado en aquellas vitrinas que conservaban sus sueños entre naftalina.
Naciones enteras destruidas, guerras continuas, su propia aldea amenazada...
Pero el señor Nicolau, ajeno a todas las pasiones humanas, seguía poblando sus
días con libélulas y mariposas.
En una ocasión, el
chismoso de Manuel hizo correr la voz de que aquel lunático iba a
casarse.
-¿Y con quién?
-preguntó el maestro, con toda inocencia.
Pero como nadie supo
decirle el nombre de la novia, él mismo concluyó:
-Será con alguna
babosa... Y no estaría mal. Todo quedaba en familia...
Este rumor fue, por así decirlo, la última señal que
dio Pedornelo de no haber echado en olvido la vida social del señor Nicolau.
Porque, después del comentario irónico de don Anselmo, y de las complacientes
risotadas de todos, el pobre hombre salió para siempre del recuerdo de sus
paisanos.
Si pasaban a su lado ya ni le saludaban o, en todo
caso, le daban los buenos días con un gesto automático, igual que se quitaban
el sombrero al toque de ánimas. Ni siquiera cuando atravesaba la plaza con la
frente honda y desesperadamente arrugada se les ocurría compadecerlo. El nombre
de aquel maniático ya significaba lo mismo que garrapata, grillo, hormiga o
algo parecido.
Era un bichillo más. Un bichillo inofensivo similar
a esos que tenía a miles en su despacho, disecados.
A veces, sus arrugas eran bien profundas. El disgusto
que lo minaba era tan real como el de cualquier vecino agobiado por los
destrozos ocasionados por una tormenta. Pero los cincuenta años que llevaba
alejado de todo lo humano le quitaban el derecho a ser comprendido por los
demás. ¿Quién hubiera podido admitir que le pudiese preocupar a nadie que a un
abejorro se le partiera el aguijón o que una tijereta estuviese apolillada? La
sensibilidad de Pedornelo no reaccionaba ante estímulos de calamidades tan
sutiles. Allí, en materia de sufrimiento, no entendían más que de hambre, de
fiebres y de puñaladas.
Finalmente, el doctor Saul tuvo que visitar a este
ser como a cualquier otro habitante de la aldea, como a cualquier criatura de
Dios. Gertrudes había ido a llamarlo a toda prisa, se había encontrado al
viejo consumido como un feto en el sofá del despacho. Y él llegó, lo auscultó,
le tomó el pulso, le puso el termómetro, y decidió meterle al moribundo una
aguja por la espina dorsal.
Sólo que el señor Nicolau ya estaba totalmente
identificado con el destino de sus compañeros. Estaba delirando. Sintió
vagamente el dolor en la columna, recordó lo que le había hecho a miles de
hermanos suyos y pensó:
-Mala técnica... Lo primero que tenía que haber
hecho era ponerme éter, y sólo después de esto... Ojalá no se le olvide, al
menos, escribir correctamente en la etiqueta mi nombre en latín...
Acto seguido, y tras una última contracción de
dolor, sereno y con los ojos cerrados, se quedó quieto, feliz, esperando que lo
colocaran también a él en su caja.
Miguel Torga