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miércoles, 7 de diciembre de 2016

Puzzles

N. C. Flammarion


Paraguas


Arte Oriental


Punts del Ventosa


El señor Nicolau                       

Su padre quería hacer de él un hombre. Y por eso, en cuanto el chiquillo terminó la ense­ñanza primaria en Pedornelo, ¡a Guimarâes con él!
Pero, en el internado, ni el cura más severo conseguía hacer vida de una criatura así. No había tirones de orejas ni reglazos que le impidiesen es­caparse a todas horas por las ventanas y desapare­cer en la sierra en busca de grillos. Ya había venido de la aldea con este vicio, pero, con el paso de los años, en vez de mejorar, empeoraba.
Había que verlo, pajita en ristre, bajo un sol abrasador. Metía aquella sonda en todos los agujeros que encontraba, empezaba a escarbar, a escarbar, y el pobre habitante de la hura no tenía más remedio que salir. Hasta que su estómago va­cío empezaba a gruñir y tenía que regresar al cole­gio, aunque nunca con menos de veinte o treinta bichos. El director lo mandaba llamar a su despa­cho, le ponía la cara más colorada que un tomate, pero poco adelantaba. Al día siguiente se volvía a escapar.
Había transformado su habitación en un vivero. En vez de retratos de actrices y de vaque­ros, tenía jaulas de todos los tamaños colgadas de las paredes, con hojas de lechuga y de achicoria en­tre los alambres. Y era en un escenario así donde el director lo encontraba -cuando lo encontra­ba-, distraído, absorto, lejos del mundo.
-¿Y la lección?
-Me la estoy estudiando...
Bien lo demostraba en la clase siguiente: no daba una.
A pesar de todo, como en la asignatura de don António sacaba siempre sobresaliente y éste gozaba de gran prestigio entre sus colegas, bien que mal, iba aprobando. La nota de Zoología era muy importante. Y los profesores, comprometi­dos, le daban un aprobado y se justificaban:
-Bien está... Como sabe tanto de grillos...
Al terminar el bachillerato, a Coimbra, a Medicina. El sueño de su padre era verlo en Pe­dornelo, curando tercianas.
Pero cuando, al cabo de seis años, el viejo estaba convencido de que tenía allí al Paracelso de los Paracelsos, la ficha del muchacho no pasaba de una enigmática Matrícula de Honor en Cien­cias Naturales y suspensos en todo lo demás.
Sin embargo, Dios no quiso matar a aquel santo varón con la puñalada de una desilusión tan grande. La víspera del regreso de aquel vago le man­dó piadosamente una pulmonía que se lo llevó a mejor vida, junto con las esperanzas que había de­positado en el hijo.
Y fue así, como heredero de las fértiles tie­rras de su padre y sabiéndose el Arca de Noé de cabo a rabo, como el señor Nicolau regresó defini­tivamente a Pedornelo.
Tendría entonces treinta años. Alto, seco, pálido, delicado, vino a poner en la vega y en los montes de su aldea una nota que hasta enton­ces no tenían: la mancha lírica de un ciudadano que, protegido por su sombrilla blanca, cazaba in­sectos.
-¿Cómo está usted, señor Nicolau?
-Bien, muchas gracias, tío Armindo...
Y se agachaba a coger una santateresa. Sa­caba un recipiente del bolsillo y, tratando a la in­feliz con mil cuidados, no fuese a romperle una pata, ¡al frasco con ella!
Al principio, la gente lo miraba pasmada, con un asombro bien justificado. ¡En lo que se había quedado el hijo del señor Adriano Gomes! Pero en cuanto vieron que les arrendaba por cua­tro perras las fincas que le había dejado el padre, y que se sentía satisfecho con el negocio, cambiaron de idea y empezaron a venderle todos los bichillos que encontraban en las cercanías. Les bastaba en­señarle una mariquilla para que les soltase unas monedas por ella. Así que una locura como la su­ya era a todas luces una mina.
Sólo el maestro de la escuela, el viejo don Anselmo, que ya en la primaria se las había visto y deseado para meter en aquella cabeza hueca la tabla de multiplicar, seguía sin querer aceptar una desgracia tan grande. Y cuando tuvo que dar su brazo a torcer, lo hizo de esta manera:
-En fin, podía ser peor... Si le hubiera dado por coleccionar burros, a estas horas tendría­mos toda la aldea convertida en una cuadra...
Pero nada hacía mella en el señor Nicolau. Ni las ironías de su antiguo maestro, ni el egoísmo de sus paisanos. Y cuando el sol empezaba a des­puntar en la sierra de Alijó, ya estaba él atravesan­do los rastrojos.
Vivía solo. Quitando a Gertrudes, que iba de vez en cuando a lavarle la ropa y a hacerle la so­pa, nadie entraba en su casa a no ser por San Mi­guel, para pagarle las rentas. En esas fechas lo veían en su despacho, rodeado de grandes vitrinas en las que, desde pulgas a escarabajos, dormían el sueño eterno todos aquellos seres que su paciencia y sus cuartos habían conseguido recoger en Pedornelo y alrededores.
Los tenía en cajitas de cartulina, a centena­res, alineados, catalogados y colgados de unos al­fileres que les entraban por la espalda, y les salían por la barriga. Los había de todos los tamaños y de todos los colores posibles. Grandes, pequeños, minúsculos, amarillos, blancos, negros, azules, ro­jos, uno o dos de cada especie y de todas las espe­cies que la imaginación divina fue capaz de in­ventar.
Tranquila y amorosamente, a medida que pasaba el tiempo, aquel cementerio iba en aumen­to. Y, tranquilamente, el señor Nicolau, el sepul­turero, iba envejeciendo entre sus muertos.
Su mundo terminaba allí, concéntrico, sin horizontes, encerrado en aquellas vitrinas que con­servaban sus sueños entre naftalina. Naciones en­teras destruidas, guerras continuas, su propia aldea amenazada... Pero el señor Nicolau, ajeno a todas las pasiones humanas, seguía poblando sus días con libélulas y mariposas.
En una ocasión, el chismoso de Manuel hi­zo correr la voz de que aquel lunático iba a casarse.
-¿Y con quién? -preguntó el maestro, con toda inocencia.
Pero como nadie supo decirle el nombre de la novia, él mismo concluyó:
-Será con alguna babosa... Y no estaría mal. Todo quedaba en familia...
Este rumor fue, por así decirlo, la última señal que dio Pedornelo de no haber echado en olvido la vida social del señor Nicolau. Porque, después del comentario irónico de don Anselmo, y de las complacientes risotadas de todos, el pobre hombre salió para siempre del recuerdo de sus paisanos.
Si pasaban a su lado ya ni le saludaban o, en todo caso, le daban los buenos días con un ges­to automático, igual que se quitaban el sombrero al toque de ánimas. Ni siquiera cuando atravesaba la plaza con la frente honda y desesperadamente arrugada se les ocurría compadecerlo. El nombre de aquel maniático ya significaba lo mismo que garrapata, grillo, hormiga o algo parecido.
Era un bichillo más. Un bichillo inofensi­vo similar a esos que tenía a miles en su despacho, disecados.
A veces, sus arrugas eran bien profundas. El disgusto que lo minaba era tan real como el de cualquier vecino agobiado por los destrozos ocasio­nados por una tormenta. Pero los cincuenta años que llevaba alejado de todo lo humano le quita­ban el derecho a ser comprendido por los demás. ¿Quién hubiera podido admitir que le pudiese preo­cupar a nadie que a un abejorro se le partiera el aguijón o que una tijereta estuviese apolillada? La sensibilidad de Pedornelo no reaccionaba ante es­tímulos de calamidades tan sutiles. Allí, en materia de sufrimiento, no entendían más que de hambre, de fiebres y de puñaladas.
Finalmente, el doctor Saul tuvo que visitar a este ser como a cualquier otro habitante de la al­dea, como a cualquier criatura de Dios. Gertrudes había ido a llamarlo a toda prisa, se había encon­trado al viejo consumido como un feto en el sofá del despacho. Y él llegó, lo auscultó, le tomó el pul­so, le puso el termómetro, y decidió meterle al mo­ribundo una aguja por la espina dorsal.
Sólo que el señor Nicolau ya estaba total­mente identificado con el destino de sus compa­ñeros. Estaba delirando. Sintió vagamente el dolor en la columna, recordó lo que le había hecho a miles de hermanos suyos y pensó:
-Mala técnica... Lo primero que tenía que haber hecho era ponerme éter, y sólo después de esto... Ojalá no se le olvide, al menos, escribir co­rrectamente en la etiqueta mi nombre en latín...

Acto seguido, y tras una última contrac­ción de dolor, sereno y con los ojos cerrados, se quedó quieto, feliz, esperando que lo colocaran también a él en su caja.

Miguel Torga